La semana pasada deplorábamos en este mismo blog el trato que suelen recibir las películas de temática religiosa en nuestro país. Efectivamente, es un género que parece suscitar poco interés en los espectadores españoles, a pesar de contar con excelentes títulos y de dar a conocer, en algunos casos, fragmentos de la historia que ellos ignoran. En concreto, aludíamos a la película Las inocentes (Anne Fontaine, 2016), que relataba el sufrimiento de un grupo de monjas a manos del Ejército soviético de la postguerra, pero que también enlazaba con la actualidad al presentar un discurso a favor de la vida muy elocuente.
Casualmente, estos días podemos ver en nuestros cines un largometraje que corre el peligro de enfrentarse a la misma situación. Se trata de La promesa (Terry George, 2016), un drama que pretende divulgar entre los espectadores el genocidio armenio, un capítulo de la historia que todavía es negado por los herederos de sus responsables, es decir, el Gobierno turco. Por desgracia, la cinta está padeciendo multitud de críticas negativas, que, o bien la acusan de una falsa apologética disfrazada de romance, o bien la tildan de plúmbea y de manida. Aunque no profundizaremos mucho en estos argumentos para defenderla, creemos que, pese a sus errores, es un título valiente e imprescindible. Por ese motivo, y ya que aquí no queremos que corra la misma suerte que la mayoría de filmes cristianos, animamos a los lectores a su visionado.
Michael desea estudiar Medicina. Para ello, debe partir a Constantinopla, donde vivirá con sus tíos. Pero, antes de marchar, se compromete con su novia a casarse con ella en cuanto regrese. Sin embargo, en la capital conoce a una mujer de la que se enamora, por lo que verá cómo su promesa se tambalea. Todo ello, enmarcado por los albores de la Primera Guerra Mundial y por el genocidio contra los armenios perpetrado por el Imperio otomano.
Para empezar, es necesario abordar sucintamente la historia. Los armenios conforman un pueblo nacido en la península de Anatolia, en el Asia Menor. Como tantas otras naciones del entorno, asumió muy pronto el cristianismo como religión oficial, ya que, según sus propios anales, había sido evangelizado por los apóstoles san Bartolomé y san Judas Tadeo. Debido a esta conversión tan precoz, el Gobierno otomano, una vez establecido, le concedió el estatus de dhimmi, es decir, de pueblo gentil tolerado por el islam, pero de clase inferior. Sin embargo, esta situación de relativa paz estalló en 1915, cuando aquel aprobó su deportación o su ejecución. Aunque, en la actualidad, muchos armenios viven en la moderna república que lleva su nombre, la mayoría de ellos están dispersos en el mundo como fruto de dicha masacre.
De este modo, la película se convierte en el testimonio de un capítulo histórico injustamente olvidado. Como prueba de ello, es posible preguntar sobre él a cualquier persona, que sin duda lo ignorará por completo. Sin embargo, esa misma persona conocerá al dedillo todo lo relativo al holocausto judío, que cuenta a sus espaldas con una numerosa filmografía destinada a este propósito. Por esta razón, y aprovechando el loable trabajo del pueblo diezmado por el nazismo, que ha sabido divulgar su tragedia mediante el séptimo arte, esta cinta recuerda también el sufrimiento del pueblo cristiano, en el que el genocidio armenio es solo una muestra.
Con este fin, podemos acercarnos a títulos que también pasaron inadvertidos en el momento de su estreno, a pesar de narrar acontecimientos de la historia desconocidos por el público actual. Un buen ejemplo de ello puede ser Cristiada (Dean Wright, 2012), que describe la persecución religiosa en México y la respuesta popular en auxilio de la fe. Pero también Un Dios prohibido (Pablo Moreno, 2013) y Bajo un manto de estrellas (Óscar Parra de Carrizosa, 2013), que afrontan el odio a la Iglesia vivido en la España de principios del siglo XX.
Volviendo a la película que nos ocupa, concedemos que presenta varios errores que impiden que se trate de un título redondo. En este sentido, es cierto que el triángulo amoroso vivido por el protagonista decae muy pronto y que tiene un innegable aspecto de telefilm que le resta credibilidad. Sin embargo, rechazamos la acusación de película engañosa por utilizar el genocidio armenio como marco para el romanticismo, pues ¿no fue esa la excusa usada por Doctor Zhivago (David Lean, 1965) para relatar la Revolución soviética? O bien, ¿no la aprovechó la afamada Titanic (James Cameron, 1997) para poner en boga el entonces olvidado hundimiento del navío? Sin duda, se trata de un elemento narrativo común y, por tanto, aceptable.
A nuestro juicio, se trata de un gran largometraje que está sufriendo gratuitamente el menosprecio de la crítica y del público, pero que es un título valiente y correcto. Además, y como ocurría con el argumento de Las inocentes, que podía ser extrapolado a nuestro tiempo, cuenta una historia cuyo eco resuena en la actual matanza de cristianos perpetrada por el islam en Siria y en Iraq. Por estos motivos, recomendamos su visionado y animamos al espectador a que viaje por otros filmes de la misma índole, para que descubra que, más allá del sufrimiento judío, existe el que ha padecido la Iglesia a lo largo de los siglos.