Luces cristianas y sombras tibetanas: sobre el best-seller del Dr. Sans Segarra

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Sin lugar a dudas este eminente cirujano de Barcelona, el Dr. D. Manuel Sans Segarra, es uno de los más importantes personajes mediáticos del momento, y lo es por su defensa -desde un punto de vista rigurosamente científico, según aduce-, de uno de los más importantes anhelos del hombre, su inmortalidad y su felicidad eterna. Por ello, tras haber visto algunos vídeos suyos por internet, me dispuse a comprar y leer el libro que ha escrito con la colaboración de Juan Carlos Cebrián «La supraconciencia existe. Vida después de la vida», un exitoso best seller que ya ha alcanzado la sexta edición. Lo leí de un tirón, y en este comentario, aun en caliente, quiero mostrar, por un lado, el encaje de algunos de sus planteamientos con la Verdad revelada en nuestra fe, pero también advertir que otros asertos no sólo no cuadran con ella sino que además son abiertamente incompatibles, contrarios al más básico «sensus fidei«. Por lo tanto, rechazables de plano. 

El autor propone como cuestión previa algo con lo que muchos estamos plenamente de acuerdo. La necesidad de superar el vigente paradigma científico -el método científico tradicional, su lógica materialista- para explicar fenómenos tan peculiares como las Experiencias Cercanas a la Muerte (ECM), y anima al lector a despertar su «espíritu crítico» (pág. 25). Con inmenso sentido común afirmará casi al final de su libro que «Son numerosas las pruebas de la intervención externa de un diseñador inteligente que hizo surgir el universo de la nada. La teoría de la creación, citada en textos sagrados como el Génesis, es la más aceptada en la actualidad para explicar el origen del universo y de la vida en la tierra«. De todos modos, creo que este autor se viene demasiado arriba cuando afirma que «gracias a la física cuántica, las matemáticas y la informática, todos los principios expuestos que niegan el materialismo, están científicamente comprobados» (pág. 134). Que conste que yo soy un enemigo a ultranza del materialismo científico, pero esa frase subrayada es -a día de hoy- mero flatus vocis. Y más excesiva aún es su afirmación de que «Michio Kaku, físico teórico de la Universidad de Nueva York, ha demostrado científicamente la existencia de Dios» (sic) (pág, 135). Como dijo irónicamente Nicolás Gómez Dávila en sus Escolios (y yo comparto): «Dejaría de creer en Dios si hubiera alguna prueba que demostrase su existencia».

Un punto esencial de su obra es el hecho de que el enigma de la conciencia humana -el irresoluble problema, hasta ahora, de la compatibilidad de mente y cerebro-, puede ser explicado desde el punto de vista de la mecánica cuántica, pues «la conciencia podría ser el resultado de procesos cuánticos que ocurren dentro de las células cerebrales» (pág. 30). A este respecto menciona el trabajo del Premio Nobel Roger Penrose, que indaga en las estructuras de la neurona (pero que dejaré de lado dada mi ignorancia acerca de la composición material del cerebro humano). En cualquier caso, el autor plantea esa posibilidad con prudencia, como hipótesis científica, aunque reconociendo que la investigación por ese camino tiene un inmenso potencial. Algo que comparto absolutamente. Fenómenos habituales en algunos santos como la bilocación (estar en dos sitios al mismo tiempo), la sutileza (la capacidad de atravesar elementos sólidos), o la agilidad (la posibilidad de desplazarse a distancias inmensas a veces con el solo pensamiento), son reportados en los experimentos de la física cuántica. ¿Llegará el día en se logren tales objetivos, a nivel macroscópico, por la ciencia?   

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Son muy interesantes y profundas las razones de su rechazo a las explicaciones que dan los científicos materialistas sobre las ECM (estados alucinatorios, dicen, del sujeto en una situación tan crítica como es el trance de la muerte). Mostrará las doce hipótesis de los materialistas, y las irá refutando con su profunda sabiduría de médico (págs. 80-81). Una cosa son las alucinaciones (generalmente caóticas y diferentes en cada sujeto), y otra las ECM (coherentes y que siguen patrones similares). 

El autor considera que «la conciencia no es simplemente el resultado de la actividad neuronal del cerebro, sino que existe a un nivel más profundo y fundamental de la realidad» (…) «La conciencia es una propiedad fundamental del universo, presente en todas las cosas vivas y no vivas«(pág. 33). Con ello nos introduce en uno de los conceptos más relevantes (y polémicos) de su trabajo, el de la «Supraconciencia» (que el autor escribe con mayúsculas) y que no es sino «la presencia de la energía primera en cada uno de nosotros» (pag. 113). Inmediatamente me vino a la cabeza ese precioso discurso que San Pablo dirigió a los atenienses en el Areópago, donde se refirió al «Dios desconocido» como aquél que «no está lejos de ninguno de nosotros, porque en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch. 17,27-28). Usando el autor una metáfora marítima, «Imagina que la conciencia es un gran océano. Las olas en su superficie representan la actividad neuronal de nuestro cerebro. Cada ola es única y efímera, al igual que cada sensación que experimentamos (…). En las profundidades de ese océano existen corrientes y movimientos que no podemos ver, pero que son fundamentales para la formación de las olas en superficie» (pág. 31). Y aunque «existe una conciencia local originada por la actividad bioquímica de las neuronas (pág. 32) (…) la Supraconciencia es la idea de que la conciencia no es simplemente el resultado de la actividad neuronal del cerebro, sino que existe en un nivel más profundo y fundamental de la realidad» (pág. 33). 

En realidad, la «Supraconciencia» es «como un campo de energía que permea todo el universo», y que en última instancia remite a «la energía cuántica universal, la energía primera». Con la continua referencia a la «energía», el autor da la impresión de que hablase de una fuerza inmanente e impersonal, y no del Dios cristiano que es, desde el punto de vista ontológico, trascendente, y desde la fe, ante todo «Padre». El autor explica que el contacto del hombre con la «supraconciencia» requiere técnicas de meditación, y no hay que ser un lince para descubrir que aquí se refiere a los procesos mentales de los yoguis orientales: «eliminar de nuestra mente toda tormenta, originada desde el exterior, dejándola en blanco para que pueda aflorar la Supraconciencia. El camino es el control de la relajación, la respiración y la concentración, apoyado en la meditación» (pág. 147). 

Probablemente pensando en el lector cristiano del libro, el Dr. Sans Segarra se cura en salud al añadir igualmente que «la oración sincera y profunda dirigida a Dios tiene, para muchas personas, el mismo efecto» (pág. 148). Pero lo cierto es que, como se ha puesto de manifiesto en numerosas ocasiones por teólogos serios, la oración cristiana y la meditación oriental son aceite y agua; la primera se dirige, por mediación de Jesucristo, al Dios Uno y Trino; la segunda a una energía global. Con la meditación budista vaciamos la mente, y sólo Dios sabe lo que puede colarse por ahí. En virtud de la oración cristiana, la miseria de nuestros pecados nos lleva a impetrar la misericordia de Dios que «jamás rechaza a un corazón contrito». Toda la filosofía que subyace detrás de las religiones orientales presupone una cosmovisión panteísta, ególatra y egostista de la realidad, radicalmente diferente a la perspectiva cristiana, que establece la diferencia ontológica entre Dios y la creación, entre el Ser subsistente y el ser participado. No en vano, el Dr. Sans Segarra destacará especialmente al filósofo Baruc Spinoza y a su concepto de Dios «muy distinto del Dios personal del teísmo clásico, visto como un juez estricto». «El Dios de Spinoza- una realidad eterna, infinita y perfecta- es el de la unidad, la armonía y el amor» (págs. 135-136). Ignoro si el autor ha leído directamente a este filósofo holandés de origen sefardí, pero lo cierto es que el panteísmo de su sistema filosófico es un insulto al Dios trascendente de la religión judeo-cristiana. 

Por otro lado, me parece que el autor muestra cierta displicencia con uno de los más sólidos principios de la fe cristiana, la naturaleza caída del hombre y la necesidad de ser redimido (pág. 38). El concepto esencial de la fe cristiana de la exigencia de la Gracia está totalmente ausente en esta obra y el drama del hombre, para el Dr. Sans Segarra, no es que esté sometido al pecado y necesite de un don sobrenatural para alcanzar la vida eterna. Su problemática es vivir en cierta ignorancia, pero que puede ser superada por sí mismo -es el renovado pelagianismo contra el que combatió San Agustín- logrando ese superior y bienaventurado estado mediante “la introspección y la meditación profunda” (pág. 113).  

Para un cristiano, que aún conserve un básico «sensus fidei», este planteamiento es inadmisible. Es más, su libro ha provocado que comience a mirar con alguna desconfianza las experiencias positivas de las personas que viven una ECM, pues, «aunque se despierta en ellas la espiritualidad, suelen perder interés por la filiación religiosa (…), de tal modo que para ellos «la espiritualidad es una necesidad imperiosa de comunicarse con la energía primera, independientemente de los dogmas religiosos» (pág. 141). 

Aquí debemos afirmar sin titubeos que, desde el punto de vista cristiano, en el caso de que esa «energía primera» se identifique con Dios, es inexcusable que su acceso sólo pueda hacerse a través de Cristo, pues «nadie va al Padre sino por Mí» (Jn. 14,6) y «no se nos ha dado bajo el cielo otro nombre que el de Jesús para salvarnos» (Hch. 4,12). Ahora bien, si esa «energía primera», no es el Dios trascendente de nuestra fe, no necesitamos ciertamente a Cristo. El problema es que si no es el Dios cristiano sólo puede tratarse de una entidad verdaderamente siniestra. Esa que todos tenemos en mente, aunque en ningún momento se cita ni de pasada en este libro (si bien quizás indirectamente se aluda a él al mencionar las escasísimas ECM con experiencias infernales) (pág. 67). Un ser, como nos explican los exorcistas, que sabe perder para luego ganar. Y si un cristiano, tras una EPC mística y placentera, abandona las verdades de nuestra fe, sólo podemos calificar su vivencia como preternatural y diabólica. Hay que decirlo alto y claro. 

Hay, además, otros puntos que no puedo aceptar como cristiano. En algunas entrevistas el autor se ha revelado como creyente en la hipótesis de la reencarnación. En su libro se limita a exponer algunos estudios basados en la hipnosis, en los que según parece los pacientes han referido episodios de regresión a vidas pasadas (pág. 72 y 73). A mi juicio, esos estados pueden explicarse naturalmente sin recurrir al expediente de vidas anteriores, y desde el punto de vista de la fe cristiana es incuestionable que «está reservado a los hombres morir una sola vez y tras esto juicio» (Hb. 9,27). El rechazo a la reencarnación es una doctrina definitiva del cristianismo, y las opiniones teológicas que pudieron favorecerla (por ejemplo, Orígenes) fueron rechazadas como heréticas. Rechazable es también su concepto platónico del cuerpo material como «cárcel forzosa» (pág. 228), pues el cuerpo nos acompañará toda la eternidad tras la muerte y el juicio final, bien glorificado en una hermosura sin igual, bien deformado hasta el espanto en los condenados. 

Por último, de este excelente médico y manifiestamente mejorable teólogo, comparto sin reserva mental alguna la necesidad de «controlar el ego, nuestra falsa identidad, que me gusta denominar el «no yo», inhibiendo sus cuatro armas: la ignorancia, la afección por lo material, el egoísmo y el miedo» (pág. 10).

El único matiz que pondría a esta frase es que, para vencer esos terribles enemigos de uno mismo, no tenemos que importar del oriente técnicas de meditación -tan habituales de los detestables manuales de autoayuda– sino creer firmemente en Nuestro Señor Jesucristo, que hace dos mil años proclamó: «Venid a mí los que estéis cansados y agobiados, que yo os aliviaré».  

¿Tenemos miedo? Jesús nos tranquiliza ante las tormentas que aterrorizan nuestra vida: «No tengáis miedo; tened ánimo. Yo estoy aquí, con vosotros» 

¿Somos egoístas? Jesús nos enseñó «No hay amor más grande que dar la vida por los amigos» 

¿Tenemos afección por lo material? Jesús nos advirtió: «No os afanéis diciendo qué beberemos o qué comeremos. Porque los gentiles buscan todas esas cosas, pero vuestro PADRE CELESTIAL sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura».

¿Somos ignorantes? Jesús se autodefinió como la Sabiduría pues: «Yo soy el Camino, la Verdad  y la Vida». Y como señaló San Pablo «Cristo Jesús fue hecho por Dios para nosotros sabiduría, como también justicia, santificación y redención» (1 Cor. 1,30).

¿Tenemos pánico a la muerte? Pues creamos en Jesús porque: «Yo soy la resurrección y la vida; el que crea en mí, aunque muera vivirá»

En definitiva, yo afirmo con la misma convicción y tranquilidad que el Dr. Sans Segarra que la muerte física no pone fin a la existencia del hombre. Y, además, añado que nos abre -a los cristianos, seguro- a la plenitud como hijos de Dios (Jn. 1,12). Pero no me fundamento en los avances de la ciencia ni en lo que me digan unos y otros, aunque «examino todo y retengo lo bueno» (1 Tes. 5,21). Porque de modo absoluto sólo me fío de Jesucristo, mi Señor y mi Salvador, quien:

«A pesar de su condición divina

no hizo alarde de su categoría de Dios;

al contrario, se despojó de su rango

y tomó la condición de esclavo,

pasando por uno de tantos.

Y así, actuando como un hombre cualquiera,

se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte,

y una muerte de cruz.

Por eso Dios lo levantó sobre todo

y le concedió el «Nombre sobre todo Nombre»,

de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble

en el cielo, en la tierra, en el abismo,

y toda lengua proclame:

¡Jesucristo es señor para la gloria de Dios Padre» .

(Fil. 2, 6-11).

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