Todos tenemos algo que aportar a los demás. Unos se hacen arquitectos, y construyen casas donde la gente vive. Otros se convierten en deportistas, y dan tardes de gloria (y decepciones) a los aficionados. Hay quien opta por la música, y realiza canciones que encandilan el alma de quienes escuchan su creación. Algunos prefieren el dibujo, la pintura, y crean arte. Cada uno aporta aquello que lleva dentro y desea compartir con los otros. Hay tantas vocaciones como personas en este mundo. La de ser escritor es una de ellas. Quizá no sea la mejor pagada del mundo, pero cuando plasmas, negro sobre blanco, tus reflexiones o esas historias que nacen en tu imaginación, algo brilla en el alma con un esplendor majestuoso. Escribir consiste en desnudar el alma, el propio pensamiento, dejándolo a la vista de los demás, con lo que eso supone. Si temes la crítica, mejor no escribas. Si te dejas llevar, excesivamente, por los halagos, mejor no escribas. Escribe solo si deseas compartir, sin miedos ni vanaglorias, aquello que llevas dentro.
La vocación del escritor
| 21 mayo, 2015
Pasé mucho tiempo, a lo largo de mi vida, buscando mi vocación. ¿Qué debía hacer en este mundo? recuerdo que, de pequeño, me dio por ser torero. Tendría seis años, disculpadme. Pero con esa edad ya había algo que me entusiasmaba: contar historias. Recuerdo una piscina, recuerdo unas montañas alrededor, recuerdo a los mayores escuchándome, fue un tiempo, una época, que está grabada a fuego en mi alma. En aquellos maravillosos años, los veranos que pasábamos en Guadarrama, lo recuerdo con cariño, me encantaba narrar historias a mis hermanas y sus amigos. Eran leyendas, cuentos, fábulas, que surgían de una mente por entonces muy creativa. Había un tema principal en mis relatos. Una chica, de mi clase, que por entonces me gustaba, se encontraba secuestrada por un dragón en un «castillo». Todas las noches me escapaba, a través de una baldosa de mi habitación, y me iba a verla. Cada noche surgían aventuras nuevas.
Fueron transcurriendo los años. Disfrutaba cuando, en el colegio, nos mandaban las profesoras aquellas redacciones que debíamos entregar sin faltas de ortografía y bien redactadas (no sé por qué pero, salvo uno, todos los profesores de Lengua y Literatura que tuve fueron mujeres). Mi primer relato lo publiqué en la revista del Centro Cultural de Santoyo, mi pueblo. Aún debe estar por la casa de mis tíos esa revista. Era un relato fabulado sobre la historia de Santoyo. Una nota de redacción: aunque los datos no son ciertos, se ha publicado por la novedad que supone este joven escritor. Podría haberme volcado, desde entonces, en la literatura. Podría haber decidido escribir ya en aquella época. Aún no había blogs entonces y lo que hacía era escribir mis pequeños artículos sobre lo que acontecía en el día a día mundial. Hicimos varias mudanzas, por lo que no sé donde fueron a parar esos artículos. Sin embargo, algo se quebró en la Universidad. No sé si fue el tener malos profesores, pero de pronto dejé de escribir. Pasaron los años, abrí varios blogs. Alguno me lo censuraron.
En todos estos años, desde que terminé la Universidad, fui buscando cual podía ser mi vocación. Reflexionaba sobre mi lugar en el mundo, sobre la labor que Dios quería que yo desempeñase en mi vida. Creí que tenía vocación de sacerdote. Entré en el Seminario, salí. Creí tener vocación de historiador, y la tengo. Tengo vocación de historiador, pero no para escribir manuales académicos carentes de espíritu. Lo mio es otra cosa. Probé con el periodismo, pero mi alma no es de este tiempo, soy una criatura que no soporta bien el estrés y la prisa. Pero, desde 2012, cada vez fui pensando más en la posibilidad de escribir un libro. Intenté dar a luz a una criatura, pero se quedó en el limbo. Puede que algún día la «resucite». Decía un escritor, Javier Sierra, que a veces pasa eso. En algunas ocasiones escribimos una obra que no está madura, por ese motivo la dejamos a medias. De hecho, conviene hacerlo. Dejarla a medias, pero no definitivamente, sino para retomarla algún día, cuando esté madura, y mientras tanto escribir otras historias. Eso hice con aquel libro.
En los últimos meses, sentí de nuevo la llamada a esa vocación, la del escritor. Desde octubre era algo que tenía presente. Pero quizá el aldabonazo definitivo me lo dio un buen amigo mio, Iñaki. Estábamos tomando un chocolate con churros y me dijo «Es un desperdicio que, sabiendo escribir, habiendo viajado, habiendo obtenido tanto conocimiento, no escribas». Esto iba en paralelo a una frase que me dijo poco antes el mencionado Javier Sierra «la mejor edad para empezar a escribir es a partir de los treinta años, porque es cuando comienzas a asimilar lo vivido a lo largo de tu vida y cuando puedes comprender lo que viene a partir de entonces». Si, debía ponerme a escribir en serio, una novela histórica. Como digo, tengo vocación de historiador, me entusiasma la Historia, pero no la concibo como algo muerto, sino que me gusta darle vida. Tengo vocación de escritor, de contar historias, mezclando aquello que nace en mi propia imaginación con alguna experiencia personal, con mi forma de pensar y de ver la vida. Todo ello aderezado con Historia, mitología, leyendas, misterio. Tratando de no ser aburrido, tratando de crear personajes con los que el lector pueda sentirse identificado.
De esa forma se está gestando la que, Dios mediante, será mi primera novela histórica. Las vivencias de la mártir romana Julia y su amigo Marco Nigrini. La investigación que llevará a cabo nuestro contemporáneo Nicolás, con la ayuda de Lara y Enmanuel. La conspiración de La Garduña, sociedad secreta que quiere borrar el pasado cristiano de Hispania, llegando a arrasar el pueblo de Torremarte. Todo eso está, de momento, en mi imaginación, aunque algunas cosas ya las he escrito en el borrador. Si Dios quiere, saldrá a la luz en unos meses. He encontrado mi vocación, definitivamente, escribir, buceando en la Historia. El principal miedo que suele tener un escritor es a la hoja en blanco. De pronto, un nudo en la garganta ¿Sobre qué escribo? la vida es algo mágico, hay infinidad de cosas sobre las que se pueden escribir. No hace falta una novela histórica para escribir, ni tampoco un ensayo o una obra teatral. Se puede escribir en un blog, por ejemplo. La cuestión es esa, aportar aquello que llevas dentro a los demás.
Ser escritor no es tarea fácil. Exige una disciplina (hay que escribir un poco cada día, aunque sean unas líneas). Supone también un esfuerzo. Para escribir conviene pensar, meditar, reflexionar detenidamente aquello que quieres transmitir. La palabra escrita tiene la capacidad de penetrar en lo más hondo del alma. Ser escritor significa narrar historias, compartir pensamientos. Ser escritor supone humildad para aceptar las críticas y, también para no creerse un Cervantes de la vida. Ser escritor conlleva leer mucho pero, sobre todo, extraer una enseñanza sobre aquello que se ha leído. Esa enseñanza también se debe extraer sobre lo vivido en la vida, en el día a día. Al haber viajado mucho, gracias a Dios, tengo experiencias vitales que puedo compartir. Por todo ello quiero ser escritor. Soy consciente de que no voy a ganar mucho dinero escribiendo y, con toda probabilidad, no llegue ni a estar mencionado para el Nobel o el Premio Planeta. Pero sé que habré aportado algo a la humanidad. Incluso aunque lo que escriba tan sólo lo lean una o dos personas. Dicen que son tres las cosas que hay que hacer en la vida: escribir un libro, plantar un árbol y tener un hijo. El libro está en camino. El árbol algún día lo plantaré, especialmente en mi amado Santoyo. El hijo vendrá, o no, si Dios quiere.
En definitiva, me encanta escribir. Pero voy a intentar no limitarme al libro, sino que voy a tratar de darle más movimiento a este blog. Pues le he tenido un poco abandonado. De hecho en algún momento le he tenido como mero contenedor de contenidos publicados en el blog hermano, el que tengo en Infovaticana. Escribir es mi vida, es el «sacerdocio» al que me siento llamado. En definitiva, escribir es una vocación. Creo, humildemente, que la más bella vocación.