Juan Carlos Casas García / UPM-CEM. El 12 de marzo de 1622, fiesta de San Gregorio Magno, el papa Gregorio XV realizó, por vez primera, una canonización múltiple en la basílica de San Pedro. Se trataba de «los más afamados símbolos del renacimiento católico»: Ignacio de Loyola (1491-1556), fundador de la Compañía de Jesús; Francisco Javier (1506-1552), misionero y uno de los primeros compañeros de Ignacio; Teresa de Jesús (1515-1582), religiosa y mística, fundadora de las y los carmelitas descalzos; Isidro Labrador (1079-1172), un campesino madrileño medieval que se dedicó a la caridad y la oración y Felipe Neri (1515-1595), llamado “El Apóstol de Roma” y “El Santo de la Alegría”, sacerdote y fundador de la Congregación del Oratorio. Quedó integrada, por tanto, en esta santificación, la representación del pueblo fiel, de la vida religiosa y del clero secular.
San Ignacio representaría la fuerza aportada por las nuevas órdenes de clérigos regulares; Santa Teresa, el éxito de la reforma en las antiguas órdenes religiosas; San Francisco Javier, el ardor misionero con que la Iglesia se expandió por los todos los confines del orbe; San Felipe Neri, la vitalidad de un clero secular reformado; y san Isidro, la participación del pueblo fiel en esta empresa común de la Reforma católica, anclada en la mejor tradición de la Iglesia medieval.
Más allá de la lectura política del acontecimiento, dado que, para algunos, se trató de un reflejo del poderío español y su influencia en Roma, pues cuatro de los nuevos santos eran españoles, la altura, doctrina y mensaje de dichos personajes significarían mucho para el futuro de los pueblos (incluida la Nueva España y México) y de la Iglesia. A excepción de Isidro, los demás vivieron en el siglo XVI, siglo complejo de guerras, luchas, descubrimientos y conquistas, de reformas y nuevos movimientos dentro de la Iglesia y la sociedad.
La de 1622, hace ya cuatro centurias, fue «una canonización simbólica no del pasado, sino del presente de la Iglesia», y «una síntesis de los primeros resultados de la Reforma católica, así como un indicador de sus propuestas». Es decir, constituyó no solo la canonización de los protagonistas de la renovación, sino de la propia Reforma católica. Tras casi sesenta años de vigencia de las iniciativas y disposiciones del Tridentino, la Iglesia presentó una nueva y restaurada imagen de sí misma a todos los creyentes del mundo y, al mismo tiempo, propuso nuevos modelos de perfección espiritual. Por caminos distintos y de manera creativa, el Espíritu Santo suscitó estas figuras para animar al pueblo santo de Dios a vivir, con altura de miras, fidelidad y generosidad, el ideal de la vida cristiana.
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