| 05 mayo, 2015
Son tiempos de emoción y desconcierto en la Iglesia católica. Eso para nadie es una sorpresa. La presencia en el solio de San Pedro de Jorge Mario Bergoglio a nadie deja indiferente. ¿Por qué Francisco tiene esa capacidad de colocarse en el centro de la escena y obligar a todos los actores involucrados a tomar posición? ¿Cómo es que logra ese efecto, casi sin proponérselo? O, al menos, sin solicitarlo abiertamente. Debo confesarlo, jamás me hubiese imaginado asistir a un fenómeno tan particular cuanto interesante. Un Papa con una propuesta clara y cristalina, cuestionadora, capaz de sacudir conciencias y despertar -al mismo tiempo- un enorme consenso internacional. Que obliga a repensar las cosas dentro de la Iglesia lo suficiente como para llegar a cosechar no pocas resistencias. Algunas mezquinas, otras consecuencia de una maquiavélica trampa mediática en la cual parecen haber caído amplios sectores de un ya innegable “bloque anti-Bergoglio”. En este escenario un tanto borrascoso, propio de los tiempos de las grandes reformas, algunos parecen ser la manifestación más acabada del “reino del revés”. Ayer férreos defensores del Papa y el papado, hoy expresan irritación por todo aquello que catalogan como “franciscomanía”. Lo hacen peyorativamente y casi siempre en privado. O derraman sus molestias en algún blog de ocasión, aprovechando el anonimato que garantiza la web. Expresan así una fidelidad al primado de Pedro a “corriente alterna”. Ahora sí, ahora no. Del otro lado se posiciona un bloque contrario, seducido por la tarea cotidiana de glorificar todo mínimo gesto y comentario del sumo pontífice. Se encuentran reflejados en un “modelo eclesial” que se inspira en aquello que sale de la boca del Papa, pero única y exclusivamente en los discursos que justifican ese pretendido modelo preconfeccionado. Suelen utilizar la frase “efecto Francisco” o “revolución” como un amuleto, casi como un “escudo protector” con capacidad para neutralizar a quien indique las evidentes contradicciones (o hasta manifiestas herejías) de sus propuestas. El Papa mismo es consciente de la existencia de estos dos extremos. Es más, se ha referido a ellos varias veces públicamente. Y siempre ha pretendido mantenerse al margen de ambos. Lo ha hecho respetando la libertad de todos los actores, la mayor parte de los cuales estaban ahí mucho antes de su llegada al Vaticano. E incluso a costa de ser acusado de alinearse en uno u otro sentido. En este contexto parece casi imposible tratar de mantener un mínimo equilibrio, sobre todo cuando se han multiplicado los púlpitos digitales en los que se llevan a cabo sumarios y fulminantes procesos canónicos, con veredictos de ortodoxia o heterodoxia incluidos. Y los periodistas estamos ahí. Nos llaman “vaticanistas”, aunque a mi ese adjetivo nunca me ha gustado. Prefiero periodista a secas, o que se ocupa de “asuntos religiosos” quizás. Después del shock inicial de ver asomarse al balcón central de la Basílica de San Pedro a un compatriota convertido en Papa, me di cuenta que -en realidad- sabía muy poco de él. Desde el primer momento surgieron opiniones encontradas, y hasta encendidas polémicas sobre la decisión de los cardenales de consagrarlo. Sus primeros pasos provocaron en mi lo mismo que en muchos: emoción y desconcierto. Y, porque no, una natural dosis de confusión. Entonces comencé un camino de descubrimiento. Un ejercicio periodístico por tomar distancia y buscar las claves para comprender por qué ese hombre había llegado a convertirse en el vicario de Cristo. No quise prestar oídos a los “cantos de sirenas” que desde muy diversos ámbitos me llegaban. A favor y en contra. Quise conocer yo mismo, preguntar, interrogar, cuestionar y descubrir. Ese sendero está plasmado en “La reforma en marcha”, este libro apenas publicado en España por Stella Maris, una casa editorial joven, pero extremamente dinámica. Lejos está de ser una biografía, mucho menos una hagiografía. Busca ser, tan solo, una imagen congelada de un interesante tiempo para la Iglesia. Un tiempo que dejará -sin duda- una huella profunda. No sólo constata de las virtudes de su protagonista, el Papa. También habla de sus errores, los excesos de confianza y las dificultades que se ha visto obligado a afrontar. Los periodistas nos pasamos la vida buscando grandes historias que contar. Desde el principio me pareció estimulante hacer un esfuerzo por contar esta. La de Francisco, el Papa venido del “fin del mundo”. Con sus luces y sus sombras. Porque, a final de cuentas, los grandes hombres no son aquellos que no se equivocan, sino aquellos con la capacidad de sobreponerse a las dificultades sin perder la paz interior. Ellos inspiran y emocionan. Pueden llegar a tocar los corazones de una entera generación. Ahora, después de unas semanas en las librerías, este martes tendré el honor de compartir una velada en Roma con tres grandes colegas. Antonio Pelayo, Juan Vicente Boo y Darío Menor. Ellos comentarán el libro en un coloquio a modo de presentación. Será la oportunidad para convivir y reflexionar. Gracias al gentil apoyo de la Embajada de México ante la Santa Sede y el Instituto Cervantes de Roma. De hecho el encuentro será a las 18:00 horas, en la sede del Cervantes en Piazza Navona 91. A quienes estén por la “ciudad eterna” los esperamos y a todos ustedes, como siempre, ¡gracias!
«Ay cuando el mundo hable bien de vosotros¡¡¡» Y no lo he dicho yo. Y el «mundo» habla muy bien.