Homilía para la peregrinación a NS de Luján, por Dom Luis María – 13 de octubre de 2024
Estimados Sacerdotes y Clérigos,
Queridos peregrinos,
¡Sí a Dios!
Han invitado ustedes a un abad a celebrar el Santo Sacrificio de la Misa de esta hermosa peregrinación a NS de Luján. Sólo puedo hablar de lo que sé y, por lo tanto, de la vida benedictina. Comenzaré evocando la vocación de san Benito de Nursia, vocación que, espero, inspire a algunas almas elegidas. Lo hago con las palabras de San Gregorio Magno: «Benito era de familia noble de la provincia de Nursia y sus padres lo enviaron a Roma a estudiar letras. Pero vio que, por el estudio, muchos se dejaban llevar por la pendiente del vicio, y tan pronto como entró en el mundo se retiró de él. Por lo tanto, despreció al mundo, abandonó la fortuna de su padre y sólo buscó agradar a Dios». La vocación monástica se presenta, pues, a Benito como un “NO”, como una renuncia profunda a muchas cosas, una renuncia al vicio, pero también a ciertos bienes. Y es verdad que, aún hoy, cuando un joven o una joven entra en el monasterio, cuando cruza la puerta del clausura, deja tras de sí todo un mundo, lo abandona, huye de él. La vida monástica es una “fuga mundi”, una huída del mundo. ¿Pero se puede consagrar toda la vida, se puede pasar veinticinco años de la vida en torno a un «no» o a una serie de «no»? La vida monástica es ante todo un “sí”, es un “sí” a todo lo grande, a lo más grande de la vida. Es ante todo un “sí” a Dios. San Benito huyó del mundo para agradar únicamente a Dios.
Este “sí” de la vocación monástica es incluso el “sí” más hermoso que puede resonar en toda la creación. Toda la creación es un “sí” a Dios. Dios dijo el primer día “Fiat lux!”, “hágase la luz” y la luz respondió: “Et factum est ita”, “sí, vengo a la existencia”. Y cada criatura respondió a Dios: “Sí, existo y me pongo en el lugar que Dios me ha reservado.” El sol se coloca en el firmamento, las plantas en la tierra, los pájaros en el cielo, los peces en el mar. Y toda la creación se vuelve entonces como un resplandor de la gloria de Dios, una imagen de su esplendor. Y Dios vio que eso era bueno. El “sí” de la creación alegra el corazón de Dios. El “sí” es una palabra dulce tanto para los hombres como para Dios.
Este “sí” es una palabra muy pequeña en francés. Una de las más pequeñas, pero también una de las más poderosa, la más poderosa cuando se dice a Dios, cuando se dice en Dios. Esta pequeña palabra, de tres letras en francés: O, U, I, (OUI) se convierte incluso en la palabra más grande que podemos decirle a Dios.
» SÍ, OUI» es O de «obediencia a Dios». Obedecer a Dios es reconocer que Dios es Dios, que es el Señor, que tiene derecho absoluto sobre mi persona y sobre mi alma. Es reconocer que es Él quien tiene las Palabras de vida y que sus pensamientos están por encima de todos nuestros pensamientos. Que sólo Él puede guiarnos hacia los caminos de la vida y de la verdadera felicidad.
«OUI», es O de «oración». Reconocer la primacía de la oración significa reservar el primer lugar a la contemplación de Dios. Dom Gérard, nuestro fundador, decía que una religión que no es contemplativa es indigna de Dios. Se trata, pues, de darle a Dios el tiempo que le corresponde. Es cumplir fiel y suavemente el oficio divino, la obra de Dios. Es entrar en el espíritu de la liturgia, de esta sagrada liturgia que nos han transmitido los apóstoles. Es orientarse hacia Dios, ponerse en su presencia y abandonarse a Él con total confianza, es poner el espíritu de uno en las manos del Padre.
“OUI” es O de “ofrecerse a Dios”. Sí a Dios, significa ofrecer todo de ti mismo. Ofrecer su alma y su cuerpo y todas sus acciones. Es ofrecer su inteligencia, su voluntad, su memoria y toda su sensibilidad purificada. Decir “sí” a Dios es responder a la sed que tiene de nosotros, de nuestro corazón. Jesús dijo en la cruz que tenía sed. Y los santos comprendieron que Él no tenía sed de agua ni de vinagre sino que tenía sed de nuestras obras, que tenía sed de nuestras almas y de nuestras personas. Comprendieron que nuestro Señor no podía expresar su gran amor por nosotros de manera más fuerte que diciéndonos: “Tengo sed”.
» SÍ, OUI», es U de «universal». Lo damos todo. Decimos “sí” a Dios para siempre. Dios merece infinitamente que ciertas criaturas se entreguen, se dediquen entera, eterna y exclusivamente, a mirarlo, a alabarle, a adorarle. Esta es la verdad, este es el orden, esta es la norma. Porque Dios es infinito en sus perfecciones y Él es el bien absoluto para todos, el único que puede colmar un alma.
OUI a Dios, es U de «unidad», unidad de todo nuestro ser y de todas nuestras comunidades. Sólo el “sí” a Dios puede crear la unidad perfecta de una persona y de una familia, de toda una vida y de toda una historia. Sólo el “sí” a Dios nos protege de la dispersión y la fragmentación, porque da el sentido profundo de toda vida.
OUI a Dios, es U de “unión con Dios”. El sentido de la vida es precisamente la unión con Dios, es ser santo e inmaculado en su presencia en el amor. Es unirse no sólo a Su voluntad, a Su proyecto, sino sobre todo a Él mismo. Decir “sí” a Dios es llegar hasta poder decir con san Pablo: “Vivo, pero ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Es ser como el sarmiento de la vid que da fruto.
“SÍ, OUI”, es la letra I de “iluminación”. La luz suprema no puede ser fruto del razonamiento puramente humano. Es un “sí” a la luz que viene de lo alto, la luz verdadera que ilumina a todos los hombres y a la que las tinieblas dicen “no”. Los ojos de la fe sólo se iluminan si hemos dicho este “sí” preliminar a Dios. Si esperamos comprender antes de decir «sí», entonces permanecemos tinieblas. Pero si decimos “sí”, un “sí” a Dios que habla a través de la Escritura, la Tradición y el Magisterio, entonces empezamos a ser iluminados.
“OUI”, es la letra I de “encarnación”. (En francés, encarnación se escribe con i.) Decir “sí” a Dios hace venir a Dios Todopoderoso en nuestro mundo. El «Fiat» de María le permitió concebir a Jesús en su alma y en su cuerpo. Nuestro “sí” a Dios Lo hace presente en nuestro mundo. Él cambia nuestra vida aquí en la tierra, la llena de su dulce presencia y de su fuerza. Decir Sí a Dios en una vida consagrada es romper, ciertamente, el vaso, el recipiente de la propia vida, pero también es obligar al mundo a oler los perfumes de la oración que se exhalan, y purificar el aire envenenado que el mundo respira sin cesar.
“OUI” a Dios, finalmente, es la letra I de «intercesión». Porque cuando decimos “sí” a Dios, lo decimos personalmente, pero nunca de manera solitaria. Cuando un alma dice “sí” a Dios, inmediatamente se encuentra inmersa en la comunión de los santos. Se encuentra vinculada a todos los hombres. La Virgen María, por su “sí” a Dios, se convirtió en la nueva Eva, la madre de todos los vivientes. Ella cooperó en la salvación de los hombres con su fe y su obediencia libre. Y Juan Pablo II no dudó en decir que la oración de los monjes llega a cada hombre, a cada criatura, hasta el umbral del infierno.
Vean cuán grande es esta pequeña palabra, vean cuán poderosa es, vean cuán eterna es cuando es dicho a Dios.
Me queda ahora dirigirnos a la Santísima Virgen María. Ella fue la primera en decir “Sí” a Dios. Ella dijo “Sí” a Dios al mismo tiempo que el Verbo Encarnado. Es un “sí” que seguirá siendo por toda la eternidad un “sí” perfecto. En latín se llama «Fiat», en griego «genoito», es un poco más largo. Es el “sí” de María a Dios. Es el “sí” de María a todo el proyecto de Dios. Un “sí” absoluto. No sólo un acuerdo. Sino un compromiso consciente, convencido, asumido personalmente. El «sí» de María se convierte en oración, en espera, en deseo, en sed. Y este “sí” es tanto más delicioso cuanto que proviene de un corazón libre y responsable, de un corazón que comprende lo que se le pide. ¡Que la Virgen María nos dé la fuerza para decir “SÍ”!
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