Editorial ACN / El pasado martes 7 de junio, El titular de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios -Cofepris- Alejandro Svarch Pérez, anunció que en esa dependencia existía una red impresionante de corrupción favoreciendo a empresas para crear condiciones y reglas que favorecían a sus intereses. Según el funcionario, en dos décadas hubo corrupción a los que llamó, de manera siniestra que recuerda los círculos de la Divina Comedia, los sótanos de corrupción.
El primer sótano era el manejo discrecional de solicitudes de autorización de las empresas mediante extorsiones a los peticionarios, El primero era el manejo discrecional de las solicitudes de las empresas: “El que paga, manda” con la consecuente creación de monopolios artificiales de la industria farmacéutica.
El segundo, la vigilancia a través de una red de extorsionadores dedicados a hacer presión a las empresas con el el pago de moches, bajo pretexto de que si no le entraban, los negocios serían clausurados de forma inminente.
Y el tercero, la operación directa de la corrupción, el último círculo del infierno, el más oscuro y podrido con las reuniones entre los operadores corruptos y los funcionarios protegidos por la impunidad.
Svarch aseveró que tales sótanos fueron intervenidos por el personal de la Marina Armada. Ya desde el 21 de octubre de 2021, el secretario de Salud anunció en comparecencia ante senadores que los elementos navales habían ocupado desde septiembre la Cofepris debido a que los permisos de importación de precursores químicos “se daban de forma discrecional, había corrupción y fue necesario remover funcionarios”. Desde entonces, la dirección ejecutiva de Regulación de Estupefacientes, Psicotrópicos y Sustancias Químicas fue encabezada por una teniente de fragata.
Si bien el desmantelamiento de redes de corrupción debe reconocerse, aún no se conoce con fundamento legal y precisión formal del porqué la Marina ha intervenido en una institución eminentemente civil. No fue ni la Guardia Nacional o alguna entidad especializada de la Función Pública las que, conforme a la normatividad de la Administración Pública, pudieron actuar en consecuencia y conforme a sus facultades legales y constitucionales.
En la actual administración, las entidades militares han ocupado actividades que les corresponden a los civiles. Sean administrativas o de seguridad, de control y tránsito marítimo o controlando campañas de vacunación, para administrar hospitales, construir aeropuertos o manejar empresas de infraestructura de transportes, desde la época de los años 40, cuando el sector militar tenía un poder sin comparación, no se había visto la asunción de las fuerzas armadas de tal forma en tareas de competencia civil.
Sin duda, esto es motivo de preocupación. Mientras la seguridad pública se deteriora y el presidente de la República da palmaditas a los grupos delincuenciales, las fuerzas armadas toman el poder de una sociedad estimada de democrática. Todos son corruptos, menos esas instituciones que ya están más allá de sus facultades constitucionales, incluso con el poder para liberar a altos mandos que en otros países habían sido detenidos por sospechosos nexos con el crimen.
En 2009, los obispos de México señalaron elocuente énfasis que la presencia de las fuerzas armadas en las calles fuera transitoria y no se “eternizara”. Y puntualizaron: la presencia de los militares debe darse mientras se crea una policía «profesional y honesta que recupere la confianza del pueblo… y no se eternice en una labor que le compete a la policía”, decían hace más de una década.
Ese llamado fue casi profético. Este gobierno había hecho una promesa de regresar a los castrenses a sus cuarteles. No fue así y han mentido a su electorado. La militarización tiene muchos riesgos y pocos beneficios. Se está fraguando un “golpe de Estado” de terciopelo, consentido y consumado, que daría al Estado mexicano una identidad militarista que nadie quiere de regreso.