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Todos los misterios del primer sacramento. Desvelados

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Se recogen aquí por primera vez las quince homilías bautismales pronunciadas por Benedicto XVI en la vigilia pascual y en el primer domingo después de la Epifanía, cuando bautizaba a adultos y niños por Sandro Magister

ROMA, 7 de enero de 2016 – En la misa de la Epifanía en rito ambrosiano, en la comunión se canta una antífona que es una obra maestra: «Hodie caelesti sponso iuncta est Ecclesia, quoniam in Iordane lavit eius crimina. Currunt cum munere Magi ad regales nuptias et ex aqua facto vino laetantur convivia. Baptizat miles Regem, servus Dominum suum, Joannes Salvatorem. Aqua Iordanis stupuit, columba protestatur. Paterna vox audita est: Filius meus hic est, in quo bene complacui. Ipsum audite». “Hoy la Iglesia se ha unido al Esposo celestial, pues en el Jordán Él la lavó de sus crímenes. Los Magos corren con sus presentes a las nupcias reales y los invitados se regocijan del agua convertida en vino. El soldado bautiza al Rey, el siervo a su Señor, Juan al Salvador. El agua del Jordán se asombra, la paloma da testimonio. La voz del Padre se oye: Este es mi Hijo, en quien me complazco. Escuchadle”. Los Magos, las bodas de Caná, el bautismo de Jesús en el Jordán: todo se convierte en «epifanía» , revelación, del misterio del Hijo de Dios que se hace hombre y del hombre que es asimilado en él en la Iglesia su esposa. En el día de la Epifanía se da el anuncio de la Pascua y es costumbre que el domingo sucesivo, dedicado al bautismo de Jesús, el Papa bautice a algunos niños. También en la noche de Pascua el Papa a veces bautiza, según una antiquísima tradición. Y con Benedicto XVI, en ambos casos, el rito bautismal ha sido el punto de partida de homilías cuyo fin era ilustrar el significado de este primer sacramento en cada uno de sus gestos y palabras. A continuación se pueden encontrar los vínculos a las quince homilías bautismales pronunciadas por el Papa Joseph Ratzinger en los siete años de su pontificado, en la vigilia pascual y en el domingo del bautismo de Jesús. Son homilías “mistagógicas”, de iniciación al misterio del bautismo, del tipo de las de san Cirilo de Jerusalén, san Ambrosio de Milán y otros Padres de la Iglesia. Es una antología recogida aquí por primera vez, de extraordinaria riqueza, como se puede percibir en los pasajes de cada homilía indicada. ¡Buena lectura! __________ Homilías de la vigilia pascual > 15 de abril de 2006 … La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo. Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida. ¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo. Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo… * > 7 de abril de 2007 … Estas palabras del Resucitado al Padre se han convertido también en las palabras que el Señor nos dirige: “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz. Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. El fragmento de la Carta a los Romanos, que hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos, depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en adelante, la muerte ya no es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo muy claro en su Carta a los Filipenses: “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir —es decir, ser ejecutado— y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de la muerte él está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A los Romanos escribió Pablo: “Ninguno… vive para sí mismo y ninguno muere por sí mismo… Si vivimos, … si morimos,… somos del Señor” (14,7s). Queridos catecúmenos que vais a ser bautizados, ésta es la novedad del Bautismo: nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél que vive siempre. En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho el viaje cósmico hasta las profundidades de la muerte. Acompañados por Él, más aún, acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo. Él nos abraza y nos lleva, dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma… * > 22 de marzo de 2008 … Esta naturaleza íntima del bautismo, como don de una nueva identidad, es representada por la Iglesia en el sacramento a través de elementos sensibles. El elemento fundamental del bautismo es el agua. En segundo lugar viene la luz, que en la liturgia de la Vigilia pascual destaca con gran eficacia. Reflexionemos brevemente sobre estos dos elementos. En el último capítulo de la carta a los Hebreos se encuentra una afirmación sobre Cristo en la que el agua no aparece directamente, pero que, por su relación con el Antiguo Testamento, deja traslucir el misterio del agua y su sentido simbólico. Allí se lee: «El Dios de la paz hizo volver de entre los muertos al gran Pastor de las ovejas en virtud de la sangre de la alianza eterna» (cf. Hb 13, 20). Esta frase guarda relación con unas palabras del libro de Isaías, en las que Moisés es calificado como el pastor que el Señor ha hecho salir del agua, del mar (cf. Is 63, 11). Jesús se presenta ahora como el nuevo y definitivo Pastor que lleva a cabo lo que Moisés hizo: nos saca de las aguas letales del mar, de las aguas de la muerte. En este contexto podemos recordar que Moisés fue colocado por su madre en una cesta en el Nilo. Luego, por providencia divina, fue sacado de las aguas, llevado de la muerte a la vida, y así —salvado él mismo de las aguas de la muerte— pudo conducir a los demás haciéndolos pasar a través del mar de la muerte. Jesús descendió por nosotros a las aguas oscuras de la muerte. Pero, como nos dice la carta a los Hebreos, en virtud de su sangre fue arrancado de la muerte: su amor se unió al del Padre y así, desde la profundidad de la muerte, pudo subir a la vida. Ahora nos eleva de las aguas de la muerte a la vida verdadera. Sí, esto es lo que ocurre en el bautismo: él nos atrae hacía sí, nos atrae a la vida verdadera. Nos conduce por el mar de la historia, a menudo tan oscuro, en cuyas confusiones y peligros frecuentemente corremos el riesgo de hundirnos. En el bautismo nos toma de la mano, nos conduce por el camino que atraviesa el Mar Rojo de este tiempo y nos introduce en la vida eterna, en la vida verdadera y justa. Apretemos su mano. Pase lo que pase, no soltemos su mano. Caminemos, pues, por la senda que conduce a la vida. En segundo lugar está el símbolo de la luz y del fuego. San Gregorio de Tours, en el siglo IV, narra la costumbre, que se ha mantenido durante mucho tiempo en ciertas partes, de tomar el fuego nuevo para la celebración de la Vigilia pascual directamente del sol a través de un cristal: así se recibía la luz y el fuego nuevamente del cielo para encender luego todas las luces y fuegos del año. Se trata de un símbolo de lo que celebramos en la Vigilia pascual. Con la radicalidad de su amor, en el que el corazón de Dios y el corazón del hombre se han entrelazado, Jesucristo ha tomado verdaderamente la luz del cielo y la ha traído a la tierra: la luz de la verdad y el fuego del amor que transforma el ser del hombre. Él ha traído la luz, y ahora sabemos quién es Dios y cómo es Dios. Así también sabemos cómo están las cosas con respecto al hombre; qué somos y para qué existimos. Ser bautizados significa que el fuego de esta luz ha penetrado hasta lo más íntimo de nosotros mismos. Por esto, en la Iglesia antigua, al bautismo se le llamaba también el sacramento de la iluminación: la luz de Dios entra en nosotros; así nos convertimos nosotros mismos en hijos de la luz… * > 11 de abril de 2009 … En la Vigilia Pascual, la Iglesia representa el misterio de luz de Cristo con el signo del cirio pascual, cuya llama es a la vez luz y calor. El simbolismo de la luz se relaciona con el del fuego: luminosidad y calor, luminosidad y energía transformadora del fuego: verdad y amor van unidos. El cirio pascual arde y, al arder, se consume: cruz y resurrección son inseparables. De la cruz, de la autoentrega del Hijo, nace la luz, viene la verdadera luminosidad al mundo. Todos nosotros encendemos nuestras velas del cirio pascual, sobre todo las de los recién bautizados, a los que, en este Sacramento, se les pone la luz de Cristo en lo más profundo de su corazón. La Iglesia antigua ha calificado el Bautismo como «photismos», como Sacramento de la iluminación, como una comunicación de luz, y lo ha relacionado inseparablemente con la resurrección de Cristo. En el Bautismo, Dios dice al bautizando: «Recibe la luz». El bautizando es introducido en la luz de Cristo. Ahora, Cristo separa la luz de las tinieblas. En Él reconocemos lo verdadero y lo falso, lo que es la luminosidad y lo que es la oscuridad. Con Él surge en nosotros la luz de la verdad y empezamos a entender. Una vez, cuando Cristo vio a la gente que había venido para escucharlo y esperaba de Él una orientación, sintió lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor (cf. Mc 6,34). Entre las corrientes contrastantes de su tiempo, no sabían dónde ir. Cuánta compasión debe sentir Cristo también en nuestro tiempo por tantas grandilocuencias, tras las cuales se esconde en realidad una gran desorientación. ¿Dónde hemos de ir? ¿Cuáles son los valores sobre los cuales regularnos? ¿Los valores en que podemos educar a los jóvenes, sin darles normas que tal vez no aguantan o exigirles algo que quizás no se les debe imponer? Él es la Luz. El cirio bautismal es el símbolo de la iluminación que recibimos en el Bautismo. Así, en esta hora, también san Pablo nos habla muy directamente. En la Carta a los Filipenses, dice que, en medio de una generación tortuosa y convulsa, los cristianos han de brillar como lumbreras del mundo (cf. 2,15). Pidamos al Señor que la llamita de la vela, que Él ha encendido en nosotros, la delicada luz de su palabra y su amor, no se apague entre las confusiones de estos tiempos, sino que sea cada vez más grande y luminosa, con el fin de que seamos con Él personas amanecidas, astros para nuestro tiempo… * > 3 de abril de 2010 … Una antigua leyenda judía tomada del libro apócrifo «La vida de Adán y Eva» cuenta que Adán, en la enfermedad que le llevaría a la muerte, mandó a su hijo Set, junto con Eva, a la región del Paraíso para traer el aceite de la misericordia, de modo que le ungiesen con él y sanara. Después de tantas oraciones y llanto de los dos en busca del árbol de la vida, se les apareció el arcángel Miguel para decirles que no conseguirían el óleo del árbol de la misericordia, y que Adán tendría que morir. Algunos lectores cristianos han añadido posteriormente a esta comunicación del arcángel una palabra de consuelo. El arcángel habría dicho que, después de 5.500 años, vendría el Rey bondadoso, Cristo, el Hijo de Dios, y ungiría con el óleo de su misericordia a todos los que creyeran en él: «El óleo de la misericordia se dará de eternidad en eternidad a cuantos renaciesen por el agua y el Espíritu Santo. Entonces, el Hijo de Dios, rico en amor, Cristo, descenderá en las profundidades de la tierra y llevará a tu padre al Paraíso, junto al árbol de la misericordia». En esta leyenda puede verse toda la aflicción del hombre ante el destino de enfermedad, dolor y muerte que se le ha impuesto. Se pone en evidencia la resistencia que el hombre opone a la muerte. En alguna parte —han pensado repetidamente los hombres— deberá haber una hierba medicinal contra la muerte. Antes o después, se deberá poder encontrar una medicina, no sólo contra esta o aquella enfermedad, sino contra la verdadera fatalidad, contra la muerte. En suma, debería existir la medicina de la inmortalidad. También hoy los hombres están buscando una sustancia curativa de este tipo. También la ciencia médica actual está tratando, si no de evitar propiamente la muerte, sí de eliminar el mayor número posible de sus causas, de posponerla cada vez más, de ofrecer una vida cada vez mejor y más longeva. Pero, reflexionemos un momento: ¿qué ocurriría realmente si se lograra, tal vez no evitar la muerte, pero sí retrasarla indefinidamente y alcanzar una edad de varios cientos de años? ¿Sería bueno esto? La humanidad envejecería de manera extraordinaria, y ya no habría espacio para la juventud. Se apagaría la capacidad de innovación y una vida interminable, en vez de un paraíso, sería más bien una condena. La verdadera hierba medicinal contra la muerte debería ser diversa. No debería llevar sólo a prolongar indefinidamente esta vida actual. Debería más bien transformar nuestra vida desde dentro. Crear en nosotros una vida nueva, verdaderamente capaz de eternidad, transformarnos de tal manera que no se acabara con la muerte, sino que comenzara en plenitud sólo con ella. Lo nuevo y emocionante del mensaje cristiano, del Evangelio de Jesucristo era, y lo es aún, esto que se nos dice: sí, esta hierba medicinal contra la muerte, este fármaco de inmortalidad existe. Se ha encontrado. Es accesible. Esta medicina se nos da en el Bautismo. Una vida nueva comienza en nosotros, una vida nueva que madura en la fe y que no es truncada con la muerte de la antigua vida, sino que sólo entonces sale plenamente a la luz… * > 23 de abril de 2011 … Dos grandes signos caracterizan la celebración litúrgica de la Vigilia pascual. En primer lugar, el fuego que se hace luz. La luz del cirio pascual, que en la procesión a través de la iglesia envuelta en la oscuridad de la noche se propaga en una multitud de luces, nos habla de Cristo como verdadero lucero matutino, que no conoce ocaso, nos habla del Resucitado en el que la luz ha vencido a las tinieblas. El segundo signo es el agua. Nos recuerda, por una parte, las aguas del Mar Rojo, la profundidad y la muerte, el misterio de la Cruz. Pero se presenta después como agua de manantial, como elemento que da vida en la aridez. Se hace así imagen del Sacramento del Bautismo, que nos hace partícipes de la muerte y resurrección de Jesucristo. Sin embargo, no sólo forman parte de la liturgia de la Vigilia Pascual los grandes signos de la creación, como la luz y el agua. Característica esencial de la Vigilia es también el que ésta nos conduce a un encuentro profundo con la palabra de la Sagrada Escritura. Antes de la reforma litúrgica había doce lecturas veterotestamentarias y dos neotestamentarias. Las del Nuevo Testamento han permanecido. El número de las lecturas del Antiguo Testamento se ha fijado en siete, pero, de según las circunstancias locales, pueden reducirse a tres. La Iglesia quiere llevarnos, a través de una gran visión panorámica por el camino de la historia de la salvación, desde la creación, pasando por la elección y la liberación de Israel, hasta el testimonio de los profetas, con el que toda esta historia se orienta cada vez más claramente hacia Jesucristo. En la tradición litúrgica, todas estas lecturas eran llamadas profecías. Aun cuando no son directamente anuncios de acontecimientos futuros, tienen un carácter profético, nos muestran el fundamento íntimo y la orientación de la historia. Permiten que la creación y la historia transparenten lo esencial. Así, nos toman de la mano y nos conducen hacía Cristo, nos muestran la verdadera Luz. En la Vigilia Pascual, el camino a través de los sendas de la Sagrada Escritura comienzan con el relato de la creación. De esta manera, la liturgia nos indica que también el relato de la creación es una profecía. No es una información sobre el desarrollo exterior del devenir del cosmos y del hombre. Los Padres de la Iglesia eran bien concientes de ello. No entendían dicho relato como una narración del desarrollo del origen de las cosas, sino como una referencia a lo esencial, al verdadero principio y fin de nuestro ser. Podemos preguntarnos ahora: Pero, ¿es verdaderamente importante en la Vigilia Pascual hablar también de la creación? ¿No se podría empezar por los acontecimientos en los que Dios llama al hombre, forma un pueblo y crea su historia con los hombres sobre la tierra? La respuesta debe ser: no. Omitir la creación significaría malinterpretar la historia misma de Dios con los hombres, disminuirla, no ver su verdadero orden de grandeza. La historia que Dios ha fundado abarca incluso los orígenes, hasta la creación. Nuestra profesión de fe comienza con estas palabras: “Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra”. Si omitimos este comienzo del Credo, toda la historia de la salvación queda demasiado reducida y estrecha. La Iglesia no es una asociación cualquiera que se ocupa de las necesidades religiosas de los hombres y, por eso mismo, no limita su cometido sólo a dicha asociación. No, ella conduce al hombre al encuentro con Dios y, por tanto, con el principio de todas las cosas. Dios se nos muestra como Creador, y por esto tenemos una responsabilidad con la creación. Nuestra responsabilidad llega hasta la creación, porque ésta proviene del Creador. Puesto que Dios ha creado todo, puede darnos vida y guiar nuestra vida. La vida en la fe de la Iglesia no abraza solamente un ámbito de sensaciones o sentimientos o quizás de obligaciones morales. Abraza al hombre en su totalidad, desde su principio y en la perspectiva de la eternidad. Puesto que la creación pertenece a Dios, podemos confiar plenamente en Él. Y porque Él es Creador, puede darnos la vida eterna. La alegría por la creación, la gratitud por la creación y la responsabilidad respecto a ella van juntas… * > 7 de abril de 2012 … Por el sacramento del bautismo y la profesión de la fe, el Señor ha construido un puente para nosotros, a través del cual el nuevo día viene a nosotros. En el bautismo, el Señor dice a aquel que lo recibe: Fiat lux, que exista la luz. El nuevo día, el día de la vida indestructible llega también para nosotros. Cristo nos toma de la mano. A partir de ahora él te apoyará y así entrarás en la luz, en la vida verdadera. Por eso, la Iglesia antigua ha llamado al bautismo «photismos», iluminación. ¿Por qué? La oscuridad amenaza verdaderamente al hombre porque, sí, éste puede ver y examinar las cosas tangibles, materiales, pero no a dónde va el mundo y de dónde procede. A dónde va nuestra propia vida. Qué es el bien y qué es el mal. La oscuridad acerca de Dios y sus valores son la verdadera amenaza para nuestra existencia y para el mundo en general. Si Dios y los valores, la diferencia entre el bien y el mal, permanecen en la oscuridad, entonces todas las otras iluminaciones que nos dan un poder tan increíble, no son sólo progreso, sino que son al mismo tiempo también amenazas que nos ponen en peligro, a nosotros y al mundo. Hoy podemos iluminar nuestras ciudades de manera tan deslumbrante  que ya no pueden verse las estrellas del cielo. ¿Acaso no es esta una imagen de la problemática de nuestro ser ilustrado? En las cosas materiales, sabemos y podemos tanto, pero lo que va más allá de esto, Dios y el bien, ya no lo conseguimos identificar. Por eso la fe, que nos muestra la luz de Dios, es la verdadera iluminación, es una irrupción de la luz de Dios en nuestro mundo, una apertura de nuestros ojos a la verdadera luz. Queridos amigos, quisiera por último añadir todavía una anotación sobre la luz y la iluminación. En la Vigilia Pascual, la noche de la nueva creación, la Iglesia presenta el misterio de la luz con un símbolo del todo particular y muy humilde: el cirio pascual. Esta es una luz que vive en virtud del sacrificio. La luz de la vela ilumina consumiéndose a sí misma. Da luz dándose a sí misma. Así, representa de manera maravillosa el misterio pascual de Cristo que se entrega a sí mismo, y de este modo da mucha luz. Otro aspecto sobre el cual podemos reflexionar es que la luz de la vela es fuego. El fuego es una fuerza que forja el mundo, un poder que transforma. Y el fuego da calor. También en esto se hace nuevamente visible el misterio de Cristo. Cristo, la luz, es fuego, es llama que destruye el mal, transformando así al mundo y a nosotros mismos. Como reza una palabra de Jesús que nos ha llegado a través de Orígenes, «quien está cerca de mí, está cerca del fuego». Y este fuego es al mismo tiempo calor, no una luz fría, sino una luz en la que salen a nuestro encuentro el calor y la bondad de Dios. El gran himno del Exultet, que el diácono canta al comienzo de la liturgia de Pascua, nos hace notar, muy calladamente, otro detalle más. Nos recuerda que este objeto, el cirio, se debe principalmente a la labor de las abejas. Así, toda la creación entra en juego. En el cirio, la creación se convierte en portadora de luz. Pero, según los Padres, también hay una referencia implícita a la Iglesia. La cooperación de la comunidad viva de los fieles en la Iglesia es algo parecido al trabajo de las abejas. Construye la comunidad de la luz. Podemos ver así también en el cirio una referencia a nosotros y a nuestra comunión en la comunidad de la Iglesia, que existe para que la luz de Cristo pueda iluminar al mundo… __________ Homilías del domingo del bautismo de Jesús > 8 de enero de 2006 … ¿A qué decimos «no»? En la Iglesia antigua estos «no» se resumían en una palabra que para los hombres de aquel tiempo era muy comprensible:  se renuncia —así decían— a la «pompa diaboli», es decir, a la promesa de vida en abundancia, de aquella apariencia de vida que parecía venir del mundo pagano, de sus libertades, de su modo de vivir sólo según lo que agradaba. Por tanto, era un «no» a una cultura de aparente abundancia de vida, pero que en realidad era una «anticultura» de la muerte. Era el «no» a los espectáculos donde la muerte, la crueldad, la violencia se habían transformado en diversión. Pensemos en lo que se realizaba en el Coliseo o aquí, en los jardines de Nerón, donde se quemaba a los hombres como antorchas vivas. La crueldad y la violencia se habían transformado en motivo de diversión, una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la vida. Esta «pompa diaboli», esta «anticultura» de la muerte era una perversión de la alegría; era amor a la mentira, al fraude; era abuso del cuerpo como mercancía y como comercio. Y ahora, si reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es necesario decir un «no» a la cultura de la muerte, ampliamente dominante. Una «anticultura» que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la huida de lo real hacia lo ilusorio, hacia una felicidad falsa que se expresa en la mentira, en el fraude, en la injusticia, en el desprecio del otro, de la solidaridad, de la responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren; que se expresa en una sexualidad que se convierte en pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en «cosificación» —por decirlo así— del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto. A esta promesa de aparente felicidad, a esta «pompa» de una vida aparente, que en realidad sólo es instrumento de muerte, a esta «anticultura» le decimos «no», para cultivar la cultura de la vida. Por eso, el «sí» cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran «sí» a la vida. Este es nuestro «sí» a Cristo, el «sí» al vencedor de la muerte y el «sí» a la vida en el tiempo y en la eternidad… * > 7 de enero de 2007 … En un escritor eclesiástico de los siglos II y III, Tertuliano, se encuentran estas sorprendentes palabras:  «Cristo nunca está sin agua». Con estas palabras Tertuliano quería decir que Cristo nunca está sin la Iglesia. En el bautismo somos adoptados por el Padre celestial, pero en esta familia que él constituye hay también una madre, la madre Iglesia. El hombre no puede tener a Dios como Padre, decían ya los antiguos escritores cristianos, si no tiene también a la Iglesia como madre. Así de nuevo vemos cómo el cristianismo no es sólo una realidad espiritual, individual, una simple decisión subjetiva que yo tomo, sino que es algo real, algo concreto; podríamos decir, algo también material. La familia de Dios se construye en la realidad concreta de la Iglesia. La adopción como hijos de Dios, del Dios trinitario, es a la vez incorporación a la familia de la Iglesia, inserción como hermanos y hermanas en la gran familia de los cristianos. Y sólo podemos decir «Padre nuestro», dirigiéndonos a nuestro Padre celestial, si en cuanto hijos de Dios nos insertamos como hermanos y hermanas en la realidad de la Iglesia. Esta oración supone siempre el «nosotros» de la familia de Dios. Pero ahora debemos volver al evangelio, donde Juan Bautista dice:  «Yo os bautizo con agua, pero viene el que puede más que yo (…). Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego» (Lc 3, 16). Hemos visto el agua; pero ahora surge la pregunta:  ¿en qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Para ver esta realidad del fuego, presente en el bautismo juntamente con el agua, debemos observar que el bautismo de Juan era un gesto humano, un acto de penitencia; era el esfuerzo humano por dirigirse a Dios para pedirle el perdón de los pecados y la posibilidad de comenzar una nueva vida. Era sólo un deseo humano, un ir hacia Dios con las propias fuerzas. Ahora bien, esto no basta. La distancia sería demasiado grande. En Jesucristo vemos que Dios viene a nuestro encuentro. En el bautismo cristiano, instituido por Cristo, no actuamos sólo nosotros con el deseo de ser lavados, con la oración para obtener el perdón. En el bautismo actúa Dios mismo, actúa Jesús mediante el Espíritu Santo. En el bautismo cristiano está presente el fuego del Espíritu Santo. Dios actúa, no sólo nosotros. Dios está presente hoy aquí. Él asume y hace hijos suyos a vuestros niños… * > 13 de enero de 2008 … Cabamos de oír el relato del bautismo de Jesús en el Jordán. Fue un bautismo diverso del que estos niños van a recibir, pero tiene una profunda relación con él. En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra:  «bautismo», que en griego significa «inmersión». El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se «sumergió» en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida:  se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el «bautismo de conversión», que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público, como acabamos de escuchar, fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre (cf. Mt 3, 13-15). ¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba «Hijo predilecto» (Mt 3, 17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo:  venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado. ? El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y por eso mismo los padres cristianos, como hoy vosotros, tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos… * > 11 de enero de 2009 … Las palabras que el evangelista san Marcos menciona al inicio de su evangelio: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11), nos introducen en el corazón de la fiesta de hoy del Bautismo del Señor, con la que se concluye el tiempo de Navidad. El ciclo de las solemnidades navideñas nos permite meditar en el nacimiento de Jesús anunciado por los ángeles, envueltos en el esplendor luminoso de Dios. El tiempo navideño nos habla de la estrella que guía a los Magos de Oriente hasta la casa de Belén, y nos invita a mirar al cielo que se abre sobre el Jordán, mientras resuena la voz de Dios. Son signos a través de los cuales el Señor no se cansa de repetirnos: «Sí, estoy aquí. Os conozco. Os amo. Hay un camino que desde mí va hasta vosotros. Hay un camino que desde vosotros sube hacia mí». El Creador, para poder dejarse ver y tocar, asumió en Jesús las dimensiones de un niño, de un ser humano como nosotros. Al mismo tiempo, Dios, al hacerse pequeño, hizo resplandecer la luz de su grandeza, porque, precisamente abajándose hasta la impotencia inerme del amor, demuestra cuál es la verdadera grandeza, más aún, qué quiere decir ser Dios. El significado de la Navidad, y más en general el sentido del año litúrgico, es precisamente el de acercarnos a estos signos divinos, para reconocerlos presentes en los acontecimientos de todos los días, a fin de que nuestro corazón se abra al amor de Dios. Y si la Navidad y la Epifanía sirven sobre todo para hacernos capaces de ver, para abrirnos los ojos y el corazón al misterio de un Dios que viene a estar con nosotros, la fiesta del Bautismo de Jesús nos introduce, podríamos decir, en la cotidianidad de una relación personal con él. En efecto, Jesús se ha unido a nosotros, mediante la inmersión en las aguas del Jordán. El Bautismo es, por decirlo así, el puente que Jesús ha construido entre él y nosotros, el camino por el que se hace accesible a nosotros; es el arco iris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, la señal que nos indica el camino por recorrer de modo activo y gozoso para encontrarlo y sentirnos amados por él… * > 10 de enero de 2010 … El rito del Bautismo recuerda con insistencia el tema de la fe ya desde el inicio, cuando el celebrante recuerda a los padres que, al pedir el bautismo para sus hijos, asumen el compromiso de «educarlos en la fe». Esta tarea se exige de manera aún más fuerte a los padres y padrinos en la tercera parte de la celebración, que comienza dirigiéndoles estas palabras: «Tenéis la tarea de educarlos en la fe para que la vida divina que reciben como don sea preservada del pecado y crezca cada día. Por tanto, si en virtud de vuestra fe estáis dispuestos a asumir este compromiso (…), profesad vuestra fe en Jesucristo. Es la fe de la Iglesia, en la que son bautizados vuestros hijos». Estas palabras del rito sugieren que, en cierto sentido, la profesión de fe y la renuncia al pecado de padres, padrinos y madrinas representan la premisa necesaria para que la Iglesia confiera el Bautismo a sus hijos. Inmediatamente antes de derramar el agua en la cabeza del recién nacido, se alude nuevamente a la fe. El celebrante dirige una última pregunta: «¿Queréis que este niño reciba el Bautismo en la fe de la Iglesia, que todos juntos hemos profesado?». Sólo después de la respuesta afirmativa se administra el sacramento. También en los ritos explicativos —unción con el crisma, entrega del vestido blanco y de la vela encendida, gesto del «effetá»— la fe representa el tema central. «Prestad atención —dice la fórmula que acompaña la entrega de la vela— para que vuestros niños (…) vivan siempre como hijos de la luz; y, perseverando en la fe, salgan al encuentro del Señor que viene»; «Que el Señor Jesús —sigue diciendo el celebrante en el rito del «effetá»— te conceda la gracia de escuchar pronto su palabra y de profesar tu fe, para alabanza y gloria de Dios Padre». Todo concluye, después, con la bendición final, que recuerda una vez más a los padres su compromiso de ser para sus hijos «los primeros testigos de la fe». Queridos amigos, para estos niños hoy es un gran día. Con el Bautismo, al participar en la muerte y resurrección de Cristo, comienzan con él la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo. La liturgia la presenta como una experiencia de luz. De hecho, al entregar a cada uno la vela encendida en el cirio pascual, la Iglesia afirma: «Recibid la luz de Cristo». El Bautismo ilumina con la luz de Cristo, abre los ojos a su resplandor e introduce en el misterio de Dios a través de la luz divina de la fe. En esta luz los niños que van a ser bautizados tendrán que caminar durante toda la vida… * > 9 de enero de 2011 … Al recibir el Bautismo, estos niños obtienen como don un sello espiritual indeleble, el «carácter», que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y los convierte en miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Mientras entran a formar parte del pueblo de Dios, para estos niños comienza hoy un camino que debería ser un camino de santidad y de configuración con Jesús, una realidad que se deposita en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que es preciso ayudar a crecer. Por esto, al comprender la grandeza de este don, desde los primeros siglos se ha tenido la solicitud de dar el Bautismo a los niños recién nacidos. Ciertamente, luego será necesaria una adhesión libre y consciente a esta vida de fe y de amor, y por esto es preciso que, tras el Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a fin de que crezca en ellos este germen de la fe que hoy reciben y puedan alcanzar la plena madurez cristiana. La Iglesia, que los acoge entre sus hijos, debe hacerse cargo, juntamente con los padres y los padrinos, de acompañarlos en este camino de crecimiento. La colaboración entre la comunidad cristiana y la familia es más necesaria que nunca en el contexto social actual, en el que la institución familiar se ve amenazada desde varias partes y debe afrontar no pocas dificultades en su misión de educar en la fe. La pérdida de referencias culturales estables y la rápida transformación a la cual está continuamente sometida la sociedad, hacen que el compromiso educativo sea realmente arduo. Por eso, es necesario que las parroquias se esfuercen cada vez más por sostener a las familias, pequeñas iglesias domésticas, en su tarea de transmisión de la fe… * > 8 de enero de 2012 En la primera lectura que hemos escuchado, tomada del libro del profeta Isaías, Dios se dirige a su pueblo precisamente como un educador. Advierte a los israelitas del peligro de buscar calmar su sed y su hambre en las fuentes equivocadas: «¿Por qué —dice— gastar dinero en lo que no alimenta, y el salario en lo que no da hartura?» (Is 55, 2). Dios quiere darnos cosas buenas para beber y comer, cosas que nos beneficien; mientras que a veces nosotros usamos mal nuestros recursos, los usamos para cosas que no sirven o que, incluso, son nocivas. Dios quiere darnos sobre todo a sí mismo y su Palabra: sabe que, alejándonos de él, muy pronto nos encontraremos en dificultades, como el hijo pródigo de la parábola, y sobre todo perderemos nuestra dignidad humana. Y por esto nos asegura que él es misericordia infinita, que sus pensamientos y sus caminos no son como los nuestros —¡para suerte nuestra!— y que siempre podemos volver a él, a la casa del Padre. Nos asegura, además, que si acogemos su Palabra, esta traerá buenos frutos a nuestra vida, como la lluvia que riega la tierra (cf. Is 55, 10-11). A esta palabra que el Señor nos ha dirigido mediante el profeta Isaías, hemos respondido con el estribillo del Salmo: «Sacaremos agua con gozo de las fuentes de la salvación». Como personas adultas, nos hemos comprometido a acudir a las fuentes buenas, por nuestro bien y el de aquellos que han sido confiados a nuestra responsabilidad, en especial vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, por el bien de estos niños. ¿Y cuáles son «las fuentes de la salvación»? Son la Palabra de Dios y los sacramentos. Los adultos son los primeros que deben alimentarse de estas fuentes, para poder guiar a los más jóvenes en su crecimiento. Los padres deben dar mucho, pero para poder dar necesitan a su vez recibir; de lo contrario, se vacían, se secan. Los padres no son la fuente, como tampoco nosotros los sacerdotes somos la fuente: somos más bien como canales, a través de los cuales debe pasar la savia vital del amor de Dios. Si nos separamos de la fuente, seremos los primeros en resentirnos negativamente y ya no seremos capaces de educar a otros. Por esto nos hemos comprometido diciendo: «Sacaremos agua con gozo de las fuentes de la salvación»… * > 13 de enero de 2013 … Queridos padres: al pedir el Bautismo para vuestros hijos manifestáis y testimoniáis vuestra fe, la alegría de ser cristianos y de pertenecer a la Iglesia. Es la alegría que brota de la conciencia de haber recibido un gran don de Dios, precisamente la fe, un don que ninguno de nosotros ha podido merecer, pero que nos ha sido dado gratuitamente y al que hemos respondido con nuestro «sí». Es la alegría de reconocernos hijos de Dios, de descubrirnos confiados a sus manos, de sentirnos acogidos en un abrazo de amor, igual que una mamá sostiene y abraza a su niño. Esta alegría, que orienta el camino de cada cristiano, se funda en una relación personal con Jesús, una relación que orienta toda la existencia humana. Es Él, en efecto, el sentido de nuestra vida, Aquél en quien vale la pena tener fija la mirada para ser iluminados por su Verdad y poder vivir en plenitud. El camino de la fe que hoy empieza para estos niños se funda por ello en una certeza, en la experiencia de que no hay nada más grande que conocer a Cristo y comunicar a los demás la amistad con Él; sólo en esta amistad se entreabren realmente las grandes potencialidades de la condición humana y podemos experimentar lo que es bello y lo que libera. Quien ha tenido esta experiencia no está dispuesto a renunciar a su fe por nada del mundo. A vosotros, queridos padrinos y madrinas, la importante tarea de sostener y ayudar en la obra educativa de los padres, estando a su lado en la transmisión de las verdades de la fe y en el testimonio de los valores del Evangelio, en hacer crecer a estos niños en una amistad cada vez más profunda con el Señor. Sabed siempre ofrecerles vuestro buen ejemplo a través del ejercicio de las virtudes cristianas. No es fácil manifestar abiertamente y sin componendas aquello en lo que se cree, especialmente en el contexto en que vivimos, frente a una sociedad que considera a menudo pasados de moda y extemporáneos a quienes viven de la fe en Jesús. En la onda de esta mentalidad puede haber también entre los cristianos el riesgo de entender la relación con Jesús como limitante, como algo que mortifica la propia realización personal; «Dios es considerado una y otra vez como el límite de nuestra libertad, un límite que se ha de abatir para que el hombre pueda ser totalmente él mismo» (La infancia de Jesús, 92). ¡Pero no es así! Esta visión muestra no haber entendido nada de la relación con Dios, porque a medida que se procede en el camino de la fe se comprende cómo Jesús ejerce sobre nosotros la acción liberadora del amor de Dios, que nos hace salir de nuestro egoísmo, de estar replegados sobre nosotros mismos, para conducirnos a una vida plena, en comunión con Dios y abierta a los demás. “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn 4, 16). Estas palabras de la Primera Carta de Juan expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino. __________ Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.

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