Pedro y los doce. La disputa sobre los poderes del sínodo

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Hay quien lo quiere como órgano supremo de gobierno de la Iglesia, una especie de «concilio permanente». Pero el Vaticano II lo ha excluido. Los cardenales Müller y Ruini explican por qué, según Ratzinger cardenal y Papa por Sandro Magister para Chiesa

ROMA, 15 de mayo de 2014 – Los dos sínodos que están programados para el mes de octubre de este año y el programado para el año próximo suscitan una espera febril, no sólo con motivo del tema que se discutirá – la familia y en particular la «vexata quaestio» de la comunión a los divorciados que se han vuelto a casar –, sino también por las especulaciones que se hacen sobre su funcionamiento. Ya se han introducido algunas novedades respecto a los sínodos anteriores: > Un sínodo tal como quiere Francisco Pero se espera ampliamente que respecto a las novedades puedan presentarse otras y más sustanciales. Sobre la ola del propósito de Francisco de asociar una más efectiva colegialidad episcopal al primado papal en el gobierno de la Iglesia. Emblemáticas de esta espera son, por ejemplo, las propuestas de refuerzo del instituto sinodal avanzadas en la revista «Il Regno», de Enrico Morini, docente de historia e instituciones de la Iglesia ortodoxa en la universidad estatal de Boloña y en la facultad teológica de la Emilia Romana, presidente de la comisión para el ecumenismo de la arquidiócesis boloñesa: > Primazialità e collegialità La propuesta de Morini está articulada de esta manera: «Un primer punto está representado por la transformación del sínodo de los obispos, previsto por el motu proprio ‘Apostolica sollicitudo’ del papa Pablo VI, del 15 de setiembre de 1965, en una asamblea no sólo consultiva sino también deliberativa. «El segundo punto está representado por la composición de este sínodo episcopal, que se convertiría en el supremo gobierno de la Iglesia latina (es decir, en términos que hoy se han tornado lamentablemente desusados, del patriarcado de Roma). Constituido por representantes de todas las conferencias episcopales nacionales y por todos los cardenales activos, deberían participar solamente obispos de rito latino: de hecho el órgano supremo de gobierno de la Iglesia universal, en el que participan los obispos de todos los ritos, es el concilio ecuménico. Pero entre tanto los temas previstos para la discusión podrían ser presentados contextualmente para que los examinen los sínodos de las Iglesias orientales católicas. «El Sínodo de los obispos debería ser convocado por el Papa, quien lo preside personalmente, ordinariamente cada dos o también tres años. Toda reunión del sínodo episcopal debería representar por elección un consejo permanentemente de 12 obispos, todos cardenales, para ayudar al Papa en el gobierno ordinario de la Iglesia, constituyendo un ‘sínodo permanente’ equipado bajo la presidencia primacial del Papa, con poder de decisión, a ser convocado cada dos o tres meses y para renovar la posterior sesión del sínodo, reservando al Papa el derecho de veto en salvaguardia de su primacía». En opinión de Morini, este refuerzo del rol del sínodo debería influir también en el mecanismo de elección del Papa. Esta elección debería seguir esperando a los cardenales solos, en representación simbólica del clero romano, excluyendo a los patriarcas católicos orientales. Pero los electores llegarían a elegir al nuevo Papa entre los 12 componentes del consejo permanente del sínodo. Comenta Morini: «De este modo, el sínodo de los obispos, más que órgano de gobierno de la Iglesia latina, se convertiría también en una forma de pre-cónclave, eligiendo en su interior a esos 12 purpurados, constituyendo el ‘sínodo permanente’, que podrían ser de todos modos sustituidos o confirmados en la posterior sesión sinodal». * Pero contra ésa y otras análogas propuestas de refuerzo del sínodo se ha expresado el cardenal Gerhard Ludwig Müller, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Lo hizo el 29 de abril, al presentar en Roma un volumen que recoge todas las intervenciones de Joseph Ratzinger, cardenal y Papa, respecto al instituto sinodal. «El sínodo de los obispos – dijo Müller – no tiene una función sustitutiva o sub-rogativa, ni del Papa ni del colegio de los obispos». En consecuencia, «se comprende por qué tiene esencial y normalmente una función consultiva y no ante todo deliberativa». Pero – agregó – el sínodo tampoco puede ser asimilado a un «concilio permanente» ni mucho menos sustituir a un concilio ecuménico: «Por su naturaleza, el sínodo no puede convertirse en un organismo estable de gobierno de la Iglesia, dirigido por principios similares a los que regulan a muchas democracias o instituciones políticas. Como prueba de esto, se pone en evidencia que no es la mayoría, sino el ‘consensus’ que tiende a la unanimidad el que es efectivamente ‘in ecclesia’ el criterio fundamental con el que se toman decisiones, tanto en el sínodo como en toda otra asamblea eclesial eminente. […] Si no fuese así, no serían la verdad y la fe sino la política y los lobbies los que dominarían la génesis de las decisiones eclesiales». Es fácil prever que esta exigencia de un consenso casi unánime se hará valer en el curso de los próximos sínodos contra quien quiera permitir el acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar, innovaciones que entre los cardenales tiene ya desde ahora sus partidarios aguerridos, pero que están lejos de alcanzar la unanimidad. * Además del cardenal Müller, en la presentación del volumen con los textos de Ratzinger respecto al sínodo intervino también el cardenal Camillo Ruini. Éste se ha apoyado en un texto leído por Ratzinger en una reunión a puertas cerradas en el año 1983, hasta ayer muy poco conocido, muy claro y preciso al excluir la atribución al sínodo de poderes de gobierno propios de la Iglesia universal. «De hecho – argumentó Ratzinger en esa ocasión – la suprema autoridad sobre toda la Iglesia, de la que goza el colegio [de los obispos] unido al Papa, según la doctrina del Vaticano II puede ser ejercida sólo de dos modos: en modo solemne en el concilio ecuménico o bien con una acción común de los obispos esparcidos por toda la tierra (Lumen gentium, 22)». Pero el sínodo no es ni una cosa ni la otra. En consecuencia, aunque se le atribuyeran al sínodo poderes deliberativos, eso sólo sucedería por delegación del Papa. No sólo eso. «Lo que vale para el sínodo vale igualmente para estructuras permanentes como la secretaría del sínodo o su consejo. Ellas, ‘a fortiori’, reciben su autoridad del Papa y sus actos no pueden ser definidos propiamente como colegiales». A continuación presentamos el pasaje de la intervención del cardenal Ruini respecto a la posición de Ratzinger sobre los poderes del sínodo de los obispos. __________ EL SÍNODO SEGÚN RATZINGER por Camillo Ruini Me detengo en un texto de Joseph Ratzinger, el informe sobre la naturaleza, propósitos y métodos del sínodo de los obispos, presentado por él en la reunión del consejo de la secretaría del sínodo celebrada desde el 26 al 30 de abril de 1983, en vista del sínodo extraordinario de 1985 a los veinte años del Vaticano II. Ante todo, Ratzinger examina con precisión el sínodo de los obispos tal como está configurado en el nuevo Código de Derecho Canónico, promulgado el 25 de enero de 1983. El suyo es un análisis jurídico pero también teológico, y de la comparación entre estos dos tipos de acercamiento emergen indicaciones muy importantes. Teológicamente, el sínodo está vinculado con la doctrina de la colegialidad, que a su vez está íntimamente conectada con la responsabilidad de la Iglesia respecto al mundo. Bajo el perfil jurídico el sínodo depende estrechamente de la autoridad del Papa, sea cuando lo ayuda con sus consejos o bien cuando, por delegación papal, es decir por participación de autoridad concedida por el Papa, expresa en ciertos casos un voto deliberativo. Esta dicotomía entre el “lugar” jurídico y el “lugar” teológico y pastoral del sínodo parece derivar de la naturaleza de la autoridad del colegio de los obispos. En efecto, la suprema autoridad sobre toda la Iglesia, de la que goza el colegio unido al Papa, según la doctrina del Vaticano II puede ser ejercitada sólo de dos modos: en modo solemne en el concilio ecuménico o bien con una acción común de los obispos esparcidos por toda la tierra (Lumen gentium, 22). Según la tradición católica, tanto oriental como occidental, no se puede concebir que los obispos puedan conceder y delegar a algunos obispos elegidos por ellos esta facultad participativa en el gobierno de la Iglesia universal. El motivo es la naturaleza eclesiológica del colegio de los obispos, la cual no reside en la posibilidad de constituir por delegación el gobierno central de la Iglesia, sino más bien en la verdad que la Iglesia es un cuerpo vivo, que se edifica con células vivas. Por lo tanto, los obispos son partícipes del gobierno de la Iglesia universal mediante el cuidado de una determinada Iglesia particular, en la que toda la Iglesia está presente, razón por la cual la vida de la misma Iglesia particular constituye, a su modo, toda la estructura orgánica de la Iglesia. A causa de esta razón de fondo, el sínodo de los obispos, que no es el concilio ecuménico ni un acto de todos los obispos esparcidos en el mundo, jurídicamente no parece poder constituirse si no es en relación con el oficio del Papa. Pero teológicamente, y según su envergadura pastoral, el sínodo tiene la tarea de favorecer el enlace entre el Papa y el colegio de los obispos. * En la segunda parte de su informe el cardenal Ratzinger examina las cuestiones que ya entonces se planteaban de reforma del sínodo de los obispos, calificando modestamente sus evaluaciones y propuestas como “opiniones personales”. Ante todo, observa que para muchos el remedio más simple y eficaz para eliminar las frustraciones reiteradas en el sínodo parece consistir en la concesión habitual, y no sólo ocasional, del voto deliberativo. Pero no comparte esta propuesta, en primer lugar por el motivo teológico ya expuesto: el voto deliberativo se referiría a la autoridad papal, sería entonces una delegación del Papa, “y no podría ser definido en absoluto como acto colegial”. En esta forma el voto deliberativo no está excluido sino que están delimitados exactamente su alcance y su significado. Esto que vale para el sínodo de los obispos vale igualmente para estructuras permanentes como la secretaría del sínodo o su consejo. Ellas, ‘a fortiori’, reciben su autoridad del Papa y sus actos no pueden ser definidos propiamente como colegiales. Todo esto no quita, precisa Ratzinger, que el sínodo de los obispos retorne con otro título a la colegialidad, en cuanto favorece la “reciprocidad”, a la unión y la compenetración recíproca entre el Papa, que es ante todo obispo de la Iglesia particular de Roma, y los otros obispos con sus Iglesias particulares. Otra observación del cardenal Ratzinger que me parece muy importante es aquélla según la cual, en el gobierno de la Iglesia, si se quiere hacer demasiado se termina resistiendo a la guía del Espíritu Santo, oponiendo nuestras obras a sus dones y obstaculizando el tiempo de la maduración y de una tranquila evolución. Muchas veces la actividad malsana es una búsqueda de justificación por medio de las propias obras, que hace olvidar la profunda verdad de la parábola evangélica de la semilla que despunta y crece a espaldas de aquél que la ha sembrado (Mc 4, 26-28). En cuanto a la libertad que debe justamente caracterizar la discusión en el sínodo de los obispos, Ratzinger nota en primer lugar que, evidentemente, no se puede poner en duda la fe de la Iglesia, pero lo que sí se puede hacer es interrogarse respecto a las expresiones – no sólo verbales, sino reales en varias formas – adecuadas de la fe y respecto al mundo en el que la fe se puede explicar, madurar y profundizar. Además, los documentos del sumo pontífice que tratan auténticamente, aunque no infaliblemente, materias de fe, no pueden ser objeto de discusión sinodal, porque la autoridad del sínodo proviene de la del Papa. Y tampoco el concilio ecuménico tiene autoridad alguna opuesta a la de su jefe. Pero es obvio que se puede preguntar en qué forma, de la doctrina presente en esos documentos, se puede dar una mejor explicación y una más profunda exposición, sin alterar el contenido. Diferente es el caso de los documentos de las Congregaciones romanas aprobados por el Papa sólo en forma simple: no parece excluir que sean discutidos en el sínodo de los obispos, consejo supremo que favorece “la estrecha unión entre el romano pontífice y los obispos” (can. 342). Respecto al método de trabajo – hace notar Ratzinger – lamentablemente se tiene la impresión de asistir a una serie de discursos preparados en forma anticipada, carentes de verdaderos elementos de discusión, con una exposición bastante genérica y desarticulada, que inevitablemente termina provocando un sentimiento de cansancio en los padres sinodales, que no ven en todo esto ningún progreso hacia la búsqueda de la verdad. Para remediar esto Ratzinger excluye claramente las propuestas que querrían obligar a los miembros del sínodo a atenerse a las deliberaciones de las conferencias episcopales que los han elegido. En tal caso el debate sinodal sería de hecho todavía más desarticulado y no se podría arribar a conclusiones comunes, porque nadie podría derogar la línea de la que se habría hecho portador. Pero para una solución positiva del problema del método de trabajo, que remedie las carencias denunciadas, me parece que también en este texto del cardenal Ratzinger hay escasas indicaciones. El cardenal reclama además la responsabilidad personal de los obispos que participan en el sínodo – no delegable a los expertos – y subraya cómo, a fin que su representación sacramental de las Iglesias particulares se convierta en representación real, es necesario que las mismas Iglesias particulares desarrollen un rol en la preparación y en la aplicación del sínodo, lo cual no debe ser vivido por ellas sólo como un momento de discusión y consejo, sino como una actitud espiritual y una realidad espiritual. Contra la tendencia a hablar mucho y a vivir poco, hoy lamentablemente bastante difundida, siguen siendo decisivas las palabras de san Cipriano: “No decimos cosas grandes, sino que las vivimos” (De bono patientiae, 3). Efectivamente, por su naturaleza, la Iglesia no es un consejo o concilio permanentes sino una comunión, y el consejo debe servir a la comunión. Por último, parece “estrictamente necesario”, afirma Ratzinger, que “a través del sínodo la voz de la Iglesia universal se eleve en la unidad y en la fuerza de la unidad sobre los grandes problemas de nuestro tiempo”. Para no hacer demasiado compleja mi intervención he dejado de lado otras varias observaciones que el cardenal Ratzinger hace en este informe de 1983, pero que también siguen siendo actuales también hoy. Termino con una referencia a los dos sínodos que se celebrarán en el otoño del corriente año y en el próximo. Pienso que el informe de Ratzinger sobre la naturaleza, propósitos y métodos del sínodo de los obispos puede ser de gran ayuda para el feliz éxito de estos dos importantísimos sínodos. __________ El libro: N. Eterovic, «Joseph Ratzinger – Benedetto XVI e il Sinodo dei Vescovi», Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 2014, pp. 554, euro 34,00. __________ Traducción en español de José Arturo Quarracino, Buenos Aires, Argentina.

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