| 15 septiembre, 2014
ROMA, 15 de septiembre de 2014 – Que la figura de «Papa emérito» sea una novedad sin precedentes en la historia de la Iglesia, «instituida» por el propio Benedicto XVI con su acto de renuncia, lo ha reconocido el mismo Papa Francisco en la rueda de prensa del avión que lo llevaba de vuelta de Corea a Roma, el pasado 18 de agosto. Esto no quita que desde el punto de vista jurídico y doctrinal no esté asegurado en absoluto que dicha nueva figura surgida en la jerarquía católica tenga un fundamento real. «Los siglos dirán si es así o no. Veremos», ha dicho con prudencia Francisco, si bien personalmente está entusiasmado con la innovación. De hecho, entre los teólogos y canonistas los juicios siguen siendo muy discordantes. Después de dos días del anuncio de la abdicación, Manuel Jesús Arroba, docente de derecho canónico de la Pontificia Universidad Lateranense puso en guardia sobre el uso de este apelativo: «Jurídicamente, Papa sólo hay uno. Un ‘Papa emérito’ no puede existir». Pero es sobre todo una primera figura del derecho canónico como el jesuita Gianfranco Ghirlanda, antes rector de la Pontificia Universidad Gregoriana, quien confuta la validez de la figura del «Papa emérito» en un largo ensayo, lleno de argumentaciones, publicado el 2 de marzo de 2013 en «La Civiltà Cattolica» y, por consiguiente, – como sucede con lo que atañe a todos los artículos de esta revista – impreso con el control y la autorización previos de la secretaría de Estado vaticana: > Cessazione dall’ufficio di Romano Pontefice Al final de su ensayo el padre Ghirlanda sacaba esta conclusión: “Ha sido necesario detenerse largamente sobre la cuestión de la relación entre la aceptación de la legítima elección y la consagración episcopal; es decir, sobre el origen de la potestad del romano pontífice para comprender concretamente, con más profundidad, que quien cesa en el ministerio pontificio no por deceso, aunque sigue siendo evidentemente obispo, ya no es Papa, en tanto en cuanto pierde toda la potestad primacial al no provenir ésta de la consagración episcopal, sino directamente de Cristo por medio de la aceptación de la legítima elección”. Y, por lo tanto, excluía que el dimisionario pudiera seguir adornándose con el nombre de «Papa», aunque «emérito»: “Es evidente que el Papa que ha dimitido ya no es Papa, por lo que no tiene ninguna potestad en la Iglesia y no puede entrometerse en ningún asunto de gobierno. Podemos preguntarnos qué título conservará Benedicto XVI. Pensamos que debería atribuírsele el título de obispo emérito de Roma, como a cualquier otro obispo diocesano que cesa”. Sin embargo, posteriormente fue el propio Ratzinger quien se atribuyó el calificativo de «Papa emérito» y a llevar, en cierto sentido, su señal distintiva al seguir vistiendo el hábito blanco. Anticipó enigmáticamente el sentido de esta decisión suya en la última de sus audiencias generales como Papa, el 27 de febrero de 2013, vigilia de su efectiva abdicación: «Quien asume el ministerio petrino ya no tiene ninguna dimensión privada. […] Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recepciones, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que permanezco de manera nueva junto al Señor Crucificado. Ya no tengo la potestad del oficio para el gobierno de la Iglesia, pero en el servicio de la oración permanezco, por así decirlo, en el recinto de San Pedro». Hay quien recuerda que Pío XII, cuando preparó la carta de dimisión que tendría que ser efectiva si los alemanes le arrestaban, decía a sus más estrechos colaboradores: «Cuando los alemanes crucen esa línea, ya no encontrarán al Papa sino al cardenal Pacelli». Pero para Benedicto XVI no ha sido así. Renunciando, no pensaba en absoluto poder volver a ser «el cardenal Ratzinger». Era y sigue siendo su firme convicción que de su elección como Papa hay algo que permanece «para siempre». Y es esto lo que algunos estudiosos han intentado individuar y justificar. Como el profesor Valerio Gigliotti, docente de historia de derecho europeo en la universidad de Turín, en el volumen «La tiara deposta» sobre el que www.chiesa informó el pasado mes de abril: > El tercer cuerpo del Papa O como don Stefano Violi, profesor de derecho canónico en la facultad teológica de Emilia Romaña, en un ensayo publicado en la «Rivista teologica di Lugano” titulado: «La rinuncia di Benedetto XVI tra diritto, storia e coscienza». Según Violi, al abdicar, Benedicto XVI ha dejado efectivamente el ejercicio activo del ministerio petrino, pero no el oficio, el «munus» del papado, irrenunciable precisamente porque le fue confiado para siempre con la elección como obispo de Roma y sucesor de Pedro. Quien conoce al Ratzinger teólogo sabe que él no suscribiría jamás un desdoblamiento tal del oficio papal, que a su juicio puede sólo aceptarse o rechazarse en bloque. Sin embargo, nunca ha dicho nada para aclarar en qué ve que consiste, entonces, su ser «Papa emérito» también después de la abdicación. El adjetivo «emérito», tomado prestado de los obispos dimisionarios, no ayuda a entender. Un obispo seguirá siendo obispo siempre, en fuerza del carácter indeleble del sacramento del orden, aunque ya no gobierne ninguna diócesis. Y también un sucesor de Pedro sigue siendo obispo para siempre, también después de su dimisión. Pero, ¿cómo puede seguir siendo «Papa» después de renunciar a todo, no sólo a una parte, de lo que constituye lo específicamente petrino? Este silencio de Ratzinger deja libre espacio no sólo a conjeturas de doctrina que él, ciertamente, no comparte – como la invención de un «carácter» indeleble impreso por la elección como Papa – sino también a la desorientación de no pocos fieles, que sienten la tentación de considerar que en la Iglesia católica puede haber dos Papas – tal vez de grado distinto, pero siempre más de uno – y así tomar partido por el uno o por el otro. La reflexión que sigue centra el meollo de la cuestión y resalta la seriedad de la puesta en juego desde el punto de vista histórico, canónico y doctrinal. Roberto de Mattei, de 66 años, cinco hijos, es profesor de historia del cristianismo en la Universidad Europea de Roma. Dirige la revista «Radici Cristiane» y la agencia de información «Corrispondenza Romana». Ha sido vicepresidente del Consejo Nacional de Investigación de 2003 a 2011. Es autor del volumen «Il Concilio Vaticano II. Una storia mai scritta», ya traducido al inglés, francés, alemán y polaco. __________ EL PAPA ES UNO Y SÓLO UNO de Roberto de Mattei Entre las múltiples y versátiles declaraciones del Papa Francisco de los últimos tiempos hay una que merece ser valorada en todo su alcance. En la rueda de prensa del 18 de agosto de 2014 a bordo del avión que lo llevaba de vuelta a Italia tras su viaje a Corea, el Papa afirmó, entre otras cosas: «Pienso que el Papa emérito no es una excepción, sino que, después de tantos siglos, es el primer emérito. […] Hace 70 años los obispos eméritos eran una excepción, no había. Hoy los obispos eméritos son una institución. Creo que ‘Papa emérito’ es ya una institución. ¿Por qué? Porque nuestra vida se alarga y a una cierta edad no tenemos capacidad para gobernar bien, porque el cuerpo se cansa; la salud puede ser buena, pero no se tienen fuerzas para atender todos los problemas de un gobierno como el de la Iglesia. Y creo que el Papa Benedicto XVI hizo un gesto que de hecho instituye los Papas eméritos. Repito: quizás algún teólogo me diga que no es exacto, pero yo lo veo así. Los siglos dirán si es o no así, veremos. Usted podría decirme: ‘¿Y si usted no se viera capaz, en un momento dado, de continuar?’. Haría lo mismo, haría lo mismo. Rezaría mucho, pero haría lo mismo. Se ha abierto una puerta que es institucional, no excepcional». La institucionalización de la figura del Papa emérito parecería, por consiguiente, un hecho adquirido. Algunos escritores católicos como Antonio Socci, Vittorio Messori y don Ariel Levi di Gualdo han evidenciado el problema que plantea esta inédita situación, que parece acreditar la existencia de una «diarquía» pontificia. Un corte revolucionario con la tradición teológica y jurídica de la Iglesia actuado, paradójica y precisamente por el Papa de la «hermenéutica de la reforma en la continuidad». No es casualidad que la «escuela de Bolonia», que se ha distinguido siempre por su oposición a Benedicto XVI, haya saludado con satisfacción su renuncia al pontificado, no sólo por la salida de escena de un pontífice adverso, sino precisamente por esa «reforma del papado» que él habría inaugurado con la elección de asumir el título de Papa emérito. La hermenéutica «continuista» de Benedicto XVI se ha transformado en un gesto de fuerte discontinuidad, histórica y teológica. La discontinuidad histórica surge de la rareza de la abdicación de un Papa en dos mil años de historia de la Iglesia. Pero la discontinuidad teológica consiste precisamente en la intención de institucionalizar la figura del Papa emérito. * Los primeros que se han precipitado en dar una justificación teórica de la novedad han sido sobre todo los autores de línea progresista. Como don Stefano Violi, docente de derecho canónico en la facultad teológica de Emilia Romaña, con el ensayo «La rinuncia di Benedetto XVI tra storia, diritto e coscienza» (“Rivista teologica di Lugano”, XVIII, 2, 2013, pp. 155-166). Y como Valerio Gigliotti, docente de derecho europeo de la Universidad de Turín, con el capítulo que concluye su volumen «La tiara deposta. La rinuncia al papato nella storia del diritto e della Chiesa» (Leo S. Olschki, Firenze, 2013, pp. 387-432). Según Violi, en la «Declaratio» con la que el 11 de febrero de 2013 anunció su abdicación, Benedicto XVI distingue el ministerio petrino, «munus», cuya esencia sería eminentemente espiritual, de su administración o ejercicio. “Las fuerzas – escribe Violi – le parecen no idóneas a la administración del ‘munus’, no al propio ‘munus’”. La prueba de la esencia espiritual del «munus» estaría expresada en las siguientes palabras de la «Declaratio» de Benedicto XVI: “Soy muy consciente de que este ministerio (munus), por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo (exequendum) no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”. En este pasaje, según Violi, Benedicto XVI distingue no sólo entre «munus» y «executio muneris», sino también entre una «executio» administrativo-ministerial que se cumple con la acción y la palabra («agendo et loquendo») y una «executio» que se expresa con la oración y el sufrimiento («orando et patiendo»). Benedicto XVI declararía que renuncia al ejercicio activo del ministerio, pero no al oficio, al «munus» del papado: “Objeto de la renuncia irrevocable es, de hecho, la ‘executio muneris’ mediante la acción y la palabra (‘agendo et loquendo’), no el ‘munus’ que se le confió una vez para siempre. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando”. También Gigliotti considera que Benedicto XVI, cesando de ser Sumo Pontífice, ha asumido un nuevo estatus jurídico y personal. La escisión entre el atributo tradicional de la «potestas» y el nuevo del «servitium», entre la dimensión jurídica y la espiritual del papado, habría abierto la vía “a una nueva dimensión mística del servicio al pueblo de Dios en la comunión y en la caridad”. De la «plenitudo potestatis» se pasaría a una «plenitudo caritatis» del Papa emérito: un estatus “que es tercero tanto respecto a la condición precedente a la elevación a la cátedra de Pedro como a la de suprema dirección de la Iglesia: es el ‘tercer cuerpo del Papa’, el de la continuidad operativa al servicio de la Iglesia a través de la vía contemplativa”. * A mi juicio, los admiradores de Benedicto XVI deben rechazar la tentación de acreditar estas tesis para su propia ventaja. De hecho, entre los católicos de orientación conservadora algunos ya empiezan a murmurar que, en caso de agravamiento de la crisis religiosa en curso, la existencia de dos Papas permitiría contraponer el Papa emérito Benedicto XVI al Papa en ejercicio Francisco. Se trata de una posición distinta a la de la sede vacante, pero caracterizada por la misma debilidad teológica. En los tiempos de crisis no hay que mirar a los hombres, criaturas frágiles y pasajeras, sino a las instituciones y a los principios inquebrantables de la Iglesia. El papado, en el que se concentra la Iglesia católica en muchos aspectos, se funda sobre una teología de la que hay que recuperar los puntos fundamentales. Pero hay un punto del que, sobre todo, no se puede prescindir. La doctrina común de la Iglesia ha distinguido siempre entre poder de orden y poder de jurisdicción. El primero se recibe a través de los sacramentos; el segundo, por misión divina en el caso del Papa o por misión canónica en el caso de los obispos y de los sacerdotes. El poder de jurisdicción deriva directamente de Pedro, que lo ha recibido a su vez inmediatamente de Jesucristo; todos los otros en la Iglesia lo reciben de Cristo a través de su vicario «ut sit unitas in corpore apostolico» (S. Tomás de Aquino, «Ad Gentes» IV c. 7). El Papa, por consiguiente, no es un superobispo, ni el punto de llegada de una línea sacramental que desde el simple sacerdote, pasando por el obispo, asciende al Sumo Pontífice. El episcopado constituye la plenitud sacramental del orden y, por lo tanto, por encima del obispo no existe ningún otro carácter superior que pueda ser impreso. Como obispo, el Papa es igual a todos los demás obispos. La razón por la que el Papa domina a cualquier otro obispo es la misión divina que desde Pedro se transmite a cada uno de sus sucesores, no por vía hereditaria, sino a través la elección legítimamente desarrollada y libremente aceptada. Efectivamente, aquel que asciende a la cátedra pontificia podría también ser un simple sacerdote, o incluso un laico, que después de la elección sería consagrado obispo pero que es Papa no desde el momento de la consagración episcopal, sino desde el momento en que acepta el pontificado. El primado del Papa no es sacramental, sino jurídico y consiste en el pleno poder de pacer, regir y gobernar toda la Iglesia, es decir, en la jurisdicción suprema, ordinaria, inmediata, universal e independiente de cualquier otra autoridad terrena (art. 3 de la constitución dogmática del Concilio Vaticano I «Pastor Aeternus»). El Papa, en una palabra, es aquel que tiene el supremo poder de jurisdicción, la «plenitudo potestatis», porque gobierna la Iglesia. Es por esto que el sucesor de Pedro es primero Papa y después obispo de Roma. Es obispo de Roma en cuanto Papa y no Papa en cuanto obispo de Roma. El Papa cesa ordinariamente de su cargo con la muerte, pero su poder de jurisdicción no es indeleble e irrenunciable. En el supremo gobierno de la Iglesia existen de hecho los denominados casos de excepción estudiados por los teólogos como la herejía, la enfermedad física y moral, la renuncia (cfr. mi ensayo «Vicario di Cristo. Il primato di Pietro tra normalità ed eccezione», Fede e Cultura, Verona, 2013, pp. 106-138). * El caso de la renuncia fue tratado sobre todo después de la abdicación al pontificado por parte de Celestino V, Papa desde el 29 de agosto al 13 de diciembre de 1294. En esa ocasión se abrió un debate teológico entre quien consideraba inválida esa renuncia y quien sostenía su fundamento jurídico y teológico. Entre las numerosas voces que se levantaron para confirmar la doctrina común de la Iglesia hay que recordar las de Egidio da Viterbo llamado Romano (1243-1316), autor de un puntual tratado «De renunciatione papae», y de su discípulo Agostino Trionfo d’Ancona (1275-1328), que nos ha dejado una imponente «Summa de potestate ecclesiastica», en la que se afronta de manera amplísima el problema de la renuncia (q. IV) y el de la deposición del Papa (q. V). Ambos agustinos, pero discípulos de Santo Tomás de Aquino, son recordados como autores plenamente ortodoxos y fervientes defensores del primado de jurisdicción del pontífice ante las pretensiones del rey de Francia y del emperador de Alemania de la época. En la estela del Doctor Angélico (Summa Theologica, 2-2ae, q. 39, a. 3) ambos ilustran la distinción entre «potestas ordinis» y «potestas iurisdictionis». La primera, que deriva del sacramento del orden, tiene un carácter indeleble y no está sujeta a renuncia. La segunda tiene naturaleza jurídica y no llevando impreso el carácter indeleble propio del orden sacro, está sujeta a perderse en caso de herejía, renuncia o deposición. Egidio confirma la diferencia que subsiste entre «cessio» y «depositio», a la segunda de las cuales el Sumo Pontífice no puede ser sometido a no ser en caso de grave y persistente herejía. La prueba decisiva del hecho de que la «potestas papalis» no imprime un carácter indeleble está el hecho de que “si así fuera, no podría haber sucesión apostólica mientras permaneciera en vida un Papa herético” (Gigliotti, p. 250). Esta doctrina, que ha sido también praxis común de la Iglesia durante veinte siglos, puede ser considerada de derecho divino y, como tal, no modificable. El Concilio Vaticano II no ha rechazado explícitamente el concepto de «potestas», sino que lo ha arrinconado, sustituyéndolo con un nuevo equívoco concepto, el de «munus». El artículo 21 de la «Lumen Gentium», además, parece enseñar que la consagración episcopal confiere no sólo la plenitud de la orden, sino también el oficio de enseñar y gobernar, mientras en toda la historia de la Iglesia el acto de la consagración episcopal ha sido diferenciado del de nombramiento, es decir, del de otorgamiento de la misión canónica. Este equívoco es coherente con la eclesiología de los teólogos del Concilio y del postconcilio (Congar, Ratzinger, de Lubac, Balthasar, Rahner, Schillebeeckx…) que han pretendido reducir la misión de la Iglesia a una función sacramental, redimensionando su aspecto jurídico. El teólogo Joseph Ratzinger, por ejemplo, aunque no compartía la concepción de Hans Küng de una Iglesia carismática y desinstitucionalizada, se ha alejado de la tradición cuando ha visto en el primado de Pedro la plenitud del ministerio apostólico, vinculando el carácter ministerial al sacramental (J.Auer-J. Ratzinger, «La Chiesa universale sacramento di salvezza», Cittadella, Assisi, 1988). * Esta concepción sacramental y no jurídica de la Iglesia aflora hoy en la figura del Papa emérito. Si el Papa que renuncia al pontificado mantiene el título de emérito, quiere decir que de algún modo sigue siendo Papa. Está claro, de hecho, que en la definición el sustantivo prevalece sobre el adjetivo. Pero, ¿por qué es aún Papa tras la abdicación? La única explicación posible es que la elección pontificia le haya impreso un carácter indeleble, que no se pierde con la renuncia. La abdicación presupone en este caso la cesión del ejercicio del poder, pero no la desaparición del carácter pontifical. Este carácter indeleble atribuido al papado puede explicarse, a su vez, sólo por una visión eclesiológica que subordine la dimensión jurídica del pontificado a la sacramental. Es posible que Benedicto XVI comparta esta posición, expuesto por Violi y Gigliotti en sus ensayos, pero la eventualidad de que él se haya apropiado de la tesis de la sacramentalidad del papado no significa que sea verdadera. Un papado espiritual diferente del papado jurídico no existe o lo hace sólo en la fantasía de algún teólogo. Si el Papa es, por definición, quien gobierna la Iglesia, al renunciar al gobierno renuncia al papado. El papado no es una condición espiritual, o sacramental, sino un “oficio”, es decir, una institución. La tradición y la praxis de la Iglesia afirman claramente que uno y sólo uno es el Papa, e inseparable en su unidad es su poder. Poner en duda el principio monárquico que rige la Iglesia significaría someter el Cuerpo Místico a una intolerable laceración. Lo que distingue la Iglesia católica de toda otra iglesia o religión es precisamente la existencia de un principio unitario encarnado en una persona e instituido directamente por Dios. La distinción entre el gobierno y el ejercicio del gobierno, inaplicable al oficio pontificio, podría en todo caso valer para entender la diferencia entre Jesucristo que gobierna invisiblemente la Iglesia y su vicario que ejerce, por poder divino, el gobierno visible. La Iglesia tiene un sólo jefe y fundador, Jesucristo. El Papa es vicario de Jesucristo, Hombre-Dios, pero a diferencia del fundador de la Iglesia, perfecto en sus dos naturalezas humana y divina, el romano pontífice es persona solamente humana, privada de las características de la divinidad. Hoy nosotros tendemos a divinizar, a absolutizar lo que en la Iglesia es humano, las personas eclesiásticas, y en cambio a humanizar, a relativizar lo que en la Iglesia es divino: su fe, sus sacramentos, su tradición. De este error surgen graves consecuencias también a nivel psicológico y espiritual. El Papa es una criatura humana, aunque esté revestida de una misión divina. La impecabilidad no le ha sido atribuida y la infalibilidad es un carisma que puede ejercer sólo en condiciones precisas. Él puede errar desde el punto de vista político, desde el punto de vista pastoral y también desde el punto de vista doctrinal, cuando no se expresa «ex cathedra» y cuando no vuelve a proponer el magisterio perenne e inmutable de la Iglesia. Esto no quita que al Papa se le deben rendir los máximos honores que pueden serle tributados a un hombre y que hacia su persona se debe nutrir una auténtica devoción, como hicieron siempre los santos. Se puede discutir sobre las intenciones de Benedicto XVI y sobre su eclesiología, pero es cierto que se puede tener un único Papa cada vez y que este Papa, hasta prueba contraria, es Francisco, legítimamente elegido el 13 de marzo de 2013. El Papa Francisco puede ser criticado, también severamente, con el debido respeto, pero debe ser considerado Sumo Pontífice hasta su muerte o a una eventual pérdida de su pontificado. Benedicto XVI ha renunciado no a una parte del papado, sino a todo el papado y Francisco no es un Papa a tiempo parcial, sino que es completamente Papa. Cómo él ejerza su poder es, obviamente, otro discurso. Pero también en este caso la teología y el «sensus fidei» nos ofrecen los instrumentos para resolver todos los problemas teológicos y canónicos que en futuro puedan surgir. __________ Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.
Es una novedad sin precedentes en la historia de la Iglesia. Con muchas incógnitas aún sin resolver y con serios riesgos ya en marcha. Un análisis de Roberto de Mattei de Sandro Magister para Chiesa
