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Zaqueo y las dos fuentes de Jericó

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El origen de esa costumbre se situaba varios siglos atrás. Cuando un viajero bajaba a Jericó, su primera visita obligada era a aquella hermosa fuente, cuyas aguas tenían fama de ser las mejores del mundo. Según los libros sagrados de los antiguos reyes (2 Rey. 2, 19-22), un profeta llamado Eliseo derramó sal en esa fuente cenagosa, y desde entonces el agua cristalina no dejó de fluir. Y hasta le atribuían poderes curativos.

En esa vieja historia pensaba aquel jefe de publicanos y hombre rico, mientras oía gritar a muchos paisanos porque el famoso predicador de Galilea estaba a punto de entrar en su pueblo.  Además -añadían entusiasmados- había devuelto la vista al ciego de nacimiento, que solía pedir limosna junto al camino real (Lc. 18, 31-43). 

Sin duda aquel profeta bebería del mítico manantial, y por ello se dirigió hacia allí mientras reflexionaba sobre las cosas asombrosas que se decían de ese hombre, referidas por viajeros y mercaderes; los milagros que se le atribuían y el hecho de que un predicador con fama de santo, no hiciese acepción de personas y tratase amablemente a rameras y a todo tipo de gentuza como los samaritanos; comiese en las casas de los peores pecadores ¡y hasta tocase leprosos!  Lo nunca visto. Las durísimas palabras, paradójicamente, las reservaba para las personas más respetables de su nación, los sacerdotes, los fariseos, los acomodados  y… los ricos.  Y él, cabeza de los publicanos, lo era, pero también se integraba en el grupo de los despreciados por haber hecho fortuna mediante pactos con los odiosos romanos y cobrando pingües comisiones. Extraño dilema. ¿Cómo le juzgaría  aquél profeta si pudiese hablar con él? 

Llegó a la fuente, pero los lugareños parecían haberse anticipado a su pensamiento, y ya se formaba  una densa masa humana en torno a ella, que se extendía a lo largo del camino hasta la puerta de entrada del pueblo. El publicano, siendo un hombre de escasa estatura y a la vez de muy despierto ingenio, observó un alto y frondoso sicómoro entre la fuente y la sinagoga, -a donde supuso que el Rabí se encaminaría- y trepó al árbol, ocultándose entre su follaje.

Como acertadamente había previsto, el rabino y los que lo seguían en su misión bebieron y se refrescaron en la fuente entre aclamaciones entusiastas. Todos deseaban poder tocarle la túnica, aunque era impedido por un cordón de seguridad impuesto por sus más cercanos discípulos.  Luego se dirigieron hacia la sinagoga, y el publicano, mientras apartaba con una mano algunas hojas y con la otra se sujetaba nervioso a una rama, vio cómo se acercaba. Su corazón le latía con intensidad.

Estaba convencido de que no sería visto,  pero hete aquí que el rabino se detuvo  junto al árbol, elevó la vista hacia él y haciendo un gesto con su brazo, le llamó por su propio nombre, diciéndole:

  • Zaqueo, baja porque hoy pararé en tu casa.

Obedeció al instante y descendió muy deprisa con riesgo de descalabrarse (y sin preguntarse cómo era posible que aquél hombre, a quien jamás había visto antes, supiese cómo se llamaba).  Delante de él, muy emocionado, sólo pudo darle las gracias. 

Como era habitual, muchos murmuraron y criticaron la decisión del rabino de compartir la mesa con un truhán como aquél publicano, de quien se pensaba que con sus trucos sería capaz de engañar al mismísimo diablo. No había negocio turbio o inmoral en ese pueblo en el que él no estuviese en mayor o menor medida implicado.

Fue un banquete magnífico, regado con excelentes vinos, en una amplia sala de su lujosa casa. El publicano, recostado al lado del Rabí,  quedó muy impresionado mientras le escuchaba y captaba con claridad la coherencia (y la rotundidad) de su mensaje principal: la necesidad de conversión, de un cambio definitivo de mente y de corazón. Con él, el Reino de Dios ya había llegado –el plazo ya se había cumplido, no habría una segunda oportunidad para Israel ni para nadie-, y para ser convocados allí debíamos despojarnos de todos aquellos impedimentos que el mundo juzga como los mejores bienes, y a los que estamos más apegados. 

Zaqueo era un hombre práctico con bastante sentido común. Había escuchado a muchos predicadores que proliferaban como hongos en su tiempo, pero miraba fascinado al rabí y no veía en él a otro charlatán que propusiese ensoñaciones o utopías, sino a alguien que traía una novedad radical, un mundo nuevo… y quizás posible.  Sus palabras eran como una sólida espátula que arrancaba la costra de su corazón de piedra y permitía vislumbrar un olvidado corazón de carne, radicalmente humano y compasivo. Desde esa nueva base podría llegar a reconstruirse su mundo derruido, renacer desde la miseria de una existencia inauténtica entre la mentira y el miedo, a pesar de sus riquezas. Vivía en la oscuridad de una semilla que no germina, oprimida entre piedras estériles. 

Pero por otro lado, se juzgaba tan cobarde que sentía terror a confesarle a aquel rabino que sus exigencias para él eran, en la práctica, inviables. Que le comprendía y le agradecía su visita, pero que era imposible, dada la inercia en la que iba arrastrado, poder revertir su vida perdida. Tenía demasiados intereses creados por sus acciones avarientas y ladronas, y esas «circunstancias personales» le impedían obrar de otra manera, ya que no podían cambiarse sin daño propio y de terceros.  “Muchas familias dependen de mí –pensaba él- , pues las mantengo para que colaboren en mis hurtos y engaños. ¿Las voy a abandonar a la pobreza?”. ¡El rabí tendría que ser mucho más que un hombre para que yo comience a creer posible  la implantación de su Reino!” 

“En todo caso soy consciente de que estoy obrando mal –continuaba razonando-; conozco que hay una norma moral que me prohíbe obrar como lo hago,  pero en determinadas circunstancias, encuentro grandes dificultades para actuar en modo diverso y las circunstancias personales me impiden obrar de otra manera o tomar otras decisiones sin culpa (1). Podría empezar a rectificar poco a poco, reconociendo con sinceridad y honestidad que aquello, por ahora, es la respuesta generosa que puedo ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo me está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo (2)”

“Sí, haré eso. Discernir, pasito a pasito, gradualmente, sin agobiarme. Confiar en que Dios me ayude, y las cosas vayan cambiando. Creo que esto es muy razonable y que el rabí lo entenderá y lo aprobará”. 

En el momento en que iba a explicarle su decisión, uno de los comensales, situado en la otra punta de la mesa -un provinciano excesivamente alegre por el vino-, presumió sin venir a cuento de la fuente milagrosa de su pueblo.  Todos se rieron de esa salida de tono. Pero el rabí, mirando fijamente a Zaqueo, le dijo:

Cualquiera que bebiere de esa agua volverá a tendrá sed, mas el que bebiere del agua que yo le daré no tendrá sed jamás sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para la vida eterna” (Jn. 7,13-14)

Zaqueo quedó ensimismado.  Con esas  palabras parecía que el rabí le estuviese leyendo su pensamiento. Y exigiéndole mucho más de lo que estaba dispuesto a conceder, como si su plena felicidad sólo dependiese de fiarse exclusivamente de él y para siempre; como si aquel camino de discernimiento progresivo, que parecía tan sensato, sólo condujese al fracaso, a nunca poder librarse de una sed tan insidiosa como la de Tántalo.  Pero, además, tuvo la certeza de que esas palabras no procedían de la boca de un prestigioso rabino, sino del mismo Dios, que de una manera incomprensible, actuaba a través de él. Porque ningún hombre ha hablado como éste (Jn. 7,46).  No se encontraba ante un predicador que recogía una y otra vez la dulce agua del viejo surtidor –un líquido que sólo refrescaba y limpiaba externamente, que sólo saciaba temporalmente la sed-, sino que él, con su palabra y su poder, nos regalaba “una fuente abierta para la casa de David y los moradores de Jerusalén para lavar el pecado y la impureza”, como había anunciado tiempo atrás el profeta Zacarías (Zac. 13,1). “No os acordéis de lo antiguo, y de lo pasado no os cuidéis. He aquí que voy a realizar una cosa nueva. Ya brota ¿no lo notáis? (Is. 43, 18-19). Zaqueo fue consciente de que se estaba cumpliendo, en esa hora, la feliz promesa de los grandes profetas de Israel al proclamar la remisión de nuestros pecados, un perdón radical y absoluto, que exigía comenzar una nueva vida y dejar atrás el pasado. Y en su propia casa, rodeado de tipos en su mayoría de pésima reputación. 

En definitiva, al oírle, se sintió profundamente conmovido y se tapó los ojos pues comenzaban a llenárseles de lágrimas. Qué ridículo juzgó el razonamiento que había realizado; qué cobardes sus excusas, su conversión a plazos, su retorcido discernimiento para retrasar el único camino posible para salvarse: ponerse radical e incondicionalmente en manos de Aquél que puede darnos el agua que sacia para siempre nuestra sed. Qué mezquina, en fin, le pareció su indecisión ante el horizonte sin límites que aquel rabí galileo le proponía. “El plazo se ha cumplido. Convertíos y creed en la Buena Noticia”. Esas palabras se le habían grabado a fuego en su corazón. Con absoluta certeza ya sabía que “nadie que pone la mano en el arado y mira para atrás es digno del reino de los Cielos” (Lc. 9,12).

Zaqueo se puso de pie, y pidió silencio a la sala. Miró sin pestañear al rabí, y con voz alta y firme proclamó: 

  • Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si algo defraudé a alguno le restituyo el cuádruplo.  

Muchos de los que le escuchaban pensaron que se había vuelto loco, e hicieron cálculos mentales. Con sólo haber obtenido un diez por ciento de ganancias mal adquiridas –y era notorio que sus fraudes superaban ese porcentaje-, de cumplir ese propósito, quedaría enseguida en la ruina. Pero Zaqueo era plenamente consciente de las consecuencias de sus palabras y en lo último que pensaba era en si conservaría bienes para el futuro. Le daba igual: había alcanzado el reino de Dios y su justicia y todas las demás cosas se le darían por añadidura (Mt. 6,33). Y no apartaba la vista del Señor. Por primera vez en su vida se sintió amado por Dios. 

Y el Señor se levantó, dirigiéndose a todos aquellos comensales:

  • Hoy vino la salvación a esta casa, por cuanto también él es hijo de Abraham, porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que había perecido.  

(1).- Exhortación Apostólica Postsinodal “Amoris laetitia” (numeral 301).

(2).- Exhortación Apostólica Postsinodal “Amoris Laetitia” (numeral 303).

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