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Nada más lejos de ser un ejemplo para el mundo. La Iglesia alemana es un agujero negro

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Dinero, burocracia, mundanidad, excomunión para quienes no pagan. La incisiva acusación de Joseph Ratzinger contra el catolicismo de Alemania. El mismo que goza de los favores del Papa Francisco.

«En Alemania algunas personas siempre intentan destruirme», ha dicho el Papa emérito Benedicto XVI en el libro-entrevista que ha salido publicado en los últimos días.

Y ha citado el ejemplo de la «mentira» montada contra él por algunos de sus connacionales cuando cambió la antigua oración del Viernes Santo contra los «perfidi Iudaei».

Pero en el mismo libro Joseph Ratzinger ha dirigido a la Iglesia alemana una acusación de alcance más general: la de ser demasiado «mundana» y, por lo tanto, de haberse olvidado de la gran advertencia que él le lanzó a una «desmundanización» durante su último viaje a Alemania como Papa, en el memorable discurso pronunciado en Friburgo el 25 de septiembre de 2011:

> A los católicos comprometidos en la Iglesia y en la sociedad

Más abajo se reproducen los pasajes clave de ese discurso «revolucionario» –definición suya– del pontificado de Benedicto XVI.

Pero antes hay otro punto del libro-entrevista que atrae la atención. Es en el que Ratzinger se pronuncia contra el sistema del impuesto eclesiástico en Alemania y sus nefastos efectos:

«Efectivamente, tengo grandes dudas acerca de la corrección del sistema tal como es. No quiero decir que no deba haber un impuesto eclesiástico, pero la excomunión automática de quienes no lo pagan no es, en mi opinión, sostenible. […] En Alemania tenemos un catolicismo estructurado y bien pagado, en el que a menudo los católicos son empleados de la Iglesia y tienen, respecto a ella, una mentalidad sindical. Para ellos la Iglesia es sólo la persona que te da trabajo y que puedes criticar. No se mueven desde una dinámica de fe. Creo que esto representa el gran peligro de la Iglesia en Alemania: hay tantísimos colaboradores con contrato que la institución se está transformando en una burocracia mundana. […] Me entristece esta situación, este exceso de dinero pero que, sin embargo, después es demasiado poco y la amargura que genera, el sarcasmo de los círculos intelectuales».

Causa impresión el contraste entre esta dura crítica y el favor del que goza la Iglesia alemana hoy por parte del Papa que ha sucedido a Benedicto, como si ella fuera la vanguardia de la deseada renovación de la cristiandad mundial en el signo de la pobreza y la misericordia, cuando en cambio está claro para todos que la Iglesia de Alemania no es, en su mayoría, ni pobre ni misericordiosa; en todo caso, esta ahogada por su propio aparato y, sobre todo, está arrodillada ante el mundo en muchas cuestiones cruciales de la moral y el dogma.
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Para entender mejor las críticas de Ratzinger, hay que tener presente que en Alemania, la Kirchensteuer, el impuesto eclesiástico, es obligatorio por ley para todos los que están registrados como pertenecientes a la Iglesia católica o a las Iglesias protestantes.

A la Iglesia católica este impuesto le suponen más de cinco mil millones de euros al año. Una suma imponente, más de cinco veces, por ejemplo, de lo que recoge la Iglesia italiana con un sistema de contribución estatal –el «ocho por mil»– no obligatorio sino voluntario, y con el doble de católicos que en Alemania.

Pero como en Alemania quien no quiere pagar este impuesto debe borrar su inscripción a la Iglesia con un acto público delante de una autoridad civil competente, y como estas cancelaciones han ido creciendo en los últimos años, lo que ha disminuido las entradas, la Iglesia católica alemana ha puesto en marcha una contramedida para evitar estos abandonos.

Lo hizo en 2012 con un decreto que establece para los que se han salido una serie nefasta de sanciones canónicas, como si fueran excomulgados o apestados, sin sacramentos ni sepultura:

> Decreto generale della conferenza episcopale tedesca

Para empezar, quien borra la propia inscripción a la Iglesia «no puede recibir los sacramentos de la penitencia, de la eucaristía, de la confirmación y de la unción de los enfermos, salvo en peligro de muerte».

Y si la vuelta del réprobo al redil fracasa incluso después de que el párroco del lugar intente una reconciliación, pueden sucederle cosas aún peores:

«Cuando en el comportamiento del fiel que ha declarado su salida de la Iglesia se identifica un acto cismático, herético o de apostasía, el ordinario tomarás las debidas medidas».

Nada más lejos de la misericordia. En Alemania los divorciados que se han vuelto a casar se acercan a la comunión tranquilamente en cualquier lugar, los matrimonios homosexuales son bendecidos cada vez más a menudo en la iglesia, pero ¡cuidado! si uno quita la firma para no pagar la Kirchensteuer.

En una entrevista al «Schwäbische Zeitung» del 17 de julio, el arzobispo Georg Gänswein, prefecto de la casa pontificia y secretario personal de Ratzinger, ha denunciado también él esta clamorosa contradicción:

«¿Cómo reacciona la Iglesia católica en Alemania con quien no paga el impuesto para la Iglesia? Con la exclusión automática de la comunidad eclesial, lo que significa: la excomunión. Esto es excesivo, incomprensible. Se puede dudar de los dogmas y nadie es expulsado. ¿Es que no pagar la Kirchensteuer es una infracción más grave que las transgresiones contra las verdades de fe? La impresión es que mientras está en juego la fe, no sea tan trágico; pero cuando está en juego el dinero, entonces ya  no se bromea».

Por no hablar de los condicionamientos que la Iglesia alemana puede hacer pesar sobre muchas diócesis pobres del sur del mundo, financiadas con sus entradas y no solo: también sobre la Santa Sede, de la que es un benefactor de primer orden.

Pero ahora demos la palabra a Ratzinger y a su «revolucionario» discurso de Friburgo del  25 de septiembre de 2011, tan poco escuchado entonces como extraordinariamente actual ahora, no sólo para la Iglesia de Alemania.

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En favor de una Iglesia «desprendida del mundo»

de Benedicto XVI

Desde hace decenios, asistimos [en Alemania] a una disminución de la práctica religiosa, constatamos un creciente distanciamiento de una notable parte de los bautizados de la vida de la Iglesia. Surge, pues, la pregunta: ¿Acaso no debe cambiar la Iglesia? ¿No debe, tal vez, adaptarse al tiempo presente en sus oficios y estructuras, para llegar a las personas de hoy que se encuentran en búsqueda o en duda? […]

Efectivamente hay motivos para un cambio, de que existe esa necesidad. Cada cristiano y la comunidad de los creyentes en su conjunto están llamados a una conversión continua. […] Pero por lo que se refiere al motivo fundamental del cambio, éste consiste en la misión apostólica de los discípulos y de la Iglesia misma.

En efecto, la Iglesia debe verificar constantemente su fidelidad a esta misión. […] “Proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15).

Sin embargo, a causa de las pretensiones y de los condicionamientos del mundo, este testimonio viene repetidamente ofuscado, alienadas las relaciones y relativizado el mensaje. […] Para cumplir su misión, [la Iglesia] deberá continuamente también tomar distancias respecto a su entorno, deberá, por decirlo así, desligarse del mundo.

En efecto, la misión de la Iglesia se deriva del misterio del Dios uno y trino, del misterio de su amor creador. […] En la Encarnación y en el sacrificio del Hijo de Dios, este amor ha alcanzado a la humanidad, […] no sólo para ratificar al mundo en su ser terrenal, […] sino para transformarlo. Del evento cristológico forma parte algo incomprensible, pues incluye –como dicen los Padres de la Iglesia– un «sacrum commercium», un intercambio entre Dios y los hombres. Los Padres lo explican del modo siguiente: nosotros no tenemos nada que podríamos dar a Dios; sólo podemos poner ante Él nuestro pecado. Y Él lo acoge, lo asume como propio y nos da a cambio a sí mismo y su gloria. […]

La Iglesia debe su ser a este intercambio desigual. No posee nada por sí misma ante Aquel que la ha fundado. […] Su sentido consiste en ser instrumento de la redención, en dejarse impregnar por la Palabra de Dios y en introducir al mundo en la unión de amor con Dios. […] Y por eso debe abrirse una y otra vez a las preocupaciones del mundo, del cual ella precisamente forma parte, dedicarse sin reservas a estas preocupaciones, para continuar y hacer presente el intercambio sagrado que comenzó con la Encarnación.

En el desarrollo histórico de la Iglesia se manifiesta, sin embargo, también una tendencia contraria, es decir, la de una Iglesia satisfecha de sí misma, que se acomoda en este mundo, es autosuficiente y se adapta a los criterios del mundo. Así, no es raro que dé mayor importancia a la organización y a la institucionalización, que no a su llamada de estar abierta a Dios y a abrir el mundo hacia el prójimo.

Para corresponder a su verdadera tarea, la Iglesia debe hacer una y otra vez el esfuerzo de desprenderse de esta secularización suya y volver a estar de nuevo abierta a Dios. […] En cierto sentido, la historia viene en ayuda de la Iglesia a través de distintas épocas de secularización que han contribuido en modo esencial a su purificación y reforma interior.

En efecto, las secularizaciones –sea que consistan en expropiaciones de bienes de la Iglesia o en supresión de privilegios o cosas similares– han significado siempre una profunda liberación de la Iglesia de formas mundanas: se despoja, por decirlo así, de su riqueza terrena y vuelve a abrazar plenamente su pobreza terrena. […]

Los ejemplos históricos muestran que el testimonio misionero de la Iglesia desprendida del mundo resulta más claro. Liberada de fardos y privilegios materiales y políticos, la Iglesia puede dedicarse mejor y de manera verdaderamente cristiana al mundo entero; puede verdaderamente estar abierta al mundo. Puede vivir nuevamente con más soltura su llamada al ministerio de la adoración de Dios y al servicio del prójimo. La tarea misionera que va unida a la adoración cristiana, y debería determinar la estructura de la Iglesia, se hace más claramente visible.

La Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. III, 6, 11). […]

No se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención y costumbre. […]

Hay una razón más para pensar que sea de nuevo el momento de buscar el verdadero distanciamiento del mundo, de desprenderse con audacia de lo que hay de mundano en la Iglesia. Naturalmente, esto no quiere decir retirarse del mundo, es más bien lo contrario. Una Iglesia aligerada de los elementos mundanos es capaz de comunicar a los hombres – tanto a los que sufren como a quienes los ayudan –, precisamente también en el ámbito social y caritativo, la particular fuerza vital de la fe cristiana. […] Sólo la profunda relación con Dios hace posible una plena atención al hombre, del mismo modo que sin una atención al prójimo se empobrece la relación con Dios.

Estar abiertos a las vicisitudes del mundo significa por tanto para la Iglesia desligada del mundo testimoniar, según el Evangelio, con palabras y obras, aquí y ahora, la señoría del amor de Dios.

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Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.

 

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