Excelente meditación cuaresmal de monseñor Aguer

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Os recomiendo una lectura meditada:

Otra Cuaresma

         ¡Otra Cuaresma, y van…! Otra ocasión de Gracia, como la que todos los años nos es concedida. Alguna de ellas puede ser decisiva en la orientación de nuestra vida hacia la santidad. ¿No podrá ser ésta, que estamos transcurriendo?

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         El sentido de la Cuaresma se expresa simbólicamente en el rito antiquísimo de la imposición de la ceniza. Se prescriben para éste dos fórmulas. La primera es: “Recuerda que eres polvo, y al polvo volverás”. Se trata de la sentencia pronunciada contra el hombre después del primer pecado. Así figura en el texto bíblico: “Porque hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que yo te prohibí, maldito sea el suelo por tu culpa. Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida. Él te producirá cardos y espinas y comerás la hierba del campo. Ganarás el pan con el sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuiste sacado. ¡Porque eres polvo, y al polvo volverás!” (Gn 3, 17-19). Es lo que corresponde al Adam, que fue modelado con arcilla del suelo, la adamá, y recibió en su nariz un aliento de vida (Gn 2, 7).

         En el Antiguo Testamento se encuentran numerosas expresiones, bien elocuentes, acerca de la fugacidad de la vida humana. Cito en primer lugar el Salmo 90 (89), precioso poema atribuido a Moisés (referencia inaceptable desde el punto de vista histórico); con la cual atribución se le quiere otorgar una especial autoridad. En él se compara un atisbo en la noche, que es la duración humana, con la eternidad de Dios: “Mil años son ante tus ojos como el día de ayer que ya pasó, como una vigilia nocturna” (v. 4). La vigilia es una de las porciones de la noche, como se contaba, por ejemplo, en el ejército. La definición más clara figura en el verso 10: “Nuestra vida dura 70 años, y 80 si tenemos más vigor: en su mayor parte son fatiga y miseria, porque pasan pronto, y nosotros nos vamos” (Sal 90, 10). Esta es una verdad a la que no resulta fácil adherir con espontaneidad; nos es dedicada personalmente cuando recibimos en la frente la ceniza, que nos recuerda la adamá de la que ha salido el género humano. Otros pasajes del Salterio abordan el mismo argumento, al cual se añade la perspectiva del pecado. El Salmo 39 describe quejoso la miseria humana: “El hombre no es más que un soplo, una sombra que pasa” (v. 7). Se pide que la oración sea oída, que Dios no sea indiferente a los sollozos con los que el orante se lamenta, y apela a su misericordia. En el Salmo 32, la confesión del pecado, y el consiguiente perdón hacen recobrar la felicidad; en cambio, negarse a la confesión equivale a desconfiar de la misericordia, y desequilibra la Alianza.

         La otra fórmula de la imposición de la ceniza asume la predicación del Bautista, y la predicación inicial de Jesús, que coinciden: “¡Conviértanse, porque está cerca el Reino de Dios!” (Mt 3, 2; 4, 17); Jesús añade: “El tiempo (kairós) se ha cumplido (peplērōtai) (Mc, 1, 15). Cada Cuaresma es un kairós, un tiempo oportuno que Dios nos ofrece, al cual debemos entrar con nuestra respuesta a la exhortación metanoeite; la conversión es un acto puntual que se ejecuta de una vez por todas, una decisión que ha de prolongarse como actitud permanente en un estado. La palabra metánoia incluye una dimensión que podríamos denominar “intelectual”; equivale a cambiar la manera de pensar, de mirar y concebir la vida, el mundo, y a nosotros mismos.

         La oración cuaresmal por excelencia es el Salmo 51 (50), que suele ser identificado por la palabra latina que lo encabeza, Miserere: “¡Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad; por tu gran compasión, borra mi culpa (mis faltas)!” (v. 3). Las súplicas constituyen el cuerpo del Salmo; la primera es la demanda de perdón, un perdón total que, al purificar al orante, le restituye la paz y la alegría. Al conceder el pedido, Dios manifiesta su sabiduría y su amor. Se pide una re – creación, un corazón puro, lo cual solo se obtendrá plenamente en la redención operada por Jesucristo. Teológicamente este Salmo es muy valioso: proporciona los elementos de una teoría del pecado, y del perdón. Es de notar, asimismo, el tono íntimamente personal. Una breve indicación, como título, atribuye esta súplica de perdón a David, cuando el profeta Natán fue a reprocharle su pecado: hacer morir a Urías, el hitita, para ocultar que había dejado embarazada a Betsabé, a la que luego tomó como esposa (cf. 2 Sam, 12). Esta plegaria fue incluida por la Tradición eclesial como uno de los siete Salmos penitenciales, junto con los Salmos 6, 32, 38, 102, 130, y 146. Resuenan en ella los acentos de los grandes profetas, como Jeremías, y Ezequiel.

         El llamado a la conversión implica el reconocimiento del pecado por parte de aquellos a quienes está dirigido el mensaje. Al Miserere, y al Salmo 90, podemos sumar el 39, que describe quejoso la miseria humana: el hombre no es más que un soplo, una sombra que pasa (v. 7). Esta idea se repite, es un gesto de humildad que hace posible la confesión. De acuerdo con lo que he dicho más arriba, estos argumentos enlazan las dos fórmulas de imposición de la ceniza. Los Salmos citados pertenecen al género “lamentación individual”; sin embargo, no admiten una lectura individualista, sino que son pronunciados (o cantados) en la comunidad de Israel.

         En “Los hermanos Karamázov”, obra maestra de Fiódor Dostoyevski, aparece un concepto que podemos considerar en continuidad con lo que acabo de escribir. Un personaje circunstancial de la novela –personaje torturado por un crimen que ha cometido en el pasado- llega a decir: “Cada hombre es culpable por todos y por todo, aparte de serlo por sus propios pecados… cuando la gente haya comprendido esta idea, empezará para ella el Reino de los Cielos, ya no en sueños, sino en la realidad”. La novela, que es una maravilla literaria, refleja el alma rusa, violenta y mística, en cuyos repliegues se asienta el cristianismo de la Ortodoxia. El concepto antedicho, que el reconocimiento del pecado y la solicitud del perdón abran el camino del paraíso, se encuentra en otro pasaje. Un joven hermano del starets Zósima, padre espiritual de Aliosha Karamázov (el menor y sinceramente cristiano de los tres hermanos), poco antes de morir de tuberculosis, a los 17 años, santamente, después de una verdadera conversión y confortado por los sacramentos de la Iglesia, dice a su madre, según recuerda y relata el starets: “Madrecita, has de saber que en verdad cada persona es culpable ante todos, por todos, y por todo”. Lo decía, exultante de amor, a los criados, a los amigos, a “los pájaros del Buen Dios”: “perdonadme también vosotros, porque también ante vosotros he pecado”… “que sea yo pecador ante todo; en cambio todos me perdonarán, y eso es el paraíso”. No es cuestión de examinar estos dichos con lupa teológica; en mi opinión encierran una verdad profundamente católica, ortodoxa por verdadera, y por su sabor oriental. Yo la resumiría así: el pecado mancilla la creación, la envejece, la entristece, y únicamente el arrepentimiento la restaura. Además, una misteriosa solidaridad nos religa a todos, en el bien y en el mal; a los cristianos, miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y a los demás seres humanos, varones y mujeres, que están ordenados al Cuerpo de Cristo, a muchos de los cuales debemos arrebatar de las garras de Satanás.

         No recuerdo exactamente, pero creo que Georges Bernanos le hace decir a su cura en el Journal d’ un curé de campagne: si nos diésemos cuenta en qué medida estamos religados unos a otros por el bien y para el mal, no podríamos seguir viviendo.

         La Cuaresma es como el desierto, un tiempo de desierto en el que debemos probarnos a nosotros mismos. Descubrir cómo y en qué somos tentados. Uno de los temas de meditación cuaresmal son las tentaciones a las cuales el Señor no vaciló en someterse, ya que fue llevado por el Espíritu (Mt 4, 1: anēchthē; Lc 4, 1: ēgeto). Benedicto XVI en su “Jesús de Nazaret”, comenta: “Las tentaciones acompañan el entero camino de Jesús, y el relato de las tentaciones aparece desde este punto de vista –exactamente como el Bautismo- como una anticipación, en la cual se condensa la lucha de todo su camino”. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso, y las de Israel en el desierto. Su triunfo “es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de amor filial al Padre” (CEC 538-539). Esa prueba (peirasmon, Lc 4, 13) es, en cierto modo, completa, arquetípica, y tiene un significado salvífico: nos ha dado ejemplo, y es la fuente de nuestra fortaleza en la lucha, que es el estado de nuestra vida. Todos los hechos de la vida de Jesús tienen una doble dimensión: son sacramentum, un misterio salvífico, objetivamente eficaz para la redención del mundo, y exemplum, un modelo para imitar. Esta distinción explica la doble dimensión de la fe cristiana: en primer lugar es doctrina, enseñanza, didajé; y, luego, es moral. La reducción moralista, tan frecuente en la actualidad, debe ser descartada.

         En la constitución conciliar Gaudium et spes leemos que el hombre “está dividido en su interior. Por eso, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (GS, 22). El diablo aprovecha esta situación e intenta que no nos apoyemos en Dios, sino en nuestro propio arbitrio, y en “el mundo”, con la falacia de sus promesas que nunca se cumplen, o con la oferta de su poder, el del progreso social, político o económico. El breve relato de las tentaciones de Jesús, según San Marcos, presenta el desierto donde Jesús vence las argucias del diablo (que se destaca como un hábil biblista), al modo de un nuevo paraíso: vivía entre las fieras, y los ángeles le servían. La fuerza de Cristo es la Palabra de Dios, “bien leída”; también para nosotros. Fieras no faltan en el mundo de hoy, pero a nosotros no nos falta el ejército de los ángeles. El tiempo de Cuaresma es apto para que analicemos a cuáles tentaciones somos actualmente sometidos, y podamos renovar la estrategia de nuestras respuestas.

         La tradición bíblica y litúrgica presenta como obras cuaresmales el ayuno, la oración y la limosna. San León Magno, en su Sermón 6 de Cuaresma, dice a este propósito: “Lo que cada cristiano conviene que haga en todo tiempo, debe ahora asumirlo con mayor solicitud y entrega”. La razón o el fin de realizarlos en la institución apostólica de los cuarenta días, ha de cumplirse mediante el ayuno, que no es tanto parquedad en los alimentos, sino privación de los vicios. Además, al ayuno han de unirse las obras de misericordia, y el amor a Dios y al prójimo, ejercido con voluntad plenamente libre. Notemos que la limosna se dice eleemosynarum opera; el genitivo nos recuerda el eléison de la Misa, la piedad que imploramos de Dios, y nosotros ejercemos con el prójimo.

         Vuelvo a mi planteo del comienzo: el tiempo propicio para volver a Dios, y a lo mejor de nosotros mismos. De cómo haya sido nuestra comprensión y nuestra decisión de vivir el kairós de esta Cuarentena dependerá la entonación vital de nuestro aleluya en la próxima Pascua.

+ Héctor Aguer

 

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas

Académico de Número de la Academia Provincial de Ciencias y Artes de San Isidro

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma)

 

Buenos Aires, miércoles 23 de marzo de 2022.-

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