Ya se nos acabó el verano (al menos, sus vacaciones). Como siempre en estas fechas (si no antes), nos vemos obligados a volver a la rutina, a nuestros quehaceres diarios y a nuestras sempiternas preocupaciones (principalmente, a aquellas que habíamos relegado en el trabajo cuando franqueamos el umbral de su puerta). Es posible que muchos hayáis disfrutado tanto del sol como de la playa, tanto del monte como de algún chalet con piscina, o del lugar al que soláis acudir cuando queréis descansar. Pero, sobre todo, espero que hayáis gastado (y desgastado, que no malgastado) el tiempo con vuestras familias. En efecto, muchas veces nos preocupamos tanto de la desconexión veraniega que incluso desconectamos de los nuestros, que es con quienes más deberíamos estar. Viajes con los amigos, barbacoas con los antiguos compañeros de colegio, escapadas solitarias… un largo etcétera que nos llena el mes de agosto (o de julio) de muchísimas experiencias, pero que a veces nos privan de la experiencia familiar, que es la que más debemos cuidar.
Este verano, he tenido la oportunidad ver de nuevo Vivir (Ikiru), una de las grandes obras maestras del genio japonés Akira Kurosawa, autor de las más conocidas Los siete samuráis y La fortaleza escondida (falsilla confesa de La guerra de las galaxias, de George Lucas). En ella, el señor Watanabe, un funcionario de reconocido prestigio, se viene abajo cuando descubre que padece cáncer de estómago. En efecto, a partir de ese momento, comienza a replantearse su vida, puesto que ostenta el dudoso récord de asistencia diaria (¡ni una sola ausencia, ni una sola baja médica!) a su despacho en el ayuntamiento: de este modo, y en la soledad de su alcoba, empieza a pensar en las veces que pudo estar con su hijo, pero que no quiso, puesto que priorizó el trabajo; en los momentos en que pudo demostrarle su cariño, pero se abstuvo (algo que solo consiguió que el hijo lo tratase como una mera fábrica de hacer dinero, no como su progenitor); e incluso (¿por qué no decirlo?) en los momentos en que pudo divertirse con él, pero creyó que era más relevante solazarse con los compañeros de oficina. Es por ello que, en un momento dado (después de varios minutos de reflexión, porque el cine japonés no escatima en duración), decide que ha de divertirse y, de esta manera, recuperar el tiempo de vida que él cree perdido.
El señor Watanabe (imponente Takashi Shimura, un clásico interpretativo del séptimo arte nipón, visto también en una cinta que se encuentra en las antípodas de esta: Japón bajo el terror del monstruo) contrata para su propósito a un vagabundo borrachín, que sabe más de la vida ociosa que él, y le pide, pues, que lo lleve a los locales nocturnos más exitosos de Tokio (o de la ciudad donde se desarrolle la acción, que ya no me acuerdo). De este modo, conoce multitud de sitios donde puede divertirse bebiendo, bailando o hasta retozando con alguna meretriz de ojos rasgados. Pero llega un momento en que descubre que esa falaz diversión solo está profundizando más su soledad y su tristeza, puesto que no logra desasirlo del remordimiento que lo unce. Por este motivo, cuando menos lo espera su advenedizo compañero, se echa a llorar y entona una melancólica canción que espeluzna a todos los circunstantes: «La vida es corta». Es entonces cuando zanja que debe replantearse su replanteamiento vital, y no dedicarse a la diversión, sino a la caridad (o a hacer el bien a los demás, ya que, al no ser cristiano, es probable que Kurosawa desconociese dicho término); y que esta caridad debe culminar con su propio hijo, al que ha desatendido la mayor parte de su vida.
A muchos, este argumento os evocará la famosa máxima latina «carpe diem«, es decir, «aprovecha el instante», una de las expresiones más usadas por todos nosotros (especialmente, durante la adolescencia, cuando nos tomamos todas las cosas tan en serio); con ella, y como bien sabéis se pretende exhortarnos a exprimir la vida al máximo, viviendo cada momento como si fuera el último de nuestra existencia (en este sentido, y al hilo de la adolescencia, recuerdo a un profesor del instituto que, tal vez amargado por su incipiente vejez, nos la repetía hasta la saciedad). Pero ese aprovechamiento de la vida suele ser mal entendido, porque, como al señor Watanabe del filme, se invita al sujeto (la mayoría de las veces, al joven) a que se divierta cuanto pueda, derroche cuanto tenga, peque cuanto desee (entiéndase lo que quiero decir) y etcétera, ocultándole que los excesos traen desastrosas consecuencias (aún resuena en mis oídos la voz de un excompañero de colegio, abatido por la mala vida, diciéndome que había que exprimir al máximo esta última…). Es por ello que el carpe diem tiene un sentido más profundo y humano, que es el que debe ser cultivado.
Este sentido del que hablo está precisamente representado en la película Vivir (Ikiru). Así es, como ya hemos señalado, el señor Watanabe intuye en ella que esa diversión plena en la que se vuelca para ocultar su tristeza solo está sembrando más pena en su interior, por lo que ve que no debe derrochar su existencia en sí mismo, sino en los demás: de este modo, lo hace con unas señoras que no paran de quejarse de las aguas fecales que anegan su barrio; lo hace también con la exempleada que le pide un despido voluntario para buscar un empleo que la satisfaga más, y hasta lo invierte con la persona que se cruza con él por la calle. Pero, sobre todo, quiere derrochar su vida (gastarla y desgastarla, ¿recordáis?) con su hijo, a quien ha olvidado en los largos años de trabajo (¡incluso durante las vacaciones que debería haberse cogido!); así, no solo se redime de ese mal que lo atormenta, sino que también, y de manera principal, encuentra el verdadero sentido de la vida (¿os acordáis de aquella famosa sentencia de la Biblia, «hay más alegría en dar que en recibir»?).
El año que viene, cumpliré (si Dios así lo quiere) diez años de ministerio (¡diez años sirviendo al Señor en el sacerdocio!). Como comprenderéis, durante este tiempo he presidido multitud de funerales (alguno de ellos, incluso de personas muy cercanas a mí), y no ha habido ninguno (o casi ninguno) en que los familiares del difunto no me hayan confesado (no de manera sacramental) que sienten la pena de no haber pasado con él más tiempo. En efecto, cuando ese padre con el que apenas había relación, o ese hermano con el que me había peleado, fallece (ya no va a estar de verdad nunca junto a mí), me doy cuenta de que podría haberme reconciliado con él, arreglar nuestras dificultades y ser otra vez una familia unida y feliz. Por supuesto que ahora puedo rezar por él e incluso pedirle interiormente perdón por mis ausencias, pero ¿qué pasa con esas que he tenido mientras él vivía (he conocido gente que todavía no se las perdona)? Por este motivo, y como esos deslices ya son irrecuperables, lo mejor es aprovechar el momento ahora (carpe diem): estar con la familia todo el tiempo que sea posible, queriéndola y haciendo siempre el bien por ella. Claro que hay que divertirse con los amigos en las barbacoas de verano (¡hasta es necesario!), pero no las veneres tanto que olvides hacer una (¡al menos una!) con tus padres y hermanos.
En este sentido, debo decir que tengo un vecino al que veo pasear al perro todas las mañanas, siempre y a la misma hora. Sin embargo, hace poco me enteré de que el citado can no es suyo, sino de una vecina que no lo puede sacar a la calle; por otro lado, también supe que se quedó sin madre hace un tiempo, que su hermano se fue a vivir con la novia (¡vaya una novedad!) y que, por todo ello, ahora está cuidando de su padre, que está enfermo, y al que le hace la comida, lo lava, lo viste, etcétera. Pues bien, es posible que este vecino mío no vaya de barbacoas con sus amigos siempre que puede, ni haga una escapada rural cuando se agobia, ni un viaje con los amigos en agosto, ni se reúna mensualmente con sus excompañeros de colegio, puesto que debe atender a un padre que ya no sale de casa; pese a ello, creo que está aprovechando la vida al máximo, puesto que está derrochando caridad con quien se la dio (¡qué olvidado tenemos el cuarto mandamiento de la ley de Dios!). Cuando hablo con él, se queja (¿y quién no? Es innegable que lleva una existencia muy dura), pero siempre me habla con la sonrisa de satisfacción de alguien que le ha encontrado sentido pleno al carpe diem.
Por todo ello, y ahora que volvemos a nuestra rutina ordinaria, os exhorto a que no releguéis a vuestros familiares, que son quienes más os quieren; que el trabajo del que habéis descansado este verano no os absorba tanto que ni siquiera tengáis un momento para hablar con ellos. Aprovechad este momento, que es el único instante que tenemos para reconciliarnos (si es que estamos llamados a ello), demostrarles nuestro amor y gozar del suyo. Este es el instante que tenemos para decir (y vivir realmente) nuestro particular carpe diem.