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Kong. La isla calavera

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Esta semana, han llegado pocas cintas de interés a nuestras carteleras. Por este motivo, quisiéramos recomendar aquí un título que se estrenó la anterior y que no debería pasar desapercibido. Nos referimos a Kong. La isla calavera (Jordan Vogt-Roberts, 2017). En efecto, pese a recuperar un personaje icónico de la historia del cine y adaptarlo a nuestro tiempo, se trata de una película imprescindible para comprender la esencia misma del séptimo arte: el entretenimiento.

 

Como todo el mundo sabe, sin embargo, no se trata de una precuela ni de un remake del clásico de 1933, sino de un reboot. Esto quiere decir que nos hayamos ante un film que pretende reinventar el personaje y establecerlo como protagonista de una nueva saga. Y aunque esta decisión conlleve el rechazo de muchos puristas, debemos señalar que también forma parte de la historia más elemental del celuloide.

 

 

Esta vez, el argumento nos traslada a los años setenta, a una fecha inmediatamente posterior a la guerra del Vietnam. Un grupo de veteranos de este conflicto es reclutado para una última misión: acompañar a una expedición científica en su incursión por una isla perdida del Pacífico. Esta isla se llama Calavera y siempre ha permanecido escondida al ojo humano gracias al banco de niebla que la protege. Pero el secreto que mejor guarda es la presencia de King Kong, un simio gigante que es venerado como un dios por las tribus nativas.

 

Por tanto, las únicas relaciones que esta nueva cinta mantiene con la original son el protagonismo de Kong y su ubicación en la isla Calavera. El resto entronca más con las monsters movies norteamericanas de los años cincuenta y con el kaiju eiga japonés. Por este motivo, no encontraremos en ella un desarrollo profundo de los personajes ni un guion muy literario, sino un apabullante show de destrucción y lucha ciclópea. Esto nos conduce a la primera cuestión, es decir, a recordar que el cine nació como espectáculo.

 

 

En efecto, a veces me pregunto si King Kong (Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933) fue concebida por sus creadores como una verdadera metáfora del amor bizarro. Ciertamente, comienza y termina con el proverbio que asevera que la bestia murió por culpa de la mirada de la bella, pero ¿no es todo su metraje intermedio una simple acrobacia destinada al asombro del público? Tengamos en cuenta que el único monstruo visto a la sazón en una pantalla de cine había sido el diplodocus de El mundo perdido (Harry O. Hoyt, 1925). Como este formaba parte del universo silente, es posible que ella solo quisiera repetir su éxito en el sonoro (de hecho, contó para ello con su mismo y genial creador de los efectos especiales: Willis O´Brien). Además, fueron sus posteriores remakes y la cultura popular los que incrementaron esa poesía que ella insinuaba (o la lujuria, en el caso de la versión de 1976).

 

Respecto de la segunda cuestión, es decir, la creación de una nueva saga, debemos señalar que la mismísima King Kong contó con una rápida secuela: El hijo de Kong (Ernest B. Shoedsack, 1933). Esta, en efecto, pese a su baja calidad, nació con el indisimulado propósito de repetir las ganancias de aquella. Por otro lado, su primer remake también fue seguido por una desastrosa continuación, King Kong 2 (John Guillermin, 1986), que se alejaba notablemente de sus postulados, presentando ahora a la media naranja del simio: Lady Kong (¡!). Y hasta el cine japonés lo enfrentó a su monstruo más conocido en King Kong contra Godzilla (Ishiro Honda, 1962), y a una réplica mecánica en King Kong se escapa (Ishiro Honda, 1967). Por consiguiente, si esto nos pareció bien en su momento y lo disfrutamos ahora, ¿por qué no vamos a aceptar hoy un reboot del simio cinematográfico más famoso del planeta?

 

Por todo ello, nos encontramos ante una película que nos recuerda que el cine es ante todo entretenimiento. Sin duda, no está a la altura del King Kong original, pero porque desea crear algo nuevo (por favor, ¡esperad a la escena post-créditos!). Tal vez no identifiquemos ahora grandes aciertos en ella, pero ¿quién sabe si dentro de cien años pasará a la historia ese gorila silueteado por el sol, mientras es atacado por los helicópteros americanos? En fin, puro espectáculo.

 

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