Ahora lo sabemos. Lo que abrió el camino a los contactos entre la Santa Sede y las autoridades de Pekín fue, en el lejano 1986, una visita de Estado de Italia a China comunista, cuando el jefe de gobierno en Roma era el socialista Bettino Craxi y el ministro de Asuntos Exteriores era el democristiano Giulio Andreotti.
Es lo que ha revelado Gennaro Acquaviva, en esa época jefe de la secretaría de Craxi y su primer consejero para los asuntos eclesiásticos, en un artículo publicado en el último número de la revista «Mondoperaio«.
Dos años antes, en 1984, Acquaviva, quien era católico, había estado entre los enhebradores del nuevo concordato entre la Santa Sede e Italia.
No sorprende, entonces, que desde el Vaticano – en la persona del entonces secretario para las relaciones con los Estados, el cardenal Achille Silvestrini, cardenal desde 1988 – pidieran precisamente a Acquaviva que hiciera que Craxi y Andreotti se constituyeran en embajadores, en Pekín, por el pedido de la Santa Sede de entrar en contacto con las autoridades chinas.
Todo debía transcurrir por un camino muy reservado. Y así fue. La embajada llegó a buen fin y ya “pocos días después” se llevó a cabo el primer encuentro secreto entre representantes del Vaticano y de China, en la nunciatura de la Santa Sede en Italia.
En la foto de arriba, el encuentro oficial en Pekín entre el jefe del gobierno italiano Craxi y el entonces «dominus» de la China post-maoísta, Deng Xiaoping.
Mientras aquí a continuación se reproduce en sus pasajes salientes el recordatorio de Acquaviva publicado en «Mondoperaio», el cual es de gran interés también por el relato de una visita suya y de Andreotti, autorizada y muy controlada, a la catedral de Shanghai y a su obispo «oficial» designado por el gobierno, de quien Acquaviva escribe no haber anotado el nombre, pero que resulta ser el jesuita Aloysius Jin Luxian, reconciliado con Roma en el 2005 y fallecido en el 2013.
Acquaviva señala en ese obispo, «oficial» pero también «romano», el símbolo del acuerdo que está hoy en proceso de rubricación entre el Vaticano y Pekín, referido precisamente al nombramiento de los futuros obispos chinos, cuya primera elección corresponderá a las autoridades comunistas.
Se puede entender esta simpatía de Acquaviva por ese acuerdo, si justamente se tiene en cuenta su experimentada actitud «acuerdista», como también su fervoroso aprecio de la política vaticana de los años ‘60 y ’70 respecto a los regímenes comunistas, bajo el impulso de Agostino Casaroli.
Pero al mismo tiempo Acquaviva reconoce que esos contactos entre la Santa Sede y Pekín, inaugurados también gracias a él, durante décadas no produjeron prácticamente ningún resultado, si es verdad que sólo hoy se comienza a entrever un primer y mínimo intento de acuerdo, ya considerado una “traición” por un observador y protagonista de relieve como el cardenal Giuseppe Zen Zekiun, obispo emérito de Hong Kong.
Una última anotación – antes de dar lugar al recordatorio – respecto al ministro de Asuntos Exteriores, Giulio Andreotti.
Experto de primerísimo nivel en cuestiones vaticanas, Andreotti fue también director, desde 1993 al 2012, del mensuario multilingüe «30 Giorni». Desde hace seis años se dejó de publicar, pero entre los redactores había periodistas – como Andrea Tornielli, Gianni Valente, Stefania Falasca – amigos de Jorge Mario Bergoglio ya desde antes que fuese elegido Papa y hoy entusiastas partidarios de sus decisiones, incluida la política de «apaciguamiento» con China.
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CRAXI Y ANDREOTTI, EMBAJADORES DEL VATICANO EN CHINA
por Gennaro Acquaviva
La reciente decisión del papa Francisco de constituir una tercera sección en la Secretaría de Estado destinada a tratar las cuestiones que se refieren específicamente a las personas que trabajan en el servicio diplomático de la Santa Sede […] ha sido ampliada en exceso, hasta llegar a ser casi simbólica, a partir de la dura polémica surgida públicamente inmediatamente después de la toma de posición del anciano y emérito cardenal de Hong Kong, Joseph Zen, quien ha juzgado los actos llevados a cabo o preanunciados por la Secretaría de Estado en el nombramiento de algunos obispos en China comunista como un grave retroceso respecto a la misma “corrección canónica”. Una acusación pública y explícita que ante todo estaba dirigida a ese sujeto de la curia vaticana, precisamente la Secretaría de Estado, recientemente ampliada en sus funciones y también en su peso por una decisión del Papa.
El cardenal Zen habló con los periodistas utilizando sobre el tema un lenguaje en absoluto curial, y denunciando con fuerza una especie de “traición” perpetrado por los empleados de la Secretaría de Estado respecto a esto que hasta ahora sigue siendo un punto doloroso y decisivo de la política vaticana: el vinculado al permanecer y perpetuarse, desde décadas y desde los comienzos de los años ’50, de una acción que ha visto enfrentados al Vaticano y al gobierno chino a causa de la libertad de testimonio de los católicos, como también en la gestión de la Iglesia Católica en ese continente, después del advenimiento del régimen comunista.
Como muchos recordarán, se trató desde el comienzo de una cuestión de muy difícil composición, complicada posteriormente por la división geopolítica: la de permanecer hasta hoy en su aspecto crítico, sobre todo en orden al rol y a las funciones del Papa de Roma en el nombramiento de los obispos chinos, en especial respecto al testimonio apostólico, libre, aceptado y “legítimo” de éstos últimos, en la República Popular China.
Es a propósito de este argumento, espinoso y de dificilísima solución, que me permito proponer un recuerdo personal que remite a los tiempos lejanos del gobierno Craxi (1983-1987), referido a una acción suya hasta hoy absolutamente desconocida y que en ese momento se realizó justamente a propósito de este argumento. […]
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Lo ocurrido tuvo como escenario una visita de Estado – la primera en la historia de la República italiana – de nuestro gobierno al gobierno chino, en ese entonces dominado por Deng Xiaoping, que tuvo lugar en los últimos días de octubre de 1986. […]
En ese octubre de 1986 la Secretaría de Estado vaticana, en la persona del entonces monseñor Achille Silvestrini, me contrató para pedirnos que insertáramos, aunque reservadamente, en las conversaciones de la cumbre con los chinos la expresión de una fuerte exigencia italiana, para que la posibilidad de confrontación entre el Vaticano y el gobierno de la República China, en referencia a la condición de ilegalidad a la que estaban sometidos los católicos chinos y sus pastores “en comunión con el Papa”, pudiera ser finalmente encaminada y permitir la solución de un problema considerado muy grave.
Silvestrini me insistió en el deseo vaticano que esto pudiera acontecer rápidamente, a pesar de la nueva política de apertura inaugurada por el gobierno de los sucesores de Mao, ahora bajo la jefatura de Deng; y me rogó encarecidamente que acompañara al presidente Craxi, para que su deseo fuese escuchado en las conversaciones cumbre en Pekín, en todas las formas posibles, pero con mucha determinación.
Fue lo que ocurrió, también por mérito de la decidida adhesión de Craxi. Y al término de los encuentros oficiales el gobierno chino nos comunicó (especificando que la respuesta estaba reservada al presidente del Consejo italiano y a su ministro de Asuntos Exteriores) que estábamos autorizados a informar a la Santa Sede que las requeridas conversaciones bilaterales se llevarían a cabo lo más pronto posible, a través de la sede diplomática de la República china en Roma, cosa que efectivamente ocurrió poco días después, utilizando para las conversaciones la sede de la nunciatura vaticana en la República italiana.
Me gustaría volver a decir que estoy proponiendo el recuerdo de un episodio acontecido precisamente hace 32 años. Qué sucedió en todos estos años en las relaciones entre los dos “contendientes” es difícil conocerlo y comprenderlo, aunque la decisión que hoy el cardenal Zen atribuye a lo que él mismo llama “traición” del Vaticano parecería indicar que prácticamente nada nuevo y sobre todo constructivo ha acontecido en este largo período. […]
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[Pero hubo] otro episodio, al final de ese viaje a China, que fue útil también para favorecer las primeras conversaciones entre las partes.
Al dejar Pekín luego de los encuentros oficiales, la delegación italiana hizo escala en Shanghai. […]. El segundo de esos dos días en los que hicimos un alto en Shanghai era el 2 de noviembre; la noche anterior, antes de ir a dormir, al saludarme Andreotti me propuso ir con él a la mañana siguiente, temprano, a la Misa que se celebraría en la basílica primada de la diócesis católica de Shanghai. Entonces fuimos juntos para participar en la Misa “por los difuntos”, celebrada en el interior de una gran iglesia que nos dijeron había sido construida en los años ’20 y que hacía poco tiempo había vuelto a ser consagrada y abierta al culto.
El informadísimo Andreotti, al entrar en la basílica, me susurró a su manera: «Recién han puesto nuevamente en funciones a la basílica, porque había sido convertida en una fábrica de tractores durante la revolución de los Guardias Rojos». Nos hicieron entrar por un ingreso lateral y nos encontramos de repente en una nave inmensa: un ambiente lleno de muchísimos chinos que estaban en silencio, pobremente vestidos con su uniforme gris-verde, como muchos que habíamos encontrado a lo largo de todo el viaje; la mayoría de ellos rezaban arrodillados. Nos condujeron a un banco frente al altar e inmediatamente ingresó el celebrante, acompañado por una multitud de monaguillos. Las vestimentas eran rigurosamente negras y a la entrada toda la iglesia entonó, acompañada por un órgano, un canto de entrada en latín y en gregoriano que me remitió inmediatamente a casa. La Misa fue celebrada rigurosamente en latín, con toda la multitud de fieles que respondía y cantaba en esa lengua que, yo pensaba entonces, para ellos debía ser particularmente identificatoria: la “lengua de Roma”.
Al finalizar la Misa nos acompañaron a la sacristía. Estuvimos rodeados por intérpretes y acompañantes: muchos, no hay duda, eran “soplones”. Estaba Andreotti, naturalmente, acompañado por su esposa; también había venido el embajador de Italia. Ingresamos en una sacristía antigua, que olía a tela usada, pero que estaba muy limpia. Inmediatamente se adelantó y se sentó en la cabecera de la mesa un chino bien vestido como sacerdote y con el solideo de obispo. Miró a Andreotti a la cara y silabeó en un italiano clarísimo, aunque forzado: “soy monseñor…” y dijo su nombre, que lamentablemente no anoté y que hoy no recuerdo. Luego agregó, siempre en italiano: “Soy un jesuita”. Se detuvo un momento y después prosiguió hablando en chino, mientras el traductor nos repetía sus palabras. Nos contó que había sido ordenado sacerdote antes del final de la guerra, y que inmediatamente después sus superiores lo habían mandado a Roma, para asistir a la Universidad Gregoriana, en la que obtuvo la licenciatura en 1949. Mencionó el seminario romano y comenzó a enumerar los nombres de algunos de sus profesores de ese tiempo lejano. Fue en ese momento que Andreotti, quien había permanecido impactado y silencioso como todos nosotros al oír las palabras en italiano pronunciadas por el obispo jesuita, comenzó a dialogar tranquilamente con él, recordando episodios de esos antiguos profesores que naturalmente también él había conocido en ese tiempo lejano. Intercambiaron entre ellos algunas frases genéricas sobre esos recuerdos comunes, y luego el obispo se levantó, nos estrechó la mano y salió silenciosamente, tal como había entrado.
Éste era el obispo católico de Shanghai, obviamente excomulgado automáticamente porque fue elegido y nombrado por la “Iglesia Patriótica”, por ese motivo “no en comunión” con el papa de Roma, pero en su cargo como pastor de su grey fiel a Jesucristo y a su Iglesia, en ese lejano noviembre de 1986. Este sacerdote jesuita, que había estudiado en la Gregoriana y que no se avergonzaba de haber sido nombrado en ese rol en cuanto miembro de la Iglesia fiel a la China comunista, no tuvo miedo esa mañana de dirigirse a los representantes de una nación capitalista aliada a Estados Unidos y estrechamente emparentada con la Iglesia de Roma sin esconder su fidelidad al Evangelio y, en consecuencia, también al Papa, pero también a su gente, al pueblo católico de su nación, también “comunista”. Pienso que este lejano episodio puede explicar muy bien la decisión actual, misionera y evangélica, pero también lúcidamente valiente y universal, del papa Francisco.