Santidad auténtica, santidad hipócrita y santidad diabólica

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I

 

Unos días antes de su ingreso en la clínica Gemelli, durante la Catequesis sobre la Evangelización del 22 de marzo de este año 2023, el Santo Padre afirmó lo siguiente desde San Pedro de Roma:

«No se es creíble solamente diciendo una doctrina o una ideología, no. Una persona es creíble si tiene armonía entre lo que vive y lo que cree. Muchos cristianos dicen solamente que creen, pero viven de otra cosa como si no lo fueran. Y esto es hipocresía. Lo contrario al testimonio es hipocresía».

Me alegré de corazón al escuchar estas sabias palabras del Papa -a quien el Señor le conceda la salud de cuerpo y de alma-, pues como buen pastor nos advierte de la imprescindible necesidad de coherencia entre lo que predicamos y lo que hacemos. Y afirmar esa doble necesidad ha sido constante en la historia de la Iglesia, pues ya en las Sagradas Escrituras San Pedro nos advierte de que: 

«pues si, incluso, por actuar con rectitud habéis de sufrir ¿dichosos vosotros! (…) Estad siempre preparados para responder a cualquiera que os pida razón de esperanza que tenéis, pero hacedlo con humildad y respeto. Portaos de tal manera que tengáis tranquila la conciencia, para que quienes hablan mal de vuestra buena conducta como creyentes de Cristo, se avergüencen de sus propias palabras. Es mejor sufrir por hacer el bien, si así lo quiere Dios, que por hacer el mal» (1 Ped. 3, 14-16). 

El testimonio cristiano, en consecuencia, se resume en dos imperativos: predicar la buena noticia y predicar con el buen comportamiento. El cristiano tiene que predicar la buena noticia porque él en conciencia la juzga no sólo como su definitiva esperanza personal sino la esperanza de todos y cada uno de los hombres (Mt. 28, 19-20), y debe hacerlo con humildad y con respeto a cada persona, por erradas que sean sus ideas religiosas. Pero San Pedro, en segundo lugar, nos exige un comportamiento modélico, que no nos lleve a un dislocamiento de la conciencia, por explicar como verdaderas cosas que no creemos íntimamente o no cumplimos en nuestra vida. Caeríamos así bien en el descrédito ante los no creyentes (en perjuicio de la fe), bien en la hipocresía (en perjuicio de nosotros mismos). Si somos buenos predicadores pero hipócritas puede que tengamos éxito, pero estaremos condenando nuestra alma. Si somos extraordinarios catequistas pero nuestra vida, pública y notoriamente, es un desastre además de perdernos, haremos vana nuestra predicación por falta de credibilidad. 

«Confiesan que conocen a Dios pero le desmienten con sus obras» (Tit. 1,13).

Según la recta doctrina católica, el cristiano en virtud de la Gracia santificante está capacitado para cumplir todos los mandamientos de la ley de Dios. Por eso -dicho sea de paso-, en el debate actual de retirar o no la habilitación como maestro de religión a alguien que tenga títulos y conocimientos para impartirla pero que obstinadamente incumple en su vida los preceptos morales, comparto plenamente la política de máxima exigencia de la Iglesia. La razón es clara: con sus actos esos profesores están proclamando que no creen de hecho de que, con el auxilio de la Gracia -un don sobrenatural que nos abre a una nueva vida de santidad-, el hombre pueda abandonar el pecado. Cualquier alumno o catecúmeno avispado, que saque las conclusiones lógicas de lo que se le está explicando, puede dejar en silencio a ese profesor o catequista. Le basta con echarle en cara que él es la prueba de que la Gracia Santificante que enseña es una ensoñación o una falacia porque no puede hacer el milagro de proporcionarle los medios sobrenaturales para iniciar un ilusionante camino en el que pueda aspirar a la santidad. Pues:

«esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Tes. 4,3).  

En definitiva, la exigencia de ortopraxis (entendida aquí como coherencia entre lo que se predica y lo que se cree y se hace) es inexcusable. Pero implementar este principio en la dura realidad de cada día es mucho más complicado porque la Ciudad de Dios convive con la Ciudad del hombre, los santos con los pecadores, el trigo con la cizaña. Así, junto a una Teresa de Calcula o una Teresa de Lissieux (dos luminosas santas con terribles oscuridades de fe) hay un Padre Maciel (un hipócrita de libro). Y no voy a profundizar en el complejo asunto de la necesidad de un mimimum de hipocresía, exigible para no ser imprudente en nuestra vida pública, y hasta qué punto ese vicio, socialmente ineludible, puede afectar al camino de santidad; cuestión en fin muy difícil y escabrosa que cada hombre debe examinar por sí mismo en conciencia. El jesuita y excepcional escritor aragonés del siglo XVII, Baltasar Gracián, en su «Oráculo manual y arte de prudencia» ejemplifica a la perfección esa contradicción. Así, a la vez que pretende resumir sus trescientos aforismos para la vida cortesana, con un definitivo:

«En una palabra, santo, que es decirlo todo de una vez» (300),

nos ha estado aconsejando en sus anteriores máximas -de una manera absolutamente brillante y genial, por cierto- sobre sobre el éxito en la vida, aunque sea a través de la hipocresía:

«No es necio el que hace la necedad sino el que, hecha, no la sabe encubrir (…) Consiste el crédito en el recato más que en el hecho, que si uno no es casto sea cauto» (126).

En cualquier caso, la consecución de la máxima santidad en la tierra -siendo a la vez humildes como palomas, astutos como serpientes (Mt. 10,16) y dóciles a las mociones de la Gracia– debe ser el objetivo primario al que dirijamos nuestra vida cristiana. Teniendo siempre presente que vivimos en un mundo caído donde es complicado desbrozar la cizaña del trigo, y que exige orar e insistir sin desfallecer para que el Espíritu Santo nos envíe el don de prudencia.  Pues el mismo Gracián nos advierte del peligroso terreno en el que batallamos: la vida humana es una milicia contra la malicia del hombre.  

II

Resumiendo, si los cristianos deseamos tomarnos en serio nuestra fe, debemos esforzarnos en superar la santidad hipócrita y alcanzar la santidad verdadera.  El antiguo pecador, que ha obtenido la Gracia de la conversión, sabe perfectamente que no debe volver a caer, pero sí cae y se siente tentado a ocultar su fracaso hasta al mismo confesor, debe saber que se convierte en un hipócrita. Ha olvidado que la santidad tiene más que ver con su corazón (que nunca puede detenerse) que con su fama (que con la misma rapidez que surge se acaba). Y finalmente ese pecador deberá comprender -ojalá- que pocas cosas hay más patéticas que perseverar en ser infiel a uno mismo, porque, además de vergonzoso, este comportamiento hipócrita se condena claramente en la nueva ley de Cristo:

«Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a Él un mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (1 Jn. 8,10)

En cualquier caso, la hipocresía no es el peor veneno de la santidad (pues como hemos visto, incluso una dosis mínima puede ser socialmente oportuna a veces); pero sí hay un grado de santidad absolutamente deformada que podríamos calificar con un oxímoron: santidad diabólica. 

«Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros» (1 Jn. 8)

Ya no se trata de mentir pública e hipócritamente, reconociendo interiormente la falsedad (versículo 10, engañar a los demás, pero no a nosotros mismos), sino de negar con soberbia que hayamos incurrido en pecado aunque hayamos perpetrado conscientemente la acción (versículo 8, engañarnos a nosotros mismos). Eso segundo es mucho más grave porque nos cierra la posibilidad de redención; es decir, es en sentido estricto un pecado contra el Espíritu Santo (Mt. 12,31-32), un pecado sin perdón. Por eso es necesario reivindicar la rigidez en los sólidos y sanos principios de los que a lo largo de la historia ha hecho gala la Iglesia Católica -sin perjuicio de su maternal y prudente aplicación a cada pecador arrepentido-, para que no tengamos la más mínima excusa para engañarnos a nosotros mismos, pues como recordaba con triste realismo el gran escritor colombiano Nicolás Gómez Dávila:

«No hay que darle al prójimo la oportunidad de ser vil, porque la aprovecha».

Pero si la Iglesia flaquea en esa base, se acabará derrumbando no sólo ella sino -lo que es más importante- la salvación de muchos pecadores por los que Cristo entregó su Vida. Lo que hoy nos desazona es que el tránsito hacia ese terrible mal se está dando en nuestro tiempo a marcha rápida. Analizando la historia de la Iglesia, hemos contemplado con tristeza e indignación lamentables episodios pasados de simonía o de comercio abusivo de indulgencias; católicos empeñados en que sus vicios y pecados se blanqueasen por la vía fácil, librándose del infierno y del purgatorio sin tener la más mínima intención de arrepentirse y hacer penitencia. Todo muy triste, pero afortunadamente pasado. 

Pero en nuestro presente estamos viendo a cristianos que pretenden algo peor. Amparados en el espíritu confuso del tiempo, sueñan con que esos vicios se reconozcan audazmente como modalidades novedosas de virtudes clásicas. Por ejemplo, que la sodomía o el adulterio se conceptúen como una modalidad de amar al prójimo querida por Dios; o la idolatría ecologista/panteísta como el fructuoso cumplimiento del mandato divino de cuidar del planeta. Pero eso no es ya una santidad hipócrita; es abiertamente diabólica. Santificamos lo que son pecados especialmente repugnantes como la sodomía, el adulterio o la idolatría. Y la Iglesia parece ceder a cuentagotas a tales abominaciones cuando, más que incidir en una pastoral seria y sólida que no engañe al pecador justificando o edulcorando sus yerros, parece criticar veladamente ese timbre de su gloria histórica que es la seguridad doctrinal, las certezas sobre el bien y el mal, la firmeza sobre lo que nos salva y sobre lo que nos condena. 

«Esa supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria da lugar a un elitismo narcisista y autoritario» (Encíclica Evangelii Gaudium (94).   

A mi juicio, el precedente más decisivo de esta progresiva decadencia del concepto católico de santidad lo encontramos en el fatalismo luterano y en sus desbordamientos calvinistas. Los mal llamados reformadores no dudaron en afirmar barbaridades como la negación del libre albedrio, la naturaleza pecaminosa de las obras buenas que pudieran hacer los pecadores y la inutilidad radical del esfuerzo humano para el bien y la santidad. El hombre, pervertido hasta los tuétanos, sólo se justificaba por la mera fe, y las buenas obras que se hicieran a partir de entonces sólo eran fruto exclusivo de esa fe; ergo, la hipotética santificación del hombre no es intrínseca sino extrínseca, un encubrimiento de pecados no una limpieza radical del corazón. 

La consecuencia más trágica de tanta insensatez -en la que cayeron buena parte de los cristianos europeos del norte-, es que esos disparates han acabado haciendo mella en los católicos, pues muchos han dejado de creer en la posibilidad de santificación interior por obra de la Gracia (con cooperación del propio justificado). Yo recuerdo que durante el reciente Sínodo de la Familia (2021-2022), un obispo participante -de modo parecido a como hizo Lutero al avalar la bigamia del Landgrave de Hesse- propuso la aberración de «volver a la ley mosaica» (sic), dada la impotencia que observaba en muchos cristianos para santificarse en el matrimonio sacramental. Es obvio que tal proposición de abierta apostasía no se tomó en cuenta, pero de algún modo nos dejó en la duda sobre qué tipo de fe católica tienen algunos obispos si se atreven a afirmar en público semejantes delirios. Y la misma Exhortación Apostólica postsinodal, «Amoris Laetitia», mediante un lenguaje deliberadamente ambiguo, parece cuestionar en algún momento la virtualidad de la Gracia para santificar nuestras vidas y hacernos aptos para cumplir los mandamientos de la ley de Dios, según han denunciado reputados teólogos. Ahora bien, culpar de nuestro fracaso en obedecer la voluntad divina a la impotencia de la Gracia y no a nuestra obstinación en el pecado es el primer paso hacia un descalabro infernal (entendido literal y no metafóricamente). Y santificar el pecado es el paso segundo e inevitable, con el que entramos ya de bruces en el infierno. 

«Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo, que hacen de la luz tinieblas y de las tinieblas luz» (Is. 5,20). 

Muchas comunidades protestantes liberales llevan años bendiciendo el pecado, y desgraciadamente hay indicios de que demasiados obispos católicos quieren ir por el mismo camino de perdición. Doy dos ejemplos de lo dicho: lo que hoy denominamos, con precisión, el actual cisma alemán, o las recientes declaraciones del cardenal luxemburgués Hollering, en las que se preguntaba indignado «cómo se puede condenar a personas que sólo pueden amar al mismo sexo». En realidad, cualquier estudiante de primero de teología le puede responder gustosamente, pues conoce que todo pecado -cualquiera de los siete pecados capitales-  no es más que un amor desordenado hacia uno mismo, hacia las criaturas o hacia las cosas creadas. Pero por lo visto este cardenal no se ha enterado o ha olvidado los términos más elementales de moral católica. O más probablemente haya perdido la fe en que Cristo murió en la cruz, y que de su costado abierto brotaron los dos sacramentos para regalarnos una nueva vida y para perseverar en ella, pese a los duros baches del camino. 

En definitiva, a todo lo expuesto anteriormente, parece referirse el Apóstol cuando proféticamente hace esa descripción del espíritu apóstata que, merced a las  malas obras y las peores doctrinas, se apoderará de muchos en los tiempos finales:

«Pero el Espíritu dice expresamente que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe prestando atención a espíritus embusteros y enseñanzas de demonios, valiéndose de impostores e hipócritas cuya conciencia está marcada por con el hierro de las malas acciones« (1 Tim. 4,1), o

«También debes saber que en los tiempos últimos vendrán días difíciles. Los hombres (…) aparentarán gran religiosidad, pero negando su eficacia» (2 Tim. 3,5).

Ante ese panorama sombrío, el Apóstol nos exhortará a ser fieles a la sana doctrina y a obrar conforme a ella, es decir, a la ortopraxis que nos recordaba Francisco al inicio de este artículo:

«Estate atento a ti mismo y a la doctrina, persevera en esto, pues haciendo esto te salvaras a ti mismo y a los que te escuchan» (1 Tim. 4,16).

En definitiva, confío y rezo para que el Santo Padre no ceda a aquellos cantos de sirena que le proponen con desvergonzada franqueza «explorar vías de acción pastoral en la Iglesia que no estén circunscritas a formulaciones doctrinales existentes» (Cardenal McElroy) y, desde luego, para que no se tome en serio esa enormidad de que «la teología de la Iglesia ha cambiado» (Cardenal Roche). 

Porque como hemos intentado demostrar en nuestra reflexión, los cambios doctrinales implementados con meras excusas pastorales pervierten la santidad a la que todos aspiramos y conducen hacia una sola meta, un lugar -no un estado- a cuya entrada hay una inscripción pavorosa:

«Por mí se va a la ciudad doliente,

por mí se va al eternal tormento;

por mí se va a la maldita gente.

¡Oh los que entráis, dejad toda esperanza!

Comentarios
2 comentarios en “Santidad auténtica, santidad hipócrita y santidad diabólica
  1. Como siempre,son los hechos-tozudos cual aragoneses-,los que echan por tierra tantas ideas.Son la prueba del nueve.
    Bien cerca tenemos el caso Maciel,y todo el bien que Señor ha sacado y sigue sacando de su controvertida persona.
    Que no podamos entenderlo,no lo anula.Antes bien,acrecienta el Misterio que nos desborda y sobrepasa.
    Quien de la piedras Saca hijos de Abraham,también de los hipócritas Saca hijos de Dios.
    Y es que el Señor,como el agua- Agua Viva,al fin-,se Cuela por todos los intersticios…

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