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Profetas halagüeños y profetas de calamidades

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El día 11 de octubre de 1962, festividad de la Maternidad Divina de la Virgen María, Juan XXIII, inauguró el Concilio Vaticano II con un vibrante discurso, rebosante de alegría y esperanza (“gaudium et spes”) en el que marcaba los hitos fundamentales de la asamblea conciliar. Dichas directrices, una vez desarrolladas e implementadas, debían ser la luz que alumbraría una nueva primavera para la Iglesia. Un Papa profundamente emocionado, exclamaría al final del discurso que “el Concilio que comienza aparece en la Iglesia como un día prometedor de luz resplandeciente”, “todo aquí respira santidad, todo suscita júbilo”.

Cinco puntos de tan histórica alocución, a mi juicio, merecen ser destacados:

Primero, el objetivo principal del Concilio fue la “defensa y revalorización de la Verdad”, si bien desde una perspectiva en la que se valora y pondera “el admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano”, y sin que “la fascinadora atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso”. La palabra “progreso” –juzgada con tanta desconfianza por los Papas del pasado- se convertía ahora en el vocablo estrella de la cita ecuménica.

Segundo, una nueva praxis a la hora de reprimir los errores contra la fe, estableciendo la fórmula ya célebre de “usar de la medicina de la misericordia más que de la severidad”, todo ello conectado con la optimista convicción de que “los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenarlos (los errores)”.

Tercero, la diferenciación, con una finalidad sobre todo pastoral, entre “la sustancia de la antigua doctrina –del depositum fidei- y la manera de formular su expresión”.

Cuarto, la afirmación del propósito –novedoso en la historia de los fines de la iglesia Católica- de la “unidad del género humano, que constituye el fundamento necesario para que la Ciudad terrenal se organice a semejanza de la celestial”,  y todo ello vinculado a una explícita intención ecuménica, que parece ser la aguja de navegar del Concilio

Y en quinto lugar –aunque aparece al principio del discurso-, la franca crítica a aquellos cristianos  a los que el Santo Padre califica de “profetas de calamidadesy “carentes del sentido de la discreción y la medida”, a los que relaciona con una insana convicción de la cercanía de los tiempos escatológicos. Pues son “avezados a anunciar siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese inminente”.

Los documentos aprobados finalmente en el Concilio siguieron fielmente todas y cada una de líneas maestras trazadas por San Juan XXIII. El Papa anhelaba sinceramente la definitiva reconciliación de la Iglesia ¡de una vez por todas! con una versión optimista del mundo en progreso, de modo que marchase a la par de él con la noble pretensión de iluminarle su camino y recordarle maternalmente –pues ella es “Mater et Maestra”- sus desviaciones. Éstas, sin duda, serían corregidas en buena medida, dada la autoridad moral de la Iglesia (reconocida hasta por los no cristianos) y la positiva disposición que se presumía a un mundo que miraba con agrado indisimulado (y hasta entusiasta) esa renovación eclesiástica. Porque el progreso de la humanidad era material y también moral, y el Papa tenía plena confianza en que el hombre –pese a ser un ser caído y necesitado de la Gracia-, pudiera por sí mismo (es decir, sin auxilios sobrenaturales) darse cuenta de sus errores y rectificarlos. Ahí se encontraba siempre la Iglesia como «lumen gentium», para ayudarle en su discernimiento. 

El problema es que ese “nuevo pacto tácito» que parecía establecerse con el mundo, ese cese de hostilidades históricas con la finalidad de que todos juntos avanzaran en paz hacia la consecución de ese fin genérico de la “unidad del género humano”, visto lo visto, se cumplió sólo en una de las partes. La Iglesia se renovó radicalmente, hasta en aquellos aspectos que no fueron ni tangencialmente mencionados en esa exhortación inaugural, como la liturgia. Ante la tierra de misión que es el mundo (incluido el mundo cristiano, cada vez más desalado), se sustituyó la confrontación por la conciliación, poniéndose el acento en el desarrollo material de los pueblos –el fin de la ciudad del hombre- y secundariamente en su conversión a la Verdad cristiana, digamos una charitas sine veritatis.

En el otro lado -como era previsible- se violó el principio pacta sunt servanda.  El mundo jamás cumplió ese acuerdo no escrito, como resultaba obvio para quien tuviera la costumbre de leer las Sagradas Escrituras –Lc. 4,6 o 1 Jn. 5,19-, y verificar que ahí mandaba uno a quien el Señor calificó como mentiroso desde el principio. El mundo, como era lógico, perseveró en su tendencia natural y con mayor facilidad que antes (la Iglesia había desterrado para siempre la era de los Syllabus). Y despreció siempre sus bienintencionados consejos: desde el punto de vista moral y religioso, acumuló errores tras errores, aberraciones tras aberraciones; desde el punto de vista material y técnico, progresó en el sentido más deshumanizante, revolucionando todo lo relacionado con los elementos menos elevados de la condición humana. En suma, creando la ilusión (y la herejía) de que el paraíso en la tierra era más factible que nunca, e idolatrando el concepto de “ciencia” (hasta grados grotescos, como vemos en la histeria vacunal actual, de la que no se ha librado nuestra Iglesia). Todo conducente a una asimetría radical (en el peor sentido) entre la vida espiritual (un nuevo gnosticismo new age) y la vida natural de la persona humana (un materialismo animal), estirados ambos errores en detrimento del equilibrio del ser de la sana filosofía cristiana.

Son muchos y excelentes libros los que se han escrito sobre este concilio revolucionario -«un 1789 para la Iglesia”, como afirmó con turbadora sinceridad el cardenal Suenens, arzobispo de Bruselas-, y más fueron los que se publicaron sobre el postconcilio, nada primaveral.  Me gustaría, ahora -en mi humilde posición de laico cristiano-, reflexionar brevemente, a la luz de nuestra época, sobre aquellas críticas que hizo el papa a los que denominó “profetas de calamidades”, que sólo ven “prevaricación y ruina” en el mundo moderno, y que tienen incluso la desfachatez de manifestar su extravagante sospecha de la cercanía de los tiempos finales.

En primer lugar, para percibir si fueron (y son) acertadas esas diatribas, no podemos pasar por alto  que con ellas San Juan XXIII enmendaba la plana a algunos papas que le precedieron, los cuales destacaron en sus escritos exactamente lo contrario: que el mundo en que ellos vivían (en el que, por cierto, ya había nacido Giuseppe Roncalli, el futuro papa), había indicios claros de estar a punto de entrar, por su iniquidad, en la época escatológica que bíblicamente se denomina final de los tiempos.

Yo no creo que el primer papa santo de ese siglo XX, San Pío X, careciera del sentido de la discreción y la medida, cuando la encíclica con la que inauguraba su pontificado, “E supremi” (1903), afirmó:

“Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado: aún más, se lucha con denodado esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.

Es indudable que quien considere todo esto tendrá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdición de quien habla el Apóstol”.

Tampoco imagino que fuera un profeta de calamidad Pío XI, cuando evocaba un mundo calamitoso (el implementado por el marxismo) en “Divini Redemptoris” (1937), y advertía sobre “los síntomas anunciados por San Pablo como señales infalibles del fin del mundo”, afirmando además:

“Por primera vez en la historia asistimos a una lucha, fríamente calculada y prolijamente preparada, del hombre contra todo lo que es divino (II Tes. 2,4).

En segundo lugar, no sólo Juan XXIII (a quien se llamó el papa bueno), sino todos los cristianos sabemos que la esencia de nuestra fe es la buena noticia, la maravillosa certeza del amor de Dios al hombre en Cristo Jesús. Y es estupendo que esa Verdad se destaque una y otra vez en los documentos de la Iglesia, como se hace en algunas páginas luminosas de los documentos conciliares, o en algunas encíclicas de nuestro tiempo. ¿Quién puede cuestionarlo? Esa es la inmensa alegría de la fe, que a la vez que nos eleva el corazón y la mente, nos convierte en misioneros para llevar las bellezas de Cristo hasta donde quiera el Señor y alcancen nuestras fuerzas. 

Ahora bien, si algo nos regala nuestra fe -junto a esa alegría de quien se sabe amado inmerecidamente-, es un inmenso realismo a la hora de juzgar el terreno en el que nos movemos, vinculado sin duda al Don del entendimiento. Y conocemos perfectamente que la propagación de la buena noticia se neutraliza en nuestro mundo por la cizaña que continuamente siembra el que es llamado señor del mundo. Y no podemos pensar que esa mala yerba se disolverá por la acción de un simple agricultor humano, como creyó en el siglo V un hereje de permanente actualidad llamado Pelagio. En nuestros días, ni los mismos cristianos creen que ese señor del mundo exista como ser real -y así nos va-, pero el sucesor de Juan XXIII, tras constatar el desastre postconciliar, tuvo que reconocer que sólo podía atribuirse a su maléfica acción. «Una potencia hostil ha intervenido. Su nombre es el diablo».

“Sin Cristo nada podemos hacer” (Jn. 15,5). En 1962, cuando Juan XXIII expone su “pelagiana” esperanza en que “los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenar (sus errores)”, la situación de la fe cristiana, en los hombres y en los Estados, no creo que fuera  menos dramática que en los tiempos recios de los dos papas píos antes citados. Porque hablamos de un periodo en el que la brida del comunismo había apresado a buena parte de la humanidad,  arrastrando a millones de almas al error y al ateísmo, y se perseguía la religión de manera sistemática. Además, el miedo a un conflicto nuclear era fácilmente constatable.

 

Hoy, a sesenta años del fallecimiento de Juan XXIII, el marxismo sigue vivo, y muy vivo. Es la cabeza herida del dragón del Apocalipsis, que pareció morir en 1989 pero ha resucitado en nuestros días –Ap. 13,3-, transmutado en marxismo cultural e incrementando exponencialmente sus daños. La rebeldía contra la ley y la moral cristianas, azuzada por el odio y la soberbia del diablo, ha alcanzado en nuestro siglo XXI una altura que deja muy atrás las viejas torres de Babel del pasado, como podemos ver en dos hechos abominables entre otros muchos: el asesinato de millones y millones de inocentes con el aborto legalizado (y a las puertas de ser considerado un derecho humano), barbarie que es aceptada hoy por la mayoría de bautizados (lo que resultaba inimaginable en tiempos del papa bueno). Y dos, la deconstrucción, con amparo legal y mediático, del hombre y de la mujer  por la ideología de género y el homosexualismo, que parece confirmar de manera definitiva que ya se ha cumplido el gran objetivo del demonio en el Paraíso: «Seréis como dioses».

Ante este estado de cosas, los católicos nos dejamos llevar, viviendo en una ceguera autoimpuesta para no enfrentarnos a los signos de los tiempos y olvidando -como decía Chesterton- que sólo quien nada contracorriente sabe que está vivo. Los papas anteriores al Concilio Vaticano II se atrevieron a vapulear con una espada dialéctica de doble filo todas las aberraciones de su época, como el modernismo (Pío X), el liberalismo, el marxismo, el nazismo, los diálogos con falsas religiones (Pío XI), o los errores intelectuales y filosóficos contra la fe católica (Pío XII); los papas de después del Concilio han seguido, con mayor o menor intensidad, la máxima de evitar la confrontación directa, o incluso la colaboración abierta (véase la novedosa preocupación por el medio ambiente de la Iglesia, que nos pide hasta ¡una conversión ecológica!). Gran ironía, cuando es precisamente hoy el tiempo que más exige la denuncia profética -y no por el estado del planeta, sino de las almas-, al igual que hicieron en su día el Syllabus, la Pascendi o la Humani Generis, aunque se topasen con el desprecio de tantos. 

“Loquimini nobis placentia”, “Decidnos cosas halagüeñas”, pedían los judíos a sus profetas:

“A los videntes dicen:

“no tengáis visiones”

Y a los profetas: “No nos contéis

Revelaciones verdaderas,

Sino habladnos cosas suaves”

                                                           (Is. 30,10).

El profeta Jeremías iba más lejos, e identificaba el optimismo profético con el desprecio a la Palabra divina y el mal comportamiento del pueblo, pues:

A los que desprecian mi Palabra

Les dicen (los profetas falsos): “Todo os saldrá bien”.

Y a los que siguen tercamente

Las inclinaciones de su corazón,

Les dicen: “No os vendrá ningún mal”

                                                                  (Jer. 23,17).

Y el profeta Miqueas usaba el sarcasmo cuando recordaba que:

“Si alguien inventa mentiras y dice:

“Yo anuncio vino y licor”,

Ese es el profeta ideal para este pueblo”

                                                                  (Miq. 2,8).

Es verdad que los nabi de Israel también anunciaban un futuro glorioso –tiempos que estaban más allá del tiempo histórico, tiempos escatológicos-, pero lo predicaban cuando el pueblo judío, por sus pecados, había sido machacado por otras naciones, y en esa tesitura de postración, las palabras de los profetas le permitían sobrevivir en esos ambientes hostiles. Pero en las épocas en que Israel nadaba en la abundancia y comía opíparamente, su voz era muy crítica, como leemos en esos versículos de Amós,  que profetizó en el esplendor de la monarquía de Jeroboan II en el siglo VIII A.C.:

“Así dice el Señor:

Los de Israel han cometido tantas maldades

Que no dejaré de castigarles,

Pues venden al inocente por dinero

Y al pobre por un par de sandalias.

Oprimen y humillan a los pobres

Y se niegan a hacer justicia a los humildes”

“Odio el orgullo del pueblo de Jacob,

Y aborrezco sus palacios,

Entregaré la ciudad al enemigo

Junto todo lo que hay en ella”

                                                (Amos 2, 6-7-6,8).

Veinticinco años después de ese vaticinio del molesto pastor de Tecua, Asiria conquistaría el reino del norte y deportaría a sus habitantes. El profeta, que se atrevía a hacer augurios desagradables a un país que vivía en la ceguera del lujo y la injusticia, tenía razón. 

 

Sin excepción, los videntes de Israel no sólo parecían sino que eran «profetas de calamidades”. Pero advertir de un desastre es un bien. Jonás, muy a su pesar, tuvo que predicar a la sin city de su tiempo, Nínive, la conversión de sus pecados porque el Señor había decidido destruirla; fue su agónico anuncio el que logró la conversión de los ninivitas, y Dios aplazó el castigo. Agradezcamos que aún haya profetas de ese temple, porque en el momento en el que desaparezcan será indicio cierto de que el Señor ha dejado de enviar su Gracia al mundo, asqueado de su comportamiento, como nos advierte el Libro de la Revelación al final: «El tiempo está cerca. El injusto, que cometa aún injusticias; el sucio, que se manche aún más» (Ap. 22,10-11).

San Pablo -que exhortaba a los cristianos a vivir alegres (Fil.4,4)-  recomendaba en la primera carta a los Tesalonicenses “no despreciar las profecías» y “quedarnos con lo bueno” (1 Tes. 5,20), y consideraba necesario «tomar la verdad como cinturón y la justicia como coraza» (Ef. 6,14). No hay bien sin verdad ni verdad sin bien. Si se anuncian “calamidades”, examinémoslas y retengamos el bien y la verdad que bajo la retórica se encierra porque, como ya hemos visto, sólo las profecías halagüeñas –complacientes con pecados y errores- son condenadas por las Escrituras por mentirosas. Y muchas voces proféticas de nuestro tiempo nos advierten del mal camino, y de la necesidad de recuperar los fuertes contenidos de nuestra fe, que son precisamente los que menos quiere el mundo: fidelidad, conversión,  penitencia, sacrificio, sacramentos, sumisión a la fuerza santificadora de la Gracia; todo sin olvidar que somos “siervos inútiles”, “pues más allá de nuestra disposición es el Señor el que obra en nosotros el querer y el actuar” (Fil. 2,13).  El hombre sin la Gracia –conviene recordar una vez más- jamás rectificará de manera definitiva sus errores. Como el mito de Sísifo, caerá una y otra vez en ellos.

Comentarios
1 comentarios en “Profetas halagüeños y profetas de calamidades
  1. «…Ante este estado de cosas, los católicos nos dejamos llevar, viviendo en una ceguera autoimpuesta para no enfrentarnos a los signos de los tiempos y olvidando -como decía Chesterton- que sólo quien nada contracorriente sabe que está vivo. «. Lamentablemente, era tan còmodo el pensamiento de la santidad e infalibilidad de la Iglesia, que los catòlicos actuales se niegan a ver ningùn mal en ella, y prefieren atribuir los males a ataques malintencionados del mundo… No es asì como se corregiràn, sobre todo los tantìsimos que provienen de ella misma…

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