[El siguiente texto es el discurso que pronunció Sandro Magister en la conferencia celebrada el sábado 27 y el domingo 28 de noviembre de 2021 en Anagni, en la Sala della Ragione, por iniciativa de la Fondazione Magna Carta, sobre el tema: «Iglesia y siglo después de la pandemia»].
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LA IGLESIA EN EL MUNDO O EN EL EREMITORIO
por Sandro Magister
Anagni, 27 de noviembre de 2021
Entre la Iglesia y el siglo, después de la pandemia, es este último el que gana, como dice la propia palabra «secularización», que avanza inexorable, con las iglesias cada vez más vacías. Pero la ola viene de lejos, al menos desde los años del Concilio Vaticano II, de la mano del eclipse, en todo Occidente, del paradigma conservador.
La cultura conservadora defiende la primacía de los deberes sobre los derechos, la prevalencia de las lógicas supraindividuales: la nación, la familia, la tradición, la religión, a las que el individuo debe adaptarse y, quizás, sacrificarse. Era inevitable que el eclipse de tal cultura arrollara también a la Iglesia, como estructura jerárquica, hecha de preceptos y ritos identitarios, forjada como un «catolicismo romano» compacto por los Concilios de Trento y Vaticano I. Ya en 1840, Alexis de Tocqueville vio en el crecimiento de la democracia en América un impacto en las religiones preceptuales y rituales, que se vieron reducidas a «un grupo de fervientes fanáticos en medio de una multitud de incrédulos».
En esta profecía de Tocqueville nos parece ver un atisbo de la «Opción benedictina» que se ha propuesto recientemente a los cristianos para contrarrestar el espíritu de los tiempos, haciendo resurgir el paradigma conservador en formas nuevas y alternativas. Pero la pandemia también ha desmenuzado la compactibilidad de este catolicismo resistente y militante, donde hay una guerra sin cuartel entre los que están en contra de la vacuna y los que están a favor de ella, y la división no es por un medicamento sino que atañe a temas capitales.
Sin embargo, para comprender mejor lo que ocurre hoy, partamos de los años del Vaticano II, a raíz de la reinterpretación del historiador Roberto Pertici.
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El Concilio tuvo lugar en un momento en el que el nuevo individualismo, sobre todo de las mujeres y los jóvenes, arrasaba con la Iglesia y la desarticulaba incluso en su interior. Pablo VI no quiso escribir más encíclicas después de que la «Humanae Vitae» fuera cuestionada como retrógrada por episcopados enteros. No es casualidad que, a partir de entonces, la agenda de la Iglesia se viera obligada a abordar las cuestiones impuestas por la nueva cultura y la nueva antropología: la anticoncepción, el divorcio, el aborto, la eutanasia, la condición homosexual, la mujer y la cuestión feminista, la naturaleza del sacerdocio y el celibato eclesiástico.
Los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI se propusieron salvar los mejores frutos no solo del Vaticano II, sino también de la Ilustración, frente a la deriva cada vez más individualista, relativista y, en última instancia, nihilista de la nueva cultura. Había algo «kantiano», además de genuinamente cristiano, en el carácter absoluto de los principios morales y la centralidad de la razón que predicaba Joseph Ratzinger.
Basta con citar algunas líneas de este discurso que pronunció el 1 de abril de 2005 en Subiaco, en el monasterio de San Benito, unos días antes de ser elegido papa:
«El cristianismo […] siempre ha definido a los hombres, a todos los hombres sin distinción, como criaturas de Dios e imagen de Dios, proclamando en principio, aunque dentro de los límites ineludibles del orden social, la misma dignidad. […] En este sentido, la Ilustración es de origen cristiano y nació no por casualidad precisamente y exclusivamente en el seno de la fe cristiana, donde el cristianismo, en contra de su naturaleza, se había convertido desgraciadamente en tradición y en religión de Estado. […] La Ilustración tiene el mérito de haber vuelto a proponer estos valores originales del cristianismo y de haber devuelto a la razón su propia voz. El Concilio Vaticano II, en su constitución de la Iglesia en el mundo contemporáneo, volvió a poner de relieve la correspondencia entre el cristianismo y la Ilustración, tratando de lograr una verdadera reconciliación entre la Iglesia y la modernidad».
Así como el párrafo final de su memorable discurso del 12 de septiembre de 2008 en el Collège des Bernardins de París:
“Nuestra situación actual, bajo muchos aspectos, es distinta de la que Pablo encontró en Atenas, pero, pese a la diferencia, sin embargo, en muchas cosas es también bastante análoga. Nuestras ciudades ya no están llenas de altares e imágenes de múltiples divinidades. Para muchos, Dios se ha convertido realmente en el gran Desconocido. Pero como entonces tras las numerosas imágenes de los dioses estaba escondida y presente la pregunta acerca del Dios desconocido, también hoy la actual ausencia de Dios está tácitamente inquieta por la pregunta sobre Él. ‘Quaerere Deum’ —buscar a Dios y dejarse encontrar por Él: esto hoy no es menos necesario que en tiempos pasados. Una cultura meramente positivista que circunscribiera al campo subjetivo como no científica la pregunta sobre Dios, sería la capitulación de la razón, la renuncia a sus posibilidades más elevadas y consiguientemente una ruina del humanismo, cuyas consecuencias no podrían ser más graves. Lo que es la base de la cultura de Europa, la búsqueda de Dios y la disponibilidad para escucharle, sigue siendo aún hoy el fundamento de toda verdadera cultura”.
Sin embargo, con el papa Francisco todo esto se ha dejado de lado; de hecho, él apoya el desmantelamiento del «catolicismo romano» -percibido efectivamente como un cuerpo extraño por la cultura dominante- en nombre de una nueva forma de Iglesia vagamente «sinodal». «Hermanos todos» es la bandera de este pontificado, su prioridad, pero sin Dios, como comentaba un valioso filósofo como Salvatore Natoli, no creyente pero muy atento al fenómeno religioso, cuando salió la encíclica que lleva este nombre. Una hermandad en la que el hombre Jesús simplemente «mostró a los hombres que solo en su entrega recíproca tienen la posibilidad de convertirse en ‘dioses’, a la manera de Spinoza: ‘homo homini deus'». No es de extrañar que en el solemne llamamiento firmado el pasado 4 de octubre por el papa Francisco junto al patriarca ecuménico de Constantinopla Bartolomé I, el patriarca de Moscú Kirill, el gran imán de Al-Azhar Ahmad Al-Tayyeb y otros líderes religiosos en vísperas de la conferencia de Glasgow sobre el cambio climático, en sus cinco páginas y 2350 palabras no aparezca ni una sola vez la palabra «Dios». Tampoco las palabras «creador», «creado», «criatura». La naturaleza se define como «una fuerza vital».
Con el papa Francisco, la Iglesia ha vuelto a apoyar los «excesos» de la posmodernidad, insistiendo en cuestiones políticas como la ecología, las migraciones, la nueva pobreza, que la posmodernidad delega de buen grado en la Iglesia, a la que percibe como una agencia ética entre otras.
Pero una deriva sorprendente es también la que caracteriza a algunos sectores del catolicismo intransigente actual que, en nombre de la libertad, cuestionan las exigencias de vacunación impuestas, en su opinión, por una dictadura biotecnocrática planetaria. Pero no ven que en realidad se entregan en cuerpo y alma -como denunció agudamente el profesor Pietro De Marco– a «un amable dictador libertario» que «concede, incluso legitima, todas las libertades privadas» y disuelve así, no solo la concepción cristiana de la política y del Estado, sino la idea de nacimiento, de nacer, de engendrar, de morir, del libre albedrío; en una palabra, la idea misma de hombre, muy alejada de la de la Biblia, magistralmente puesta de relieve por el que quizá sea el más bello documento elaborado por la Santa Sede en los últimos años, firmado por la Pontificia Comisión Bíblica y titulado «¿Qué es el hombre? » .
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De todo esto se desprende que el reto al que se enfrentan los cristianos hoy no es nimio, sino transcendental. Es un reto similar al de los cristianos de los primeros siglos, ya entonces una pequeña minoría en un contexto cultural y socialmente ajeno, cuando no hostil.
Las tentaciones de entonces también eran similares a las de ahora. La primera fue asimilarse a los modelos culturales dominantes. La segunda, cerrarse al mundo exterior, en una especie atrincheramiento. La tercera, escapar, ya sea colectivamente a una nueva patria, una «tierra prometida», o individualmente en una especie de «huída al desierto».
Pero los cristianos de los primeros siglos no sucumbieron a ninguna de estas tres tentaciones, salvo alguna cesión o atrincheramiento de vez en cuando, cuestionados y derrotados dentro de la propia Iglesia. De hecho, había una cuarta forma en la que un grupo minoritario podía relacionarse con el mundo que lo rodeaba y asediaba, y era establecer una relación muy crítica con él y ejercer una influencia cultural en la sociedad, que a la larga podía socavar el orden general.
Y esto es precisamente lo que el cristianismo fue capaz de conseguir en el transcurso de unos pocos siglos, tal y como destaca un experto en patrística como Leonardo Lugaresi. Esos cristianos dieron lugar a un verdadero cambio de paradigmas culturales -concepción del mundo, modelos de comportamiento, formas de expresión-, adquiriendo una posición cada vez menos marginal en el espacio público y teniendo un impacto cada vez mayor en él.
El cristianismo pasó, en el mundo antiguo, del estigma de la «exitiabilis superstitio», de la superstición mortal rechazada por todos, al reconocimiento de su plena plausibilidad como fundamento religioso y cultural del imperio refundado por Constantino, sin necesidad de que los cristianos se convirtieran entretanto en la mayoría, o incluso en una minoría conspicua de la población. Se calcula que en la época de Constantino los cristianos no representaban más que el 15% de los ciudadanos del imperio.
¿Y hoy? En su novela de 1998 «Las partículas elementales», Michel Houellebecq identifica lo que llama «mutaciones metafísicas» en la historia de la humanidad; es decir, transformaciones radicales de las visiones colectivas del mundo. Considera que la primera es la imposición del cristianismo en un imperio romano que estaba en la cúspide de su poder. La segunda, la disolución del régimen medieval de la cristiandad, que había alcanzado su apogeo, con la dominación progresiva, hasta nuestros días, de la cultura materialista con su revolución sexual.
Los defensores de la hipermodernidad están convencidos de que tienen el mundo en sus manos. Sin embargo, tal vez sean como los paganos del imperio tardío o los filósofos escolásticos de la primera época moderna, incapaces de ver que un cambio de paradigma, una nueva «mutación metafísica», una vacuna decisiva, puede llegar hoy, como lo hizo entonces.
Pertici, en su comentario sobre Houellebecq, escribe que no se puede dar por sentado que la progresión unidireccional de la historia sea inexorable, como piensan los progresistas, incluidos los católicos, ni que la época que comenzó con la «mutación metafísica» que condujo a la actual descristianización sea para siempre. El pleno despliegue de la cultura dominante actual puede conducir a una nueva ruptura.
De ahí la importancia de mantener intacta la herencia cristiana, para poder proponerla de nuevo, de forma crítica, en el imperio moderno, y regenerarla. Según la escuela de los primeros cristianos y de los Padres de la Iglesia.
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En la anterior conferencia de la Fundación Magna Carta en 2019, Sandro Magister dio una extensa charla sobre la visión política del papa Francisco, publicada después en Settimo Cielo: