Adiós a la “Humanae vitae”. Llega quien celebrará su funeral

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(s.m.) Recibo y publico. El autor de la nota, Thibaud Collin, es profesor de filosofía en el Collège Stanislas de París, y ha escrito importantes ensayos sobre las teorías del “género”, el matrimonio homosexual y el laicismo político. Su último libro, publicado en el 2018, tiene como título: “¿Le mariage chrétien a-t-il encore un avenir?” [¿El matrimonio cristiano tiene todavía futuro?].

El punto de partida de su reflexión es el nombramiento ya efectuado de Philippe Bordeyne, teólogo moralista de 61 años, rector del Institut Catholique de París, como decano del Pontificio Instituto Teológico «Juan Pablo II» para las Ciencias del Matrimonio y la Familia, en sustitución de PierAngelo Sequeri.

El cambio tendrá lugar en septiembre. Y marcará un cambio de rumbo definitivo para el Instituto que lleva el nombre de Juan Pablo II, pero que se aleja cada vez más del magisterio del Papa que lo fundó y de su predecesor Pablo VI.

El terremoto que sacudió al Instituto en 2018 fue puesto en marcha por su Gran Canciller, el arzobispo Vincenzo Paglia, a instancias del papa Francisco y con el visible desacuerdo del papa emérito Benedicto XVI.

Pero aún seguía el decano Sequeri -un teólogo de reconocida valía y nada sospechoso de conservadurismo- que mantuvo viva con valentía una interpretación de la encíclica «Humanae vitae» de Pablo VI fiel a su sentido original:

> Sorpresa. Entre los hombres de Francisco está quien defiende «Humanae vitae»

Pero ahora ha caído esta última barrera también. Bondeyne lleva años defendiendo la superación de esa encíclica y el replanteamiento de la teología de la familia, que para él -y en su opinión también para el Papa Francisco- «no se detiene en absoluto en el triángulo pequeñoburgués de un padre, una madre y unos hijos», sino que «es el lugar donde cada individuo crece como persona en relación», por lo que «despreciar a las familias diferentes sería también despreciar esta labor de socialización» (entrevista en «La Croix«, 8 de abril de 2016).

Damos la palabra al profesor Collin.

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PERO AHORA LLAMÉMOSLO INSTITUTO “AMORIS LAETITIA”

 

por Thibaud Collin

El anunciado nombramiento del arzobispo Philippe Bordeyne, actual rector del Institut Catholique de París, como decano del Instituto Pontificio Juan Pablo II es la última etapa en la refundación llevada a cabo por el arzobispo Vincenzo Paglia y por el papa Francisco de esta institución explícitamente deseada por San Juan Pablo II y fundada por Carlo Caffarra, el futuro cardenal. Esto confirma que esta refundación es una verdadera revolución.

La rica reflexión del Papa polaco sobre el cuerpo sexuado, el matrimonio y la familia puede entenderse como una respuesta al fracaso de la recepción de la encíclica «Humanae vitae» de san Pablo VI. Ciertamente, este documento no toca la totalidad de esos temas, ni mucho menos, pero puede considerarse como la piedra de toque de toda la doctrina de la Iglesia sobre la sexualidad y el matrimonio. La mentalidad anticonceptiva a la que se opone la encíclica es, en efecto, objetivamente la condición de posibilidad de la legitimación social del aborto, de las tecnologías reproductivas y de todas las reivindicaciones LGBTQ.

Ahora, la refundación del Instituto Juan Pablo II iniciada hace unos años por Monseñor Paglia, mediante el despido de buena parte de sus profesores y el nombramiento de teólogos como Maurizio Chiodi y Gilfredo Marengo, claramente ya no toma la «Humanae Vitae» como piedra de toque. Este documento es visto ahora como demasiado “abstracto” y “teórico”; el estatus que se le otorga hace que sólo sea un ideal, aunque se le califique de “profético”, como si fuera un adorno que se coloca en la repisa de la chimenea para decorarla y no se vuelve a tocar. El nombramiento de Philippe Bordeyne confirma este cambio de paradigma. Que se le juzgue por los hechos. Esto es lo que él dice en un texto escrito con motivo de los sínodos de 2014 y 2015 sobre la familia:

«La encíclica ‘Humanae vitae’ enseña que los métodos naturales de control de la fertilidad son los únicos lícitos. Sin embargo, hay que reconocer que la distancia entre la práctica de los fieles y la enseñanza del Magisterio se ha hecho aún más profunda. ¿Se trata de una mera sordera a las llamadas del Espíritu, o es fruto del discernimiento y la responsabilidad de las parejas cristianas sometidas a la presión de los nuevos modos de vida? Las ciencias humanas y la experiencia de las parejas nos enseñan que las relaciones entre el deseo y el placer son complejas, eminentemente personales y, por lo tanto, variables según la pareja, y que evolucionan con el tiempo y en el interior de la pareja. Frente al imperioso deber moral de luchar contra las tentaciones del aborto, del divorcio y de la falta de generosidad ante la procreación, sería razonable dejar el discernimiento de los métodos de control de la natalidad a la sabiduría de las parejas, poniendo el acento en una educación moral y espiritual que permita luchar más eficazmente contra las tentaciones, en un contexto a menudo hostil a la antropología cristiana.

«En esta perspectiva, la Iglesia podría admitir una pluralidad de caminos para responder a la llamada general a mantener la apertura de la sexualidad a la trascendencia y al don de la vida. […] La vía de los métodos naturales, que implica la continencia y la castidad, podría recomendarse como un consejo evangélico, practicado por parejas cristianas o no cristianas, que exige el autodominio de la abstinencia periódica. La otra vía cuya licitud moral podría admitirse, confiando la elección a la sabiduría de los cónyuges, sería el uso de métodos anticonceptivos no abortivos. Si los cónyuges deciden introducir estos fármacos en la intimidad de su vida sexual, se animarán a redoblar su amor mutuo. Esto último es lo único que puede humanizar el uso de la tecnología, al servicio de una ecología humana de la generación» («Synode sur la vocation et la mission de la famille dans l’Eglise et monde contemporain. 26 théologiens répondent», Bayard, 2015, pp. 197-198).

Esta cita es una condensación de lo que un gran número de teólogos y episcopados han dicho sobre la norma ética recordada por san Pablo VI y fundada antropológicamente por san Juan Pablo II en la catequesis sobre la «teología del cuerpo» y moralmente en la encíclica «Veritatis splendor».

Pero ahora se ha cerrado el círculo: ¡el espíritu eclesial de los años setenta ha terminado por conquistar Roma! ¿Pero por qué la «distancia» se ha hecho tan “profunda”, si no es porque la mayoría de los pastores, al no haber querido abrazar esta buena noticia sobre el control de la natalidad, identificada como una carga insoportable, nunca la han transmitido realmente a los que se les había confiado? De allí en adelante, ¿por qué hablar entonces de “sordera” a las llamadas del Espíritu como si, efectivamente, su voz hubiera llegado a los oídos de los fieles?

La realidad es que gran parte de éstos últimos no han oído hablar de la doctrina de la Iglesia sobre este tema, salvo por los medios de comunicación dominantes. Como no se ha hecho el trabajo de transmisión, no sorprende que no se haya producido la asimilación.

Por lo tanto, es fácil decir que, al no ser aceptado el documento, sería necesario pasarlo por el tamiz de las ciencias humanas y la «sabiduría» de las parejas. Un razonamiento circular que permite descartarlo con discreción. Hacer de la regulación natural de los nacimientos el objeto de una opción revela que el sacramento del matrimonio ya no es percibido como orientado a la santidad a la que están llamados todos los bautizados.

¿Cómo no ver que estas afirmaciones relativizan gravemente la enseñanza del Magisterio e inducen a error a las parejas de buena voluntad, que en consecuencia ven esta norma ética no como un camino hacia la felicidad sino como un ideal casi inhumano? La doctrina de la «Humanae Vitae» exige ciertamente ser encarnada en una pastoral y en una «educación mortal y espiritual”, pero ésta no debe ser medida por las ciencias humanas, que por su naturaleza son incapaces de captar la verdad del lenguaje de los cuerpos. El objetivo de la educación es la subjetivación adecuada, es decir, la libre realización del verdadero bien humano.

Los pastores y los laicos comprometidos en la pastoral matrimonial deben, por tanto, trabajar para hacer amoroso el bien que se consigue en los actos libres a través de los cuales los cónyuges significan en el lenguaje corporal la verdad de su amor conyugal. Afirmar que se debería dejar a la conciencia de las parejas la elección del método anticonceptivo revela que la norma ética se aplica en forma externa, sin comprometer a la persona en su totalidad; en definitiva, en una forma que ya es técnica, un poco como si yo me preguntara: “Tengo que ir a tal o cual sitio: ¿tomo la bicicleta o el automóvil?”. De ahí la expresión tan reveladora que es “la humanización de la tecnología a través del amor”, cuando en realidad precisamente la introducción de la tecnología termina por oscurecer el don de sí mismo, haciendo de la unión de los cuerpos una especie de mentira, que ya no significa objetivamente la comunión de los esposos. ¡El colmo de la confusión se alcanza cuando se indica que esta humanización de la tecnología debe ponerse al servicio de la ecología humana!

Sólo la virtud de la castidad – intrínsecamente ligada al bien de la comunión conyugal y fuente de continencia temporal, pero sin reducirse a ella – puede salvaguardar, en la unidad de la persona en cuerpo y alma, la verdad del amor. Sólo la castidad eleva la vida sexual de los esposos a la altura del valor de la persona y evita reducirla únicamente a los valores sexuales. En el ámbito del amor, la tecnología no puede ni podrá nunca sustituir a la virtud.

Por último, es sorprendente pensar en la anticoncepción como una especie de baluarte contra el aborto, cuando todos los estudios demuestran lo contrario, que el progreso de la mentalidad anticonceptiva fomenta en realidad el aborto, por no hablar de que hoy en día muchas píldoras [anticonceptivas] son también abortivas.

En definitiva, el nombramiento como director de un personaje como Philippe Bordeyne confirma que el Instituto Juan Pablo II, en plena hemorragia de alumnos, debería, por honestidad intelectual, cambiar de nombre. Podría llamarse, por ejemplo, Instituto “Amoris laetitia”.

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