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La reforma de Bergoglio ya la escribió Martin Lutero

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Mucho se ha escrito al trazar el balance de los primeros cinco años del pontificado de Francisco y de su «revolución», verdadera o imaginaria.

Pero raramente, o nunca, se ha hecho con la agudeza y la amplitud de miras del análisis publicado a continuación.

El autor, Roberto Pertici, 66 años, es profesor de historia contemporánea en la Universidad de Bérgamo y ha dedicado sus estudios más importantes a la cultura italiana del siglo XIX y XX, prestando una atención especial a la relación entre Estado e Iglesia.

Este ensayo es inédito y se publica por primera vez en Settimo Cielo.

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¿EL FIN DEL «CATOLICISMO ROMANO»?

por Roberto Pertici

1. En este punto del pontificado de Francisco creo que se puede sostener, de manera razonable, que él mismo marca el ocaso de esa imponente realidad histórica que se puede definir como «catolicismo romano».

Entendámonos bien: esto no significa que la Iglesia católica está en su punto final, sino que está decayendo la manera en la que ha sido estructurada y autorrepresentada históricamente en los últimos siglos.

De hecho, me parece evidente que éste es el proyecto al que conscientemente apunta el grupo de expertos que rodea a Francisco: un proyecto entendido como respuesta extrema a la crisis de las relaciones entre la Iglesia y el mundo moderno y, también, como premisa para un recorrido ecuménico renovado en común con las otras confesiones cristianas, sobre todo las protestantes.

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2. Por «catolicismo romano» entiendo esa gran construcción histórica, teológica y jurídica que se pone en marcha a partir de la helenización (en el aspecto filosófico) y la romanización (en el aspecto político-jurídico) del cristianismo primitivo, y que se basa en el primado de los sucesores de Pedro, tal como emerge de la crisis del mundo tardo-antiguo y de la disposición teórica de la época gregoriana («Dictatus Papae»).

En los siglos sucesivos, la Iglesia se ha concedido, además, un propio derecho interno, el derecho canónico, que tiene al derecho romano como modelo. Y este elemento jurídico ha contribuido a plasmar de manera gradual una compleja organización jerárquica con normas internas precisas, que regulan la vida de la «burocracia de los célibes» (la expresión es de Carl Schmitt) que la gestiona y, también, de los laicos que forman parte de ella.

El otro momento decisivo de formación del «catolicismo romano» es, por último, la eclesiología elaborada por el concilio de Trento, que confirma la centralidad de la mediación eclesial de cara a la salvación, en contraste con las tesis luteranas del «sacerdocio universal» y que, por consiguiente, fija el carácter jerárquico, único y central de la Iglesia; su derecho de controlar y, si fuera necesario, condenar las posiciones que contrastan con la formulación ortodoxa de las verdades de fe, y su papel en la administración de los sacramentos.

Dicha eclesiología encuentra su sello en el dogma de la infalibilidad pontificia proclamado por el concilio Vaticano I, puesto a prueba ochenta años más tarde con la afirmación dogmática de la Asunción de María al cielo (1950) que, junto a la precedente proclamación dogmática sobre su Inmaculada Concepción (1854), confirma también la centralidad del culto mariano.

Sin embargo, sería restrictivo limitarnos a cuanto hemos dicho hasta ahora. Porque existe o, mejor, existía también un difundido «sentir católico», formado por:

– una actitud cultural basada en un realismo a propósito de la naturaleza humana, a veces desencantada y dispuesta a «comprenderlo todo» como premisa de «perdonarlo todo»;
– una espiritualidad no ascética, que incluía ciertos aspectos materiales de la vida, que no estaba dispuesta a despreciar;
– un compromiso en la caridad cotidiana hacia los humildes y necesitados, sin la necesidad de idealizarlos o de hacer de ellos nuevos ídolos;
– una disposición a representarse también en la propia magnificencia y, por lo tanto, disponible también a las razones de la belleza y de las artes como testimonio de una Belleza suprema a la que el cristiano tiende;
– una sutil indagación de los movimientos más recónditos del corazón, de la lucha interior entre el bien y el mal, de la dialéctica entre «tentaciones» y respuesta de la conciencia.

Se podría decir, por lo tanto, que en lo que llamo «catolicismo romano» se entrelazan tres aspectos, además del claramente religioso: el estético, el jurídico y el político. Se trata de una visión racional del mundo que se hace institución visible y compacta, y que entra fatalmente en conflicto con la idea de representación que emerge en la modernidad y que está basada en el individualismo y en una concepción del poder que,
subiendo desde abajo, acaba poniendo en discusión el principio de autoridad.

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3. Este conflicto está considerado de maneras distintas, a menudo opuestas, por quienes lo han analizado. Carl Schmitt dirigía una mirada admirada a la «resistencia» del «catolicismo romano», considerado como la última fuerza capaz de frenar las fuerzas disolutivas de la modernidad. Otros lo criticaron duramente: en esta lucha, la Iglesia católica habría resaltado, de manera ruinosa, sus características jurídico-jerárquicas, autoritarias y externas.

Más allá de las valoraciones opuestas, lo que sí es cierto es que en los últimos siglos el «catolicismo romano» se ha visto obligado a estar a la defensiva. Lo que ha puesto en discusión de manera progresiva su presencia social ha sido, sobre todo, el nacimiento de la sociedad industrial y el consiguiente proceso de modernización, que ha puesto en marcha una serie de cambios antropológicos que aún están en curso. Como si el «catolicismo romano» fuera «orgánico» (expresándolo con el lenguaje vetero-marxista) a una sociedad agraria, jerárquica, estática basada en la penuria y el miedo y que no tiene relevancia, en cambio, en una sociedad «afluente», dinámica, caracterizada por la movilidad social.

El concilio ecuménico Vaticano II (1962-1965) dio una primera respuesta a esta situación de crisis. Según el Papa Juan XXIII, que lo había convocado, éste debía llevar a cabo una «actualización pastoral»; es decir, debía mirar con nuevo optimismo al mundo moderno. En resumen, bajar, por fin, la guardia: ya no se trataba de llevar adelante un duelo secular, sino de abrir un diálogo y realizar un encuentro.

El mundo, en esos años, estaba atravesando cambios extraordinarios y un desarrollo económico inédito: probablemente la revolución más sensacional, rápida y profunda de la condición humana de la que tengamos noticia en la historia (Eric J. Hobsbawm). El concilio contribuyó a este cambio, pero, a su vez, fue arrollado por él: el ritmo de las «actualizaciones» –favorecido también por la vertiginosa transformación ambiental y la convicción general, cantada por Bob Dylan, que «the times they are a-changin»– se le fue de las manos a la jerarquía o, por lo menos, a esa parte que quería llevar a cabo una reforma, no una revolución.

Así, entre 1967 y 1968 se asistió al «cambio» de Pablo VI, que se expresó en un análisis preocupado de las turbulencias del mayo del 68 y, después, de la «revolución sexual», contenido en la encíclica «Humanae vitae» de julio de 1968. El pesimismo al que llegó durante los años sesenta ese gran pontífice fue tal que, conversando con el filósofo Jean Guitton, se preguntaba y le preguntaba, recordando un inquietante pasaje del Evangelio de Lucas: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?». Y añadía: «Lo que me asombra, cuando considero el mundo católico, es que a veces dentro del catolicismo parece predominar un tipo de pensamiento no católico y puede suceder que este pensamiento no católico dentro del catolicismo se convierta, mañana, en el predominante».

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4. Es sabido cuál fue la respuesta de los sucesores de Pablo VI a esta situación: conjugar cambio y continuidad; llevar a cabo, en relación a algunas cuestiones, las oportunas correcciones (memorable, desde este punto de vista, la condena de la «teología de la liberación»); buscar un diálogo con la modernidad que fuera, al mismo tiempo, un desafío: sobre los temas de la vida, la racionalidad del hombre, la libertad religiosa.

Benedicto XVI, en el que fue el verdadero texto programático de su pontificado (el discurso a la curia pontificia del 22 de diciembre de 2005), confirmó un punto firme: que las grandes decisiones del Vaticano II tenían que ser leídas e interpretadas a la luz de la tradición precedente de la Iglesia y, por lo tanto, también de la eclesiología que surgió de los concilios de Trento y Vaticano I. También por la simple razón que no se puede hacer un desmentido formal de la fe creída y vivida por generación tras generación sin introducir un «vulnus» irreparable en la autorrepresentación y en la percepción difundida de una institución como la Iglesia católica.

Es sabido el enorme rechazo que causó esta línea no sólo «extra ecclesiam», manifestada en una agresión mediática e intelectual contra el Papa Benedicto absolutamente sin precedentes, sino también –de manera nicodemítica y en la murmuración inherente al mundo clerical– en el cuerpo eclesiástico, que fundamentalmente dejó sólo a este Papa en los momentos más críticos de su pontificado. Ésta, creo, fue la causa de su renuncia en febrero de 2013 que, más allá de las interpretaciones tranquilizadoras, fue y es un acontecimiento histórico cuyas razones e implicaciones a largo plazo hay aún que profundizar.

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5. Ésta fue la situación heredada por el Papa Francisco. Me limito sólo a mencionar los aspectos biográficos y culturales que hacían «ab initio» a Jorge Mario Bergoglio ajeno en parte a lo que he llamado el «catolicismo romano»:

– el carácter periférico de su formación, profundamente arraigada en el mundo latinoamericano y que le dificulta encarnar la universalidad de la Iglesia o que, por lo menos, lo empuja a vivirla de manera nueva, arrinconando la civilización europea y la norteamericana;
– su pertenencia a una orden como la Compañía de Jesús que, en el último medio siglo, ha llevado a cabo uno de los más clamorosos reposicionamientos político-culturales del que se tenga noticia en la historia reciente, pasando de una posición «reaccionaria» a una diferentemente «revolucionaria» y, por lo tanto, dando prueba de un pragmatismo, en muchos aspectos, digno de reflexión;
– su ser ajeno al elemento estético propio del «catolicismo romano», su ostentada renuncia a cualquier representación de dignidad del cargo (los apartamentos pontificios, la muceta roja y el habitual aparato pontificio, los coches de representación, la residencia de Castel Gandolfo) y a lo que él llama «costumbres de príncipe renacentista» (empezando por el retraso y, después, ausencia de un concierto de música clásica en su honor al inicio del pontificado).

Intentaría, más bien, resaltar lo que puede ser, en mi opinión, el elemento unificador de los múltiples cambios que el Papa Francisco está introduciendo en la tradición católica.

Lo hago basándome en un pequeño libro de un eminente hombre de Iglesia, considerado habitualmente el teólogo de referencia del pontificado actual y que fue citado con elocuencia por Francisco en su primer Ángelus, el del 17 de marzo de 2013, cuando dijo: «En estos días he podido leer un libro de un cardenal –el cardenal Kasper, un teólogo competente, un buen teólogo– sobre la misericordia. Y este libro me ha causado un gran bien, pero no penséis que hago publicidad a los libros de mis cardenales. No es así. Pero me ha hecho mucho bien, mucho bien».

El libro de Walter Kasper al que me refiero lleva por título: «Martín Lutero. Una perspectiva ecuménica», y es la versión reelaborada y ampliada de una conferencia que el cardenal pronunció el 18 de enero de 2016 en Berlín. El capítulo sobre el que quiero llamar la atención es el sexto: «Actualidad ecuménica de Martín Lutero».

Todo el capítulo está construido sobre una argumentación binaria, según la cual Lutero fue inducido a profundizar la ruptura con Roma a causa principalmente del rechazo del Papa y de los obispos a llevar a cabo una reforma. Fue sólo ante la sordera de Roma, escribe Kasper, que el reformador alemán, «sobre la base de su comprensión del sacerdocio universal, tuvo que contentarse con un ordenamiento de emergencia. Sin embargo, él continuó confiando en el hecho que la verdad del Evangelio se impondría por sí misma y dejó, así, la puerta fundamentalmente abierta para un posible entendimiento futuro».

Pero también por parte católica, al principio del siglo XVI, quedaban muchas puertas abiertas; en resumen, había una situación fluida. Escribe Kasper: «No había una eclesiología católica estructurada de manera armónica, sino únicamente enfoques, que eran más una doctrina sobre la jerarquía que una verdadera eclesiología. La elaboración sistemática de la eclesiología se llevará a cabo en la teología de la controversia, como antítesis a la polémica de la Reforma contra el papado. El papado se convierte, así, de una manera sutil y entonces desconocida, en la marca de identidad del catolicismo. Las respectivas tesis y antítesis confesionales se condicionaron y bloquearon mutuamente».

Por lo tanto, según el significado total de la argumentación de Kasper, actualmente es necesario proceder a una «desconfesionalización» de las confesiones reformadas y, también, de la Iglesia católica, a pesar de que ésta no se haya considerado nunca una «confesión», sino la Iglesia universal. Se debe volver a algo similar a la situación que precedió el estallido de los conflictos religiosos del siglo XVI.

Mientras en ámbito luterano esta «desconfesionalización» ya se ha llevado a cabo ampliamente (con la secularización impulsada por esas sociedades, por lo que los problemas que estaban a la base de las controversias confesionales han pasado a ser irrelevantes para la gran mayoría de los cristianos «reformados»), en ámbito católico aún hay mucho por hacer debido a la supervivencia de aspectos y estructuras de lo que he llamado «catolicismo romano». Por lo tanto, la invitación a la «desconfesionalización» está dirigida sobre todo al mundo católico. Kasper la invoca como un «redescubrimiento de la catolicidad originaria, no restringida a un punto de vista confesional».

Para ello sería necesario superar definitivamente la eclesiología tridentina y la del Vaticano I. Según Kasper, el concilio Vaticano II abrió el camino, pero su acogida fue controvertida y para nada linear. De aquí el papel del actual pontífice: «El Papa Francisco ha inaugurado una nueva fase en dicho proceso de acogida al resaltar la eclesiología del pueblo de Dios, el pueblo de Dios en camino, el sentido de la fe del pueblo de Dios, la estructura sinodal de la Iglesia; y, para la comprensión de la unidad pone en juego un interesante enfoque nuevo. Describe la unidad ecuménica no con la imagen de los círculos concéntricos alrededor del centro, sino con la imagen del poliedro, es decir, de una realidad con más caras; no un puzle unido desde el exterior, sino un todo que, comparado a una piedra preciosa, es un todo que refleja la luz que lo golpea de manera maravillosamente múltiple. Refiriéndose a Oscar Cullmann, el Papa Francisco retoma el concepto de diversidad reconciliada».

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6. Si reconsideramos brevemente bajo esta luz los comportamientos de Francisco que han suscitado más impacto, comprendemos mejor la lógica unitaria:

– su poner en evidencia, desde el día de su elección, su cargo como obispo de Roma, más que de pontífice de la Iglesia universal;
– su desestructuración de la figura canónica del pontífice romano (su celebérrimo: «¿Quién soy yo para juzgar?»), a la base de la cual, por lo tanto, no sólo hay los motivos caracteriales mencionados antes, sino una razón más profunda, de carácter teológico;
– la pérdida de potenciación práctica de algunos de los sacramentos más característicos del «sentir católico» (la confesión auricular, el matrimonio indisoluble, la eucaristía), realizada por razones pastorales de «misericordia» y «acogida»;
– la exaltación de la «parresía» en el interior de la Iglesia, de la confusión presuntamente creadora, a la que se vincula una visión de la Iglesia casi como una federación de Iglesias locales, dotadas de amplios poderes disciplinarios, litúrgicos y, también, doctrinales.

Hay quien está escandalizado por el hecho que en Polonia tendrá vigor una interpretación de «Amoris Laetitia» distinta de la que tendrán Alemania o Argentina en relación a los divorciados que se han vuelto a casar. Pero Francisco podría responder que se trata de caras distintas de ese poliedro que es la Iglesia católica, al que se podrán añadir antes o después –¿por qué no?– también las Iglesias reformadas post-luteranas, en un espíritu, precisamente, de «diversidad reconciliada».

Es fácil prever que los próximos pasos de este camino serán un replanteamiento de la catequesis y de la liturgia en sentido ecuménico; también en este caso, considerando los puntos de partida, el camino que le espera a la parte católica es mucho más arduo que el de la parte «protestante»; también habrá una pérdida de potenciación del orden sagrado en su aspecto más «católico», es decir, en el celibato eclesiástico, con el que la jerarquía católica dejará también de ser la schmittiana «burocracia de célibes».

Se comprende mejor, entonces, la verdadera exaltación de la figura y la obra de Lutero por parte de los vértices de la Iglesia católica en ocasión de los quinientos años de 1517, hasta el discutido sello conmemorativo que le dedicó el servicio de Correos Vaticano, con él y Melanchthon a los pies de Jesús en la cruz.

Personalmente, no tengo duda que Lutero sea uno de los gigantes de la «historia universal», como se solía decir antes, pero «est modus in rebus»: sobre todo las instituciones deben tener una especie de pudor cuando obran cambios de estas dimensiones, so pena de quedar en ridículo: el mismo que sentíamos en el siglo XX cuando veíamos a los comunistas de entonces rehabilitar al unísono y por ordeno y mando a los «herejes» condenados y combatidos valerosamente hasta el día antes: el «¡Contraorden, compañeros!» de las viñetas de Giovannino Guareschi.

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7. Si, por consiguiente, ayer el «catolicismo romano» era considerado un cuerpo ajeno a la modernidad, ajenidad que no le era perdonada, es natural que su ocaso sea saludado hoy con alegría por el «mundo moderno» en sus instituciones políticas, mediáticas y culturales y que, por lo tanto, el actual pontífice sea visto como la persona que sana esa fractura entre los vértices eclesiásticos y el mundo de la información, de las organizaciones y de los «grupos de expertos» internacionales que, iniciada en 1968 con la «Humanae vitae», se había hecho más profunda con los pontificados sucesivos.

Y es también natural que grupos y ambientes eclesiásticos que ya en los años sesenta deseaban la superación de la Iglesia tridentina, leyendo en esta perspectiva el Vaticano II, tras haber vivido ocultos en los últimos cuarenta años, hayan salido al descubierto y que, con sus herederos laicos y eclesiásticos, figuren entre los componentes de ese «brain trust» al que aludía al principio.

Sin embargo, algunas preguntas que necesitarían ulteriores y difíciles reflexiones siguen abiertas.

La operación puesta en marcha por el Papa Francisco y su «séquito», ¿tendrá un éxito duradero o acabará encontrando resistencias dentro de la jerarquía y de lo que queda del pueblo católico, mayores de las marginales que han surgido hasta ahora?

¿A qué tipo de nueva realidad «católica» dará vida en la sociedad occidental?

Y, de manera más general: ¿qué consecuencias tendrá sobre el conjunto del ámbito cultural, político y religioso del mundo occidental el cual, aunque ha llegado a un nivel amplio de secularización, ha tenido uno de sus pilares precisamente en el «catolicismo romano»?

Es preferible que los historiadores no hagan profecías y se contenten con comprender algo, si lo consiguen, de los procesos en marcha.

Comentarios
9 comentarios en “La reforma de Bergoglio ya la escribió Martin Lutero
  1. El artículo es muy interesante, desde luego. La pretensión de cargarse Trento me parece enormemente atrevida. Pero yo diría que la situación es aún peor, pues hay aspectos, en el actual Pontificado, que podría entenderse que no sólo se alejan de Trento, sino del mismo Evangelio. No creo, pues, que estemos regresando al catolicismo que existía antes de Lutero. Hay cuestiones que, en ese catolicismo pre-Trento estaban también muy claras y ahora están puestas en discusión, como el acceso a la Eucaristía por parte de adúlteros, por ejemplo.

  2. Es una labor iniciada por algunos hace 53 años y continuada por muchos: la demolición de la Iglesia… bajo la apariencia de pretender lo contrario. Unos con más fuerza, otros con menos intensidad; unos actuando consciente y diabólicamente; otros, desde la estupidez e irresponsabilidad más palmaria; pero todos dando martillazos a la Roca para intentar resquebrajarla y erosionarla poco a poco. No conseguirán destruirla, pero sí deteriorarla.
    «Por sus frutos los conoceréis» San Mateo, 7:16 ¿Cuáles han sido los frutos del Concilio Vaticano II, en todos los órdenes, para la Iglesia Católica? Y aquí son datos que se pueden cuantificar… y cualificar. Liturgia, vocaciones, jerarquía, moral…
    Y, en lugar destacado, sin juzgarle a él pero sí a sus actuaciones y comportamientos, Bergoglio. Y aquí, un hecho que no admite discusión: el enaltecimiento de aquel heresiarca que se llamó Lutero.

  3. Suscribo totalmeente el comentario, información de Roberto Pertici. Y además añado que Bergoglio es un pelidro público para la Iglesia Católica. Es un ateo, masón, comunista, anticristo, antireligión cavatólica, boludo, pelotudo, impresentable e indeseable. Cómo le han podido votar los Casrdenales y hacerle Papa?. Inaudito pero cierto.

  4. Después del desastre del Vaticano II, que con la excusa del agiornamento y otras estupideces, provocaron que miles de curas y Frailes se secularizaran y millones de fieles dejarán de ir a la Iglesia, otra vez Francisco y sus camarilla quieren colar el mismo cuento, con la excusa de una Iglesia más auténtica, mas misericordiosa, y mas olor a oveja, esta claro que provocarán una segunda devacle: la pérdida de la catolicidad de la Iglesia Catolica. Podemos quedarnos sentados a ver pasar el cadáver de la Iglesia Catolica o combatir y denunciar los errores actuales.

  5. Por una vez no estoy de acuerdo con Magister, o en este caso con el texto que aduce. No resiste la mínima crítica hablar de helenización: la misma confesión de Cristo como Dios, consustancial al Padre, era lo más antiplatónico qie podía hacerse. A menos que a pensar se le llame helenización. Y respecto al derecho hay cánones y colecciones canónicas desde el siglo IV. Tampoco me parece de recibo poner a Trento como inicio de algo que culmina en el Vaticano I, pues por desgracia lo que comenzó en el Vaticano I fue un culto a la autoridad pontificia antes desconocido ¿cuándo cita santa Teresa a ningún Papa? La estupidez papolátrica que padecemos hoy viene del Vaticano I, no de su letra, sino del espíritu de servilismo que se extendió desde ese momento. Muy ingenuamente se pensó que al relativismo de la modernidad se le podía combatir con la autoridad, en plan jesuítico, cuando lo que hacía falta es, como siempre, la armonía de fe y razón, y santo Tomás dejó claro el camino. El que se aceptaran las absurdeces raherianas sin que nadie apenas contestara muestra hasta qué punto ya en los cincuenta se había perdido el oremos, por no hablar de las reformas litúrgicas, Pío XII incluido. Pero sobre todo olvida el artículo que la Iglesia la ha fundado Cristo. Desaparecerá una multitud de chiringuitos, porque quedará muy poca gente a la cual le importará un comino estar de acuerdo o no con la sociedad moderna, por cierto ¿alguien sabe que quiere decir eso de sociedad moderna? En fin, que me temo que esta vez el historiador en que se apoya le ha fallado a Magister.

  6. Jesucristo dijo en Juan 16:33 » Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo. » Francisco puede decir ¿con orgullo? Yo me he dejado vencer por el mundo, pero, para esto, no necesitamos a Francisco. Que se vaya con los luteranos mundanizados.

  7. Maria Victoria al que hay que amar es a Dios, todo habitante terrenal no es digno de adoración, porque sería idolatría. El Papa no es el hijo de Dios, ni Dios encarnado. algunos papólatras vais acabar como los chinos que no se atrevían a mirar a los ojos al emperador, o los japoneses con el suyo. La iglesia gira en torno a Jesucristo no entorno al Papa. Porque si aceptais esto último, o sea que todo gire entorno al Papa, estais dando la razón a Lutero. Un poco de cordura, la iglesia está atravesando momentos difíciles, y no queriendo ver lo que sucede no ayuda a nadie ni a nada.

  8. Las consecuencias si sigue esa deriva serán nefastas. Aumentará la confusión y por lo tanto como todo es libertad de interpretación pues ocurre como los protestantes que la comunidad parroquial de tal sitio es diferente a la de tal otro en todo. Se plegarán al poder civil igual que en otros países de Europa donde no pintan ni influyen en nada pero viven de la subvención y del erario público sin molestar no vaya a ser que nos corten el grifo. Eso produce falta de vocaciones y la proliferación de toda clase de estrafalarieces con las que contentar al mundo moderno y las modas que claro son cambiantes, cosa que ya ocurre entre los protestantes.
    La cosa es que si imitamos lo que vemos que no funciona tampoco nosotros funcionaremos, y en eso estamos desde los años 60 y lo que ahora se ha acelerado. En aquellos tiempos se podía intuir que muchos estaban confundidos pero tenían buena voluntad hoy sabemos que es destruir por destruir y la pregunta es que si es por desconocimiento, cerrazón e ignorancia o mala formación o buscado deliberadamente. La Iglesia del futuro será una iglesia pequeña pero saldrá purificada de toda esta prueba

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