Acostumbrados como estamos a que nuestro papa Francisco asocie sin matices la preocupación por la liturgia bien implementada con el formalismo rígido de los hipócritas, no debería sorprendernos sus palabras ante profesores y alumnos del Pontificio Instituto Litúrgico del pasado día 07 de mayo. Es una constante de su pontificado el zaherir una y otra vez a aquella parte de su rebaño -entre la que me cuento- que solamente le pide con humildad una cosa: que tenga presente el principio de la libertad cristiana (Gal. 5), la libertad de los hijos de Dios, para que podamos alimentar nuestra fe (buscando en última instancia nuestra santificación) en el carisma de la liturgia tradicional, en nuestras comunidades y en comunión con Pedro, con los obispos y sacerdotes, y con todo el Pueblo de Dios; con toda la Iglesia Católica, en definitiva, «columna y fundamento de la verdad». Exactamente como anheló el papa que le precedió y que todavía vive, el gran teólogo y liturgo Benedicto XVI.
Esa alocución, de todos modos, comenzó de un modo brillante. Tras un elogio -que compartimos íntegramente- al documento del Concilio Vaticano II sobre liturgia, la «Sacrosanctum Concilium», Francisco afirma una gran verdad: «la clave es educar a la gente para que entre en el espíritu de la liturgia», y para ello es necesario «impregnarse de ese espíritu, sentir su misterio con asombro siempre nuevo».
Me gustó especialmente esta reflexión porque -disculpen la confidencia personal- eso es exactamente lo que viví con inmensa alegría hace escasos días al volver a participar como fiel en el Santo Sacrificio del Altar por el Rito Romano Extraordinario. Siguiendo las bellas imágenes del profeta Ezequiel, un «límpido río de aguas que brotaban del lado oriental del templo» (Ez. 47) hacía brotar en mi alma sedienta y desértica la vida de una arboleda copiosísima, e incluso el milagro de llenar de peces el mar de sal a donde vertía, sanando sus aguas y volviéndolas cristalinas (47, 7-9). No sólo había verdad y belleza allí: sobre todo fuerza de santidad. Porque aquél inmerecido regalo me confirmaba en mi seguimiento a Nuestro Señor y Salvador Jesucristo pese a mis recurrentes pecados. Era la primera Misa Tradicional a la que asistía tras meses acudiendo a la Misa por el Rito Romano Ordinario.
Volviendo al documento papal, si hubiera concluido ese texto con esa lúcida apreciación, habría que alabar al Santo Padre por incidir en el hecho de que la liturgia no es un conjunto de ritos mecánicos alejado del sentir de los fieles, sino que postula y exige que éstos vivan el inmenso misterio de fe que se despliega ante nuestros sentidos, ilumina nuestro entendimiento, emociona nuestro corazón y santifica nuestras mediocres vidas. Y el Santo Padre hubiera culminado aquí la luminosa senda que inauguró el papa Pío XII con su inigualable encíclica sobre la liturgia, la Mediator Dei de 1947 (numeral 99 y siguientes).
Desgraciadamente -y es algo habitual de nuestro Santo Padre en circunstancias similares-, aprovechó la ocasión para meterse sin venir a cuento -una vez más ¿y van…?- con los fieles católicos amantes de la tradición litúrgica de la Iglesia, al vincular -sin mencionarla expresamente- la devoción a la Misa Tradicional con el formalismo muerto de ritos que no santifican, y que sólo son usados como negra bandera de división. Las expresiones que utiliza -que luego veremos- parecen querer identificar el rito antiguo con aquellas «obras muertas» de los sacrificios judíos a las que se refiere la Epístola a los Hebreos, (9,14) en relación con el nuevo sacrificio instaurado en la Cruz: todo es formalismo e incapacidad de producir buenos frutos. Eso es terriblemente grave porque da la sensación de que la santificación de los católicos que nos precedieron, fue inauténtica y superficial (y que sólo a partir de la reforma litúrgica, se vive con autenticidad la fe). Una barbaridad porque, aparte de mi fe, sólo sé con certeza dos cosas: que nuestros padres nos ganaban por goleada en las tres virtudes teologales a cada uno de nosotros, y que los tiempos en que vivimos no son precisamente de «efusión del Espíritu Santo» sino de «apostasía».
Es verdad, como dije, que en ningún momento el papa habla directamente de los fieles de la Misa Tradicional, pero no hay que ser muy avispado para saber que a ellos se quiere referir, cuando mete en un mismo saco a aquellos que rechazan el Concilio Vaticano II, que disfrutan de un formalismo huero y que poseen una diabólica voluntad de dividir a la Iglesia. Por lo visto, los amantes de la tradición litúrgica vivimos en espejismos y somos conspiradores malvados o, al menos, pobres diablos o tontos útiles, abducidos por un extraño artificio del demonio para asolar la Iglesia con querellas y rencillas.
Nada más lejos de la realidad. Amamos a la Iglesia y nos dolemos con ella, pues es nuestra madre, y día tras día la vemos maltratada y vejada, sobre todo -y es lo grave- por muchos de nuestros hermanos, que no son precisamente los tradicionalistas. Son más bien los modernistas, a los que Su Santidad jamás les ha dedicado uno solo de los infinitos reproches y diatribas que por sistema nos regala a los que defendemos la liturgia tradicional, la verdad incontaminada de la fe, y la exigencia de esfuerzo espiritual para una santa vida cristiana, tal y como nos ordenó Cristo. Y, por supuesto, la interpretación de todos los concilios de la Iglesia desde una hermenéutica de la continuidad y no desde la ruptura.
En suma, sin aludir explícitamente a los tradicionalistas, los despacha con expresiones claramente despectivas como «recitación», «formalismo», «cosa sin vida y sin alegría», «olor del diablo, el engañador», «mentalidades cerradas», «esquemas litúrgicos para defender sus puntos de vista»…, toda una retahíla de juicios (o mejor, prejuicios) gratuitos, remetiendo en un mismo y basto saco a la inmensa mayoría de sencillos cristianos que asistimos a estas celebraciones con piedad y veneración, junto a una minoría de radicales (que no niego que existan) que buscan dañar el Cuerpo Místico de Cristo. Una ley del embudo perfecta, una gran injusticia, impropia del que consideramos el Vicario en la tierra de Nuestro Señor.
El Santo Padre no quiere reconocer que la inmensa mayoría de fieles tradicionales nada tiene que ver con la parodia que él describe. También nosotros somos sus hijos, pero parece que nos trata como a ilegítimos. ¿Tan complicado es entender que no defendemos una bandera humana (una ideología, como se empeña en decir), sino una realidad que ha santificado a muchísimas generaciones de cristianos durante siglos? Pero es que, además, los que amamos la tradición católica creemos sinceramente que profundizar en sus bellezas no sólo fortalece privadamente nuestra Fe, nuestra Esperanza y nuestra Caridad, sino que puede servir para reactivar un catolicismo que lleva muchos años en decadencia. Hasta el mismo Benedicto XVI, en su Summorum Pontificum (2007), abogaba por una influencia mutua y hermanada de ambas modalidades del rito para enriquecerlos. Parece como si se sintiera pánico a reflexionar y trabajar sobre esa posibilidad, como si ya fuese inevitable aceptar que las tinieblas del mundo van a cegar la luz de Cristo. Como si la Iglesia, a la que todos amamos (porque en ella encontramos real y verdaderamente a Cristo), fuese sumida por una vorágine de autodemolición (Pablo VI dixit), y no se pudiese revertir ese camino hacia el cataclismo final.
Por último, el Santo Padre afirma que «no es posible adorar a Dios y al mismo tiempo hacer de la liturgia un campo de batalla por cuestiones que no son esenciales, más aún por cuestiones superadas y posicionarse, a partir de la liturgia, con ideologías que dividen a la Iglesia».
Cuestiones no esenciales y superadas. Vuelvo a la Misa Tradicional a la que asistí hace unos días, a finales de abril. Allí, en un ambiente de regocijo y sencillez de corazón (Hch. 2,46), y con un cura tradicional que se ofreció generosamente a ofrecer el Sacrificio, nada era superfluo, nada podía ser superado, todo era necesario y esencial: la profunda unción, sabiduría y buen hacer del sacerdote, y la fervorosa disposición de los que asistíamos (muchos chavales jóvenes), conscientes como un solo hombre de nuestra indignidad ante el divino don que se nos daba. ¿Quién puede atreverse a insinuar, sin que se le caiga la cara de vergüenza y sin que deba pedir perdón, que allí había ideología, cuestionamiento de un concilio, formalismo, cosa sin vida y sin alegría e incluso olor a diablo? No relataré por pudicia los sentimientos que me embargaron, pero sí atestiguo que allí se elevó el mayor acto de adoración que el hombre mortal puede hacer a la divinidad. Los que tuvimos la dicha de presenciar ese sublime misterio, fuimos confirmados en la necesidad de perseverar, luchando en buena batalla (2 Tim. 4,7) por la Misa que con más vigor nos santifica ante un mundo que perece. Nosotros pasaremos, los papas y obispos se sucederán, pero las llagas de Cristo, glorias de su pasión, de su sacrificio y de su amor sin límites, serán siempre recordadas: en la tierra mientras vivamos y tengamos fuerzas, y en el Cielo eternamente.
Con todo respeto pregunto si en ambas Misas en la Consagración se hace presente Cristo, por qué impedírselo ?.
Esa presencia real difiere en el idioma o en el rito ?.
La uniformidad por la uniformidad misma tiene algún sentido ?.
T. Custodes en sus efectos prácticos y en su aplicación concreta generará unidad o exclusión canónica ?.
Finalmente es útil y necesario en este momento en que la guerra es real inventarse una guerra litúrgica ?.
Solo una precisión, el el rebaño de Cristo, no el rebaño de Francisco. Más que apacentarlo parece apalearlo.