Editorial El Semanario de Guadalajara / Otra vez los católicos estamos en las calles y no sin razón. Lo hemos hecho en más de alguna ocasión y con resultados impresionantes. Concretamente en 2016 más de cien mil ciudadanos salimos a las calles en la manifestación cívica más numerosa en la historia de nuestro Estado.
En la coyuntura y en la lógica política las manifestaciones han rendido su fruto, pero algo nos ha faltado que, a pesar de lo contundente y numeroso de las marchas, los políticos y ahora el poder judicial nos siguen ignorando.
En su obra Iglesia, Ecumenismo y Política (BAC, 1987), el entonces Cardenal Joseph Ratzinger se pregunta por qué los cristianos no han encontrado resonancia política. La respuesta es desafiante: “… porque no tienen ninguna confianza en su propia visión de la realidad. En su religiosidad privada se mantienen firmes en la fe, pero no tienen el valor de reconocer que esa fe tiene algo que decir al hombre en una perspectiva total, que es también una visión de futuro y de su historia” (282).
Frente a normas y leyes que de manera tan lamentable violentan los más fundamentales derechos de la vida y de la familia, los católicos estamos llamados a proponer sin miedos y sin reservas la propuesta cristiana, sobre todo los laicos y más particularmente los que están involucrados en el mundo de la política, de los medios de comunicación, de la cultura.
En este tenor es de reconocer que no pocos creyentes han asumido el desafío que les propone la Iglesia de llevar los principios y valores de la fe a la cosa pública, pero no siempre proponiendo esta perspectiva total, integral propia del Evangelio que ilumina la vida de todo el hombre, de todos los hombres y de cada hombre.
Frente a un escenario sumamente complejo, cambiante, cada vez más agresivo y adverso, nuestra presencia en la vida pública debe ser más efectiva y cristiana, y hay tres tentaciones en las que los creyentes solemos caer cuando de la vida pública se trata: el perfeccionismo, el rupturismo y el ideologismo.
Los modos de vida y organización política que conocemos no son construcciones perfectas. La Doctrina Social de la Iglesia lo enseña cuando nos recuerda que la intrínseca fragilidad de los propósitos y realizaciones humanas, así como la mutabilidad de las circunstancias externas amenazan la vida en sociedad (SRS 38). El perfeccionismo se presenta casi siempre bajo la forma de un integrismo moral, contrario al mismo magisterio de la Iglesia, que sueña con la “restauración” de épocas y epopeyas que hoy poco informan y significan. Ese perfeccionismo lleva luego a la lógica de la ruptura con todo aquello que no sea “nosotros”.
La ruptura es contraria a la tradición y experiencia de la Iglesia y al mismo Concilio Vaticano II que nos puso en la lógica del diálogo y del encuentro.
Finalmente, la fe se ve reducida a una cuestión ideológica por aquellos que, lejos de dejarse configurar por la verdad de las cosas y de inspirar su acción en unos principios últimos que son de naturaleza religiosa, prefieren la reducción de lo político a lo ideológico olvidando que para un católico la política es acción y no ideología (OA 24-25). Después de marchar, hay que replantearnos nuestra presencia en lo público.
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