Hace unas semanas, el canal de televisión Netflix decidía publicitar su nueva película, Fe de etarras (Borja Cobeaga, 2017), mediante un provocativo cartel en la ciudad vasca de San Sebastián (aquí). En efecto, en él se podía leer el famoso grito «Yo soy español, español, español«, pero con estas tres últimas palabras tachadas, puesto que el film narra en clave de comedia los avatares de un comando de ETA durante los mundiales de fútbol de 2010. La polémica no tardó en saltar, pues, independientemente de la calidad del largometraje, se trataba sin duda de un insulto a todas las víctimas del terrorismo etarra, que veían en esa pancarta un recordatorio de los crudos momentos que tuvieron que padecer a causa del nacionalismo vasco.
Sin embargo, la vinculación de Netflix a la polémica no cesa aquí, puesto que ya ha demostrado en multitud de ocasiones que está dispuesto a escandalizar a la gente si con ello logra que sus productos sean vistos. Concretamente, en España comprobamos cómo la madrileña Puerta del Sol era decorada con un inmenso cartel promocional de Narcos (Chris Brancato, Carlo Bernard, Doug Miro y Paul Eckstein, 2015), que ostentaba la frase «Oh, blanca Navidad«, una clara referencia al producto con el que comerciaba Pablo Escobar; o cómo esta misma serie era promocionada de nuevo mediante la frase «Sé fuerte. Vuelve Narcos«, una alusión a los célebres SMS de Mariano Rajoy al tesorero de su partido (aquí). Por este motivo, aquí nos preguntamos si es moralmente lícito sobrepasar esa línea publicitaria con el propósito de ganar seguidores; más aún, si lo es teniendo en cuenta que la última campaña ha ofendido en gran medida a las víctimas del terrorismo etarra.
Como hemos indicado arriba, la historia se ambienta durante los mundiales de fútbol de 2010, cuando la selección española se alzó con el título de campeona. Un peculiar comando de ETA, compuesto por Javier Cámara, Miren Ibarguren, Gorka Otxoa y Julián López, se instala en un piso franco con la intención de perpetrar un nuevo atentado, con el que revitalizar el decadente grupo terrorista; pero para ello deben aguardar la llamada telefónica de los superiores, que nunca llega. Por este motivo, se ven obligados a vivir como unos miembros normales del vecindario. Mientras tanto, el paulatino triunfo de la selección revela el patriotismo español que muchos vascos escondían por temor a la ETA, algo a lo que ellos deben sumarse si quieren pasar desapercibidos.
En efecto, un fenómeno curioso que pudimos presenciar durante los mundiales de 2010 fue la proliferación de banderas nacionales en puntos geográficos tan adversos a ellas como el País Vasco y Cataluña (aquí); tanto auge alcanzó que incluso algunos miembros de ETA no vacilaron en fotografiarse con la camiseta de la selección cuando esta comenzaba a despuntar en Sudáfrica (aquí). Sin lugar a dudas, se trata de un nuevo ejemplo del famoso esperpento español que de manera tan magistral supo identificar el literato Valle-Inclán, según el cual, «el sentido trágico de la vida española solo puede darse con una estética sistemática deformada«; de este modo, mientras que en las citadas regiones de España se potenciaban unos independentismos cargados de épica y romanticismo, sus mismos voceros se unían a la causa de la nación en un momento crucial de su historia deportiva. Indudablemente, se trata de un hecho grotesco, que además podríamos calificar de hilarante; sin embargo, como detrás de esa ridícula actitud se esconde mucho sufrimiento, no nos atrevemos a mofarnos de ella.
Sin embargo, la película que hoy nos ocupa sí que lo hace; pero no nos engañemos, pues la cinta no pretende burlarse de las víctimas de ETA, sino de las motivaciones que ha llevado a esta a cometer sus asesinatos a lo largo de los años. De esta manera, presenta a los terroristas como fanáticos que luchan por engañosos aldeanismos antiespañoles, y no por supuestos anhelos de libertad, o como jovenzuelos sin oficio ni beneficio que se alistan a sus filas sin conocer muy bien la razón (de hecho, uno de los personajes es presentado prácticamente como un perroflauta, que quiere ser etarra para dejar de ser albañil); además, y gracias al ambiente patriótico generado por los mundiales, procura evidenciar tanto el sinsentido del terrorismo como las convicciones y las costumbres que nos unen a todos los españoles (más o menos como intentó demostrar Ocho apellidos vascos en su momento, aunque con menos gracia). Por tanto, y volviendo al término acuñado por Vallé-Inclán, pretende manifestar lo esperpéntico de los españoles, que parece que estamos llamados a una disputa constante entre nosotros, pese a lo parecido que somos todos (si es cierta la atribución de la frase que circula por internet, Bismarck visualizó claramente esta particularidad tan nuestra: «España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentado destruirse a sí mismo, pero nunca lo consiguen«).
Pero como nos preguntábamos al principio del texto, ¿es lícito usar la comedia cuando detrás existe tanto dolor? Si recordamos, una polémica similar fue suscitada en el año 1997, cuando La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) ganó el Óscar a la mejor cinta de habla no inglesa, aunque supuestamente blanqueaba el holocausto judío (aquí): el largometraje no pretendía reírse de la persecución nazi, sino aprovechar la tragedia para lanzar un mensaje de esperanza al espectador. Algo parecido intenta Fe de etarras, aunque con el propósito de delatar la sinrazón de cualquier nacionalismo antiespañol, como hacía el exitoso programa Vaya semanita (Borja Cobeaga y Javier Vicuña, 2003), dirigido por el mismo autor de aquella. El problema es que en España se desprecia de tal manera a las víctimas del terrorismo que también nosotros nos vemos interpelados por estas cintas y por su publicidad, convirtiéndonos así en parte ofendida (¿se imagina el lector una comedia sobre los atentados del 11-S en Estados Unidos?), y Netflix se ha aprovechado de esta situación. La prueba está en que ha retrasado o cancelado el estreno de la serie Punisher (Steve Lightfoot, 2017) por el reciente tiroteo de Las Vegas (aquí), puesto que en América se respeta a las víctimas de los atentados, no como en España. Por este motivo, no nos parece tan desacertado el prisma de la cinta como el uso publicitario que se ha hecho de ella, una promoción interesada y rastrera por parte de Netflix que ha tenido como sede la ciudad de San Sebastián, que tanto ha padecido la lacra del terrorismo etarra.
Por esta razón, animamos a los directivos de Netflix desde este blog a que recapaciten sobre sus campañas publicitarias, porque pensamos que no todo vale en el empeño en ganar suscriptores. Aquí creemos que sois una gran cadena de televisión y que, en este sentido, ofrecéis a vuestro clientes grandes productos, como la reciente Mindhunter (David Fincher, 2017) o la esperada secuela de Stranger Things (Matt & Ross Duffer, 2016); sin embargo, consideramos que vuestra publicidad deja mucho que desear, sobre todo cuando afronta temas tan controvertidos como las víctimas del terrorismo (¡y más aún viendo que en América sí las respetáis, mientras que en España os sumáis a esa ola de insultos y ofensas a las que ellas se ven sometidas cada día!). Seguro que no os atrevéis a mofaros de la violencia machista, porque todos asumimos que es un tema escabroso que no merece un ápice de comedia; entonces, ¿por qué razón sí parece que condescendéis con el de las víctimas de ETA? Por el contrario, deberíais aprovechar vuestra influencia sobre el espectador para promover el respeto que todas ellas merecen.