| 27 mayo, 2022
Donoso Cortés, al inicio de su clásica obra, Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, mencionará una certera reflexión de Pierre Joseph Proudhon, el cual afirmó -no sin asombro propio- el inevitable tropiezo con la teología de cualquier cuestión política que se tratase. Le llama la atención a nuestro Donoso esa admiración del filósofo anarquista francés, puesto que la teología «es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas». No debemos sorprendernos por lo obvio, y velis nolis, ninguna idea humana, sobre la persona o la sociedad, puede ser extraña a la ciencia divina, incluidas las cuestiones jurídicas y políticas, pues como expresó bellamente Jaime Balmes:
«Todo poder proviene de Dios pues el poder es un ser, y Dios es la fuente de ese ser; el poder es un dominio, y Dios es el Señor; el primer dueño de todas las cosas; el poder es un derecho, y en Dios se haya el origen de todos los derechos; el poder es un motor moral, y Dios es la causa universal de todas las especies de movimiento; el poder -en definitiva- se endereza a un elevado fin, y Dios es el fin de todas las criaturas y su providencia lo ordena y dirige todo con suavidad y eficacia».
Era inevitable, por tanto, que un breve ensayo estrictamente jurídico y político (como el que voy a reseñar del profesor Enrique Barrero Rodríguez), exhalase un intenso aroma teológico. Pero antes de entrar en faena, diré unas breves palabras sobre su autor.
Me honro de ser su amigo desde los felices los tiempos de la Universidad -sin duda los mejores de nuestras vidas-; en realidad, es más que un amigo, un hermano para mí. Profesor de Derecho Mercantil en la Facultad hispalense, Enrique es, además, un altísimo poeta que ha ganado prestigiosos premios. El autor posee, a la vez que una exquisita finura jurídica, una delicada sensibilidad para indagar los asuntos más radicalmente humanos, como el amor, el desamor o el paso del tiempo, que devasta nuestras ilusiones ingenuas en un mar de desengaño. Aun así, una misteriosa voz -que se llama fe- nos acerca día tras día a la orilla, mientras susurra en nuestra alma: «No temas, que Yo estoy contigo».
El libro que quiero comentar, editado por Betania, se titula Derecho rendido y sociedad durmiente, aunque es en su subtítulo donde mejor deja ver el espíritu con el que lo escribe: Un ensayo desde el desencanto. El hecho de que la mayoría de sus páginas se compusiesen aprovechando las horas muertas y deprimentes del confinamiento y del Estado de Alarma (ilegalmente decretado por el gobierno, como hoy sabemos), quizás haya influido en su visión muy poco esperanzada acerca de la evolución política, económica, social y jurídica de nuestro mundo, pero eso sólo es una mera apreciación. El libro está redactado desde la solidez racional del análisis objetivo de nuestro tiempo; la circunstancia abyecta de aquellos meses enjaulados, en todo caso sería una mera espoleta para percutir este lúcido ensayo, que ya estaba en sazón desde hace tiempo. El caos de nuestra época -donde danzan cientos de leyes estériles, miles de redes sin zurcir ni remendar e ideologías cada vez más extremistas que alientan rupturas radicales- no ha impedido que el bisturí del autor penetrase hasta el mismo corazón de las tinieblas para desvelarlo.
II
El ensayo se divide en dos partes. La primera es un examen de lo que denomina el derecho rendido. El autor nos muestra aquí, a la vez que un entrañable afecto por la grandeza del derecho como arquitectura de la razón (de profunda raigambre tomista), los graves peligros a los que está sometido. En efecto, sucede en nuestro tiempo que ciertas personas (a las que acertadamente califica como asesinos del derecho), pretenden con plena conciencia:
«asaetearlo lenta y tenazmente, someterlo a una insidiosa guerra de guerrillas en la que queden irremediablemente heridas la verdad y la fuerza, los valores que encarna el Derecho, la obligatoriedad de las normas jurídicas, todo el armazón conceptual que el derecho ha representado a lo largo de los siglos».
Atención a esto último que he resaltado porque es la clave, y a ello volveré al final de este punto.
Los tres procedimientos usados para erosionar la antigua arquitectura son, según el autor, la proliferación de leyes estériles, la erosión de las constituciones y, finalmente, lo que denomina la tiranización de las democracias. En cuanto a lo primero, el problema venía desde antiguo aunque es en nuestra época cuando se ha convertido en enfermedad terminal. Conviene recordar aquí lo que D. Quijote escribió por carta a Sancho Panza, cuando el escudero ya estaba ejerciendo de gobernador en Barataria: «No hagas muchas pragmáticas, y si las hicieres procura que sean buenas y sobre todo que se guarden y se cumplan, que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no fuesen» (II, 51). La hiperinflación legislativa y su continua modificación (movida más por impulsos que por una serena reflexión) contribuyen poderosamente a la falta de solidez del derecho y, en último término, a su desprestigio social, que se agrava en un mundo caracterizado por lo que, con inmensa lucidez, denomina el autor «el proceso de deslegitimación ética de la verdad y justificación moral de la mentira». Todo ello propio de sociedades fuertemente ideologizadas, como la nuestra, que ajustan los hechos a sus ideologías previas y no se preocupan de hacer una adaecuatio rei et intellectum. Se entroniza cada vez con mayor intensidad la mentira y de este modo, sin percibirlo, una sociedad va construyendo así el negro trono de quien el Señor definió certeramente como «el mentiroso y mentiroso desde el principio» (Jn. 8,44). Un siniestro trono elevado sobre toneladas de páginas y páginas de leyes estériles.
En segundo lugar, también se hiere el derecho por lo que el autor denomina la erosión de las constituciones. Se refiere con esta expresión a lo que algunos constitucionalistas, han descrito como el paso de una constitución normativa –las normas y los valores que representan rigen el juego político y fijan la división de poderes- a una constitución semántica. En este caso, sus normas no limitan el poder sino que cronifican la desmesurada ambición del poder ejecutivo que pretende dominar los otros dos, el legislativo (mediante el abuso de las normas excepcionales del Decreto-Ley) y el judicial (a través lo que el autor denomina «el creciente y dañino proceso de colonización y metástasis ideológica que ha impuesto el entendimiento actual de la política»). Pero donde yo percibo sin la menor duda, en nuestra constitución, ese descenso de la normatividad hacia la semántica es en el retorcimiento del sentido de sus palabras en dos de sus valores fundamentales: el derecho a la vida de todos (Art. 15) y el matrimonio entre el hombre y la mujer con plena igualdad jurídica (art. 32). Que, a día de hoy, exista en nuestro país un derecho a matar al no nacido (pese a la rotunda palabra que usa nuestra carta magna, todos), y que nuestro Tribunal Constitucional, en contra del sentido claro de las palabras (y probablemente también, de la intención de la mayoría de padres constituyentes) confirmase la constitucionalidad del matrimonio entre personas del mismo sexo, es la prueba irrebatible de ese descensus ad inferos, del desprestigio de nuestra constitución de 1978. A más de cuarenta años vista, no ha servido para blindar los mejores valores humanos (como ingenuamente creyeron muchos), sino para aquilatar antivalores contrarios a la razón y a la persona. Tampoco ha contribuido a fortalecer la unión del país sino a propiciar comportamientos centrífugos. Un fracaso sin paliativos. Ha sido -si se me permite la imagen evangélica- como la sal sosa, para ser tirada en el suelo y ser pisoteada por las gentes (Mt. 5,13). Y sin esperanza: sabemos perfectamente que cualquier proyecto de reforma la empeoraría exponencialmente.
Finalmente, nuestro autor se refiere a la tiranización de las democracias. Sus palabras son contundentes:
«Las democracias están manchadas de villanías, de sórdido cálculo cortoplacista, de interesado marketing publicitario, y han olvidado y dado la espalda a la más esencial de sus funciones, cual es la garantía de la pacífica convivencia y libertad de los ciudadanos (…). Las democracias han envilecido. Viven en una agitación y una confrontación cada vez más angustiosa, incapaces de frenar la locura colectiva a la que ha conducido su esquematizado reduccionismo propagandístico».
Como prueba de ello, el autor nos ilustra con lo sucedido en EEUU tras la injusta muerte de un ciudadano negro a manos de un policía blanco. Se produjo entonces una brutal reacción en todo el mundo democrático occidental (desde EEUU hasta Grecia), tan violenta como iconoclasta y que afectó a estatuas de personajes tan radicalmente dispares como Alejandro Magno, Cristóbal Colón o Fray Junípero Serra. Una reacción tan global como irracional. Lo que resulta más asombroso es que no hubo consenso, en países de nuestro entorno -países libres y democráticos (en teoría)-, para rechazar esa violencia insensata y disparatada, lo que demuestra la dinámica perversa en la que viven, colonizados por una ideología inicua. A mi juicio la ideología más criminal de la historia, la que propugna en su emblemático himno que «el pasado hay que hacer añicos», había podrido la mente de muchos políticos y de buena parte de la ciudadanía. No en vano, el progresismo político -o dicho más claramente, el marxismo cultural- es el único dogma al que debe rendir homenaje nuestro tiempo. Los que aún se aferren a viejas creencias y a filosofías realistas (que creyeron en la posibilidad de descubrir la verdad desnuda de las cosas y rechazar los nuevos sofismas e imposturas), son herejes que merecen una muerte civil (sin descartar, cuando el tiempo esté maduro, una muerte no precisamente virtual).
Concluyo mi comentario sobre la primera parte de este brillante ensayo con una idea central, que ya he remarcado anteriormente y ahora vuelvo a ella: se pretende destruir todo el armazón conceptual que el derecho ha representado a lo largo de los siglos. Cuando se habla de que hay que «hacer añicos el pasado» los marxistas no se refieren tanto a una destrucción de estatuas de personajes de antaño, como a todo aquello bueno que representan: en el caso de Alejandro Magno o Cristóbal Colón el horizonte civilizador de la cultura helenística o hispánica y europea; en el caso de Fray Junípero, el cristianismo como el más excelente fundamento espiritual de las sociedades. Pero no podemos olvidar que, además de la religión, lo que vertebra cualquier sociedad es la existencia de leyes justas, sabias y perdurables; un Ordenamiento Jurídico estable (como, por cierto, se reflejaba con gran belleza en el artículo 4 de la Constitución de Cádiz de 1812: «La nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen«).
Por lo tanto, serían incompletas estas reflexiones, si omitiésemos analizar con perspectiva teológica el último objetivo que se pretende lograr con la erosión del derecho (cuyo primer fundamento, no lo olvidemos, es la ley divina y natural): no se trata sólo de facilitar, a corto plazo, la obtención de réditos para determinados políticos; se trata de algo mucho más grave y universal: la implantación de un estado de cosas -caótico, irracional, rebelde, regido por lo que algún autor ha denominado «sentimentalismo tóxico» (Theodore Dalrymple)- que active la fase más dramática de la historia, caracterizada, según la perspectiva cristiana, por tres sucesivos acontecimientos: apostasía, anticristo y parusía.
Nos interesa destacar que es precisamente el desprestigio del derecho (su orden civilizador, su fuerza racional y su misión pedagógica para reforzar los buenos comportamientos sociales), el acontecimiento clave de esta fase final de la historia que nos dibuja la fe cristiana. Han sido los principales Padres de la Iglesia los que mayoritariamente han identificado la futura aniquilación de un orden político justo y estable -el que proporcionaba el derecho de Roma- con la expresión paulina de II Tesalonicenses, la remoción del obstáculo:
«Y ahora ya sabéis lo que le detiene (al anomos o anticristo), con el objeto de que no se manifieste sino a su tiempo. El misterio de la iniquidad ya está en acción, sólo falta que el que lo detiene ahora (el obstáculo, Kajeton en griego) desaparezca de en medio (o sea removido)» (II Tes. 2, 6-7).
¿Podemos afirmar que el obstáculo que impedía la destrucción de ese orden ya ha sido removido? Con la máxima prudencia yo entiendo que sí, porque la mención de la mayoría de los Santos Padres a Roma no se refería ni la duración del Imperio Romano (hasta el siglo V en Occidente y el XV en Oriente), ni a la institución restaurada por Carlomagno con el Sacro Imperio Romano Germánico (cuyos últimos restos fueron aniquilados por Napoleón en 1806), sino más bien al orden, solidez y estabilidad de su civilización y su derecho. Un derecho caracterizado por un inmenso sentido común y racionalidad, que denominaba correctamente las cosas, y que buscaba la justicia y el bien común. De eso hoy sólo queda un viejo eco, cada cada vez más lejano, como destaca este excelente ensayo sobre el que reflexionamos.
Pongámonos en la hipótesis de que, en efecto, se ha removido el Kajeton. ¿Y qué es lo que acontecerá a continuación? Podemos vislumbrarlo tras meditar sobre la segunda parte del ensayo.
III
El autor estudia aquí la desvertebración de las sociedades modernas (a las que califica como «sociedades durmientes») y las ubica en ese periodo que los expertos han denominado posmodernidad. Una especie de estado mental colectivo que postula la negación y rechazo a todo lo anterior, y convierte en norma lo efímero por la falta de principios últimos. Lo que el brillante sociólogo polaco Zygmunt Bauman describe con la acertada expresión de modernidad líquida. A la vez el derecho también se resiente de este estado de cosas, hasta el punto que se habla asimismo de Derecho líquido de la modernidad (multiplicación de normas blandas, programáticas y estériles, degradación del lenguaje y de la claridad de las normas jurídicas…).
Tras analizar nuestro autor con su habitual brillantez y agudeza complejos temas como la legitimación ética de la mentira con tres modos de manifestarse –fake news, posverdades y relato-, así como el reto al derecho que suponen las anárquicas redes sociales o la función de las ideologías, la conclusión que deriva de sus reflexiones es realmente triste:
«hemos creado un mundo sin fronteras, un mundo global, pero un mundo solo y replegado sobre sí mismo, un mundo cercano y solo, rotunda y radicalmente solo».
Y eso es especialmente grave:
«Porque si dos cayeren, el uno levantará al otro;
Mas ¡ay del hombre solo que cae sin tener segundo para levantarle» ,
nos advierte el Eclesiastés (IV,10).
Nadie duda de que las leyes que en pasado protegían instituciones como el matrimonio y la estabilidad familiar, la inocencia de los niños, la propiedad privada o la moral pública han sido deliberadamente sustituidas por otras expresamente opuestas. Leyes que destruyen la familia (es más fácil divorciarse que cancelar un alquiler); leyes que facilitan el aborto; que pervierten a los niños (al darles una educación tan sentimentaloide como hipersexualizada, con posibilidades de elegir a la carta un sexo multiforme desde el primer momento); leyes que desconfían de la propiedad ganada con el esfuerzo (al someter abusiva y demagógicamente este derecho a un presunto interés general o común, o gravando confiscatoriamente rentas legítimas). Leyes que manipulan a la sociedad con toneladas de propaganda donde se conmina a sus miembros a expandir todas las aberraciones posibles e imposibles, y a la satisfacción de todos los deseos, por absurdos o disparatados que sean. Añádase a todo ello, una adicción de buena parte de nuestros hijos y nietos a redes sociales, donde todas esas perversiones se multiplican, en un entramado o urdimbre inmune al control del derecho (y hasta de los padres), como bien pone de manifiesto el espléndido ensayo que comento.
Que la soledad y la ausencia de los vínculos -históricos, morales y familiares-, que vertebran una sociedad sea el futuro que espera a las nuevas generaciones, no es algo que se haya diseñado principalmente por el sádico afán de destrozar la vida a los que vayan a nacer en las próximas décadas. Se ha programado deliberadamente para que pueda alcanzar el poder aquél que no debe rendir cuenta moral de sus actos a nadie. Y menos a un esclavo (que no ciudadano), el cual no sólo está privado de capacidad crítica para discernir el bien y el mal, sino que -y es lo peor- tampoco cuenta con alguien a su vera que le marque el buen camino. Ni la Iglesia Católica, que hoy con la excusa de la misericordia hacia los pecadores, ya no advierte de las cosas que debemos eliminar de nuestras vidas, sin miramientos ni reserva mental alguna, para entrar en el Reino y no perder nuestras almas.
Como vemos, al final volvemos a la teología, y con ella -en una última reflexión-, concluyo.
Todo lo expuesto aboca a la toma de poder en un futuro no muy lejano de alguien (una persona inicua) o algo (algún sistema político especialmente diabólico) o ambas cosas (un hombre que encarne ese régimen criminal). Sea como fuere, el rasgo común, según señalan las Sagradas Escrituras, es ser precisamente un «sin ley» (anomos, en griego) (II Tes. 2,8). Un hombre sin ley, sin Dios, sin moral, que concentrará en su diabólica persona todos los rasgos abyectos que describe San Pablo en la mayoría de aquellos a los que les toque vivir en el final de los tiempos (II Tim. 3, 1 y ss.).
Del examen de las Sagradas Escrituras podríamos deducir los siguientes signos de los tiempos en los que éste ser siniestro vendrá a imponer su reino de terror: cuando las sociedades renieguen de aquellos grandes hombres que dieron gloria a Dios y a su país (Hb. 12,1), cuando desprecien la verdad de la religión por la que murieron muchos de sus antepasados y se implante la apostasía (II Tes. 2,3), cuando la mentira se generalice en todos los ámbitos (II Tes. 2,9) , cuando se deje de buscar el bien común y la justicia (Mt. 12,18); cuando el derecho proteja exclusivamente intereses privados de oscuros lobbies y arramble contra los valores que vertebraron en el pasado las sociedades, prestigiando el error y el mal moral…. Cuando acaezca todo esto, el sin ley pondrá sus reales entre nosotros.
Lo que mi querido amigo Enrique Barrero profetiza al final de su ensayo como «el retorno de las viejas, extremas y siniestras dictaduras», se hará realidad sin duda. Pero con dos rasgos novedosos me permito añadir: por un lado será una dictadura global y universal, y por otro, tan terrible «que si no se acortasen sus días se pondría en duda hasta la salvación de los elegidos» (Mc. 13,20).