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Lecciones de Liturgia para Nuestro Tiempo: La Reforma de Ajaz y la Contrarreforma de Ezequías

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UNA REFLEXION del PAPA EMERITO SOBRE LA INTANGIBILIDAD de la LITURGIA. Ni VERDAD sin CARIDAD ni CARIDAD sin VERDAD

Nuestro querido papa emérito, Benedicto XVI, en su libro autobiográfico «Mi vida» (1997), incluyó una frase que ha dado mucho que hablar, generalmente en sectores tradicionalistas, y que a mi juicio llega al meollo de la gran crisis de la fe católica de nuestros tiempos. 

«Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia». 

El origen de ese hundimiento, según señala en párrafos anteriores, se encuentra en la manera violenta -y no orgánica- en la que se procedió a sustituir la liturgia codificada por San Pío V en 1570.

«El hecho de que, después de un período de experimentación que a menudo había desfigurado profundamente la liturgia, se volviese a tener un texto vinculante, era algo que había que saludar como seguramente positivo. Pero yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia. Se suscitaba por cierto la impresión de que esto era completamente normal» .

Pero no lo era, porque como bien explica Benedicto XVI, el desarrollo de la liturgia:

«Se ha tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación en el cual, sin embargo, nunca se destruía la continuidad».

Y al aprobar el Misal de Pablo VI, se siguió otro camino, más radical y evidentemente revolucionario: 

«se hizo aparecer la liturgia de alguna manera ya no como un proceso vital, sino como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica»,

Y como consecuencia de ello, 

«nos ha producido unos daños extremadamente graves. Porque se ha desarrollado la impresión de que la liturgia se «hace», que no es algo que existe antes que nosotros, algo «dado», sino que depende de nuestras decisiones». 

La trascendencia de esa última fase podemos calibrarla desde el axioma «lex orandi, lex credendi». Alterar algo tan íntimamente vinculado con las creencias cristianas (como es la liturgia en la que se manifiesta públicamente la fe), no puede menos que afectar directamente a los contenidos en lo que se expresa esa fe del pueblo. Dicho de manera más rotunda: si podemos modificar la liturgia con tal impunidad, poco nos costará -con el mismo descaro- ir diluyendo los contenidos de la fe católica en un mundo donde palabras como «pecado», «penitencia», «expiación», «sacrificio» o «mortificación» han dejado de tener sentido. Pero como los principios fundamentales de la fe son por definición inalterables -tienen la consideración de dogmas o doctrinas seguras-, se nos conmina  hoy a que los apartemos en anaqueles polvorientos de bibliotecas universitarias; que atendamos a una visión «más pastoral y menos doctrinal», «más ecológica y menos celestial», «más horizontal y menos vertical» -«más tiempo y menos espacio» (en expresión del papa Francisco)-, aunque asumamos el riesgo de orillar lo que creyeron y vivieron los cristianos desde hace cientos de años. De este modo se juzga siempre con desconfianza a quienes pretenden salvar la fidelidad estricta a la fe recibida  y no están dispuestos a ponerla en la almoneda del consenso,  pues -según se nos advierte una encíclica reciente, Evangelii Gaudium, (94) 2013 – esa «supuesta seguridad doctrinal o disciplinaria da lugar a un elitismo narcisista y autoritario». Siendo benévolos, esa frase hubiera parecido cuanto menos incomprensible a tantos papas del pasado reciente (y no reciente) que se desvivieron para que se mantuviese la pureza de una fe, siempre atacada por los modernistas de ayer y de hoy. Ellos sabían bien lo que se jugaba.

En definitiva, no cabe duda de que se pretende abiertamente que nosotros y las futuras generaciones cristianas nos libremos de esas presuntas rémoras que se asocian a rigideces que obstaculizan una vida cristiana presuntamente sana. Pero, con todo respeto, sentimos discrepar, porque, a nuestro humilde juicio, lo que verdaderamente hace enfermar a la fe cristiana es la vacilación en principios innegociables.  Como dijo el Cardenal Pie, el cristianismo es Verdad y es Caridad (no es Verdad sin Caridad, ni es Caridad sin Verdad), y por ello, como Verdad, debemos ser necesariamente intolerantes en las doctrinas seguras; ahora bien, como Caridad, debemos amar de corazón a todos los hermanos, incluso a los más errados (Caritas in veritate, como escribió Benedicto XVI).  Me resulta por ello muy doloroso que documentos eclesiásticos actuales, con insultante franqueza, pretendan disociar a los cristianos que defienden la Verdad, de la reina de todas las virtudes de un seguidor de Cristo, cual es la Caridad.  

                                                                         II

LA DIVISION del REINO de DAVID y SALOMÓN. PARALELISMO con la DIVISION de la CRISTIANDAD en el SIGLO XVI

Pero ese proceso, que hoy vivimos -algunos con preocupación, la mayoría con esperanza (probablemente sincera)- no ha sido inédito en la historia sagrada. Ya sucedió en el devenir del pueblo que Dios eligió primeramente para llevar la salvación al mundo entero, el pueblo judío. Un mismo camino inadecuado, un itinerario de progresiva infidelidad a los principios (litúrgicos y doctrinales) que culminaría con la destrucción del primer templo, y del destierro a Babilonia. Los llamados «Libros Históricos» de la Biblia -sobre todo a partir de la división del Reino tras el reinado de Salomón- son una fuente fundamental  para comprender lo que ahora exponemos, y por ello -aunque pretendo centrarme en los reinados de Ajaz y Ezequías -siglos VIII y VII A.C.- es necesario que dé unas pinceladas generales de esa historia.

En primer lugar, como es sobradamente conocido, tras la edad de oro de cuatro décadas de gobierno de Salomón, narrada con todo lujo de detalles en la Biblia, el pueblo judío se dividió en dos reinos, uno al norte (Israel) y otro al sur (Judá). Las razones de esa división fueron espirituales y políticas. Espirituales, a causa de la progresiva corrupción del reinado de Salomón, que esclavo de su sensualidad y de su  amor y debilidad por las mujeres -tuvo setecientas esposas y trescientas concubinas, casi todas extranjeras (1 Rey. 11,3)-, aceptó todo tipo de idolatrías en la nación, debilitando el culto central en Jerusalén y corrompiendo con su mal ejemplo al pueblo. Y políticas, por el hecho de que para mantener los deslumbrantes fastos de su corte («donde ni la plata era apreciada dada la abundancia del oro» (2 Cron. 9,20), asfixió con terribles impuestos al pueblo, de tal modo que a su muerte, los israelitas del norte pidieron a su sucesor ser tratados con menor rigor (1 Rey. 12,4). Pero éste, su hijo Roboán, mal aconsejado por unos niñatos (2 Cron. 10,8-10), se negó con arrogancia, provocando la guerra y la separación del reino del Norte, que entronizó como rey a Jeroboán. 

Las primeras medidas tomadas por este abyecto monarca -con intención de evitar que su pueblo acudiera a Jerusalén a rendir homenaje a Dios-, fueron entronizar dos becerros de oro en Betel y en Dan, nombrar sacerdotes sin pertenecer a la tribu sacerdotal por excelencia -la de Leví-, y tolerar en el país el culto idolátrico a dioses de naciones limítrofes. El destino fatal del Reino del Norte, desde esa apostasía, quedó sellado e Israel fue despeñándose en mayores abyecciones, sin excluir matanzas de dinastías reales completas y sacrificios humanos. Y en el año 722, los reyes asirios Salmanasar V y Sargón II, conquistaron el país del norte, desterraron a su población y repoblaron el territorio, agrupando allí a naturales israelitas con ciudadanos asirios, de donde que surgirían los samaritanos, raza odiada a muerte por los judíos. 

Es fácil asociar el drama de la división del reino de Salomón a la catástrofe de la cristiandad europea del siglo XVI, con el cisma y las herejías de Lutero y de los mal llamados reformadores. Observemos los paralelismos, en cuanto a inicio, en cuanto a desarrollo, en cuanto a consecuencias y en cuanto a su posible final.

1º.- El cisma luterano comenzó con la excusa de las indulgencias, que era el método preferente con el que Roma pretendía conseguir financiación para costear la impresionante basílica de San Pedro (al igual que Salomón quiso construir, además del templo, edificios civiles espectaculares, gravando con durísimos impuestos al pueblo). 

2º.- El cisma se desarrolló en una cristiandad europea, llena de orgullo, que había dejado atrás los mal llamados «años oscuros» con el mal denominado renacimiento, que proponía una vuelta a las bellezas del paganismo; se ponían las bases de la banca moderna, con un flujo incesante de riquezas del nuevo mundo descubierto. De manera paralela, la abundancia del reino salomónico, el desembargo permanente de riquezas y mercancías procedentes desde todos los sitios, incluido el sur de España (Tarsis), llevó al pueblo a despreocuparse de su primera obligación: alabar y bendecir a Dios en el Templo de Jerusalén, sustituyéndola por la adoración idolátrica de templetes y árboles sagrados en los montes (1 Rey. 11,7). Una situación ya profetizada en la ley de Moisés: 

«y cuando tus vacas y tus ovejas se multipliquen, y tu plata y oro se multipliquen, y todo lo que tengas se multiplique, entonces tu corazón se enorgullecerá, y te olvidarás de YHWH, tu Dios que te sacó de la tierra de Egipto de la casa de servidumbre» (Dt. 8,14). 

 3º.- Una vez consumado el cisma, se consolidaron dos maneras diferentes de comprender la fe cristiana: una desde la tradición y la autoridad de la Iglesia, y otra desde la revolución y el juicio de cualquiera sobre un libro como la Biblia, que exige necesariamente una interpretación eclesial (2 Ped. 1,20). Por ello es fácil asociar a Judá con el catolicismo romano (una liturgia principal -la romana-, y una doctrina única e inamovible), y a Israel con los Estados y las numerosas comunidades protestantes surgidas en la Europa septentrional (cada una con cultos y creencias diferentes y mudables). 

4º.- Finalmente, al igual que el reino del Norte fue destruido por Asiria, hoy el protestantismo de Europa ha sido barrido por la teología liberal (y sustituido por una mundanidad más diabólica que cristiana). Echando un vistazo a la realidad de las iglesias luteranas del norte de Europa, confirmamos sin vacilar la traición a los principios bíblicos en los protestantes de hoy: pueden ingresar en la masonería, no condenan el aborto (una modalidad de «pasar a sus hijos por el fuego según las abominaciones de los gentiles» (2 Rey. 16,3), casan homosexuales, consagran obispesas lesbianas y hasta nombran pastores que se definen como ateos. En definitiva, han acogido con gusto los principios rabiosamente anticristanos de un mundo que se aboca a su perdición. Digamos, aunque suene brutal, que han dejado de ser cristianos. Ya no son judíos sino samaritanos, con perdón para estos.  

Sin embargo, Judá -es decir, Roma- todavía no ha defeccionado. Y creo que los católicos hacemos un buen servicio a nuestra querida Iglesia Católica, si, desde nuestra humilde posición de cristianos laicos (y apasionados por la Biblia y la Historia de la Salvación), señalamos los peligros que divisamos en el horizonte, la olla hirviendo que se vierte del norte, según dibujó el profeta Jeremías (1,13). Muchos vinculados -como se indicó al principio, citando a Josef Ratzinger – a la novedad de la liturgia impuesta manu militari a partir de los años 70. Para ello, debemos avanzar algo más de dos siglos desde los tiempos de Salomón y examinar el reinado de un nefasto monarca de Judá, Ajaz.    

                                                                    III

EL REINADO CRIMINAL de AJAZ. El DESMANTELAMIENTO del TEMPLO y la REFORMA ECUMENICA de la LITURGIA

Cuando el veinteañero Ajaz llega al trono de Judá en el año 736 A.C. quedan apenas catorce años para que el reino hermano del norte, Israel,  sea aplastado y exterminado por la bota de los asirios. Irónicamente uno de los principales responsables de esa destrucción fue el propio Ajaz, al echarse en los brazos del rey de  Asiria, Tiglatpleser III, para defenderse de una coalición de Israel y Siria contra él, la denominada por los historiadores guerra siro-efraimita.

Esa alianza fue un auténtico desastre para Judá, pues Asiria no le ayudó al principio  («Tiglatpleser rey de asiria vino y le oprimió sin prestarle ayuda» (2 Cron. 28,20), y eso a pesar de que el atribulado Ajaz entregó al rey asirio los tesoros del Templo y del Palacio Real (2 Rey. 16,8). Judá sufrió una dolorosísima derrota, infligida por su hermano del norte en coalición con Siria  (2 Cron. 27,8) y Ajaz acabaría sometido hasta la ignominia a Asiria. Para colmo, se produjo una invasión del reino por parte de los filisteos del oeste y de los idumeos del sur.

 Desde el punto de vista de la historia sagrada, el vasallaje de Judá respecto de alguna potencia no era en sí mismo algo negativo. Leemos en el libro del profeta Jeremías, que éste aconsejaba al rey Sedecías no rebelarse contra el dominio babilónico (Jer. 27,12), y  la actitud de Nuestro Señor respecto al yugo de Roma fue pacífica. El problema surgía cuando esa sumisión política llevaba aparejada la adopción de las costumbres idolátricas de la potencia dominante, y eso fue lo que hizo Ajaz, hasta llegar a la barbarie de pasar a su hijo por el fuego «conforme a las abominaciones de las naciones que el Señor había arrojado ante los israelitas» (2 Rey. 16,3). Tal era su miseria moral y perversidad religiosa, que entregó todos los utensilios sagrados del templo al rey asirio Tiglatpleser III, aunque éste, como dijimos, le despreciaba (2 Cron. 28,20). Por ello, decidió ofrecer sacrificios a los dioses de otro rey, el monarca sirio (que le había derrotado tiempo atrás) razonando que: «si los dioses de los arameos (los sirios) les ayudan, yo les ofreceré sacrificios y me ayudarán» (2 Cron. 28,23). Resulta asombroso que precisamente con un rey de esta calaña -que cambiaba de dioses como de muda-, y en ese dramático contexto histórico, el profeta Isaías emitiese el luminoso oráculo mesiánico de la virgen encinta, que dará a luz a Enmanuel (Is. 7,14). Los caminos del Señor son inescrutables.

Según el Segundo Libro de los Reyes, el rey asirio escuchó finalmente a Ajaz, y conquistó Damasco y toda Siria, matando a su rey Resín. (2 Rey. 16,9). Acudió Ajaz a la capital siria a rendir vasallaje a su nuevo señor, el rey Tiglatpleser III, y entrando en el templo de uno de los dioses de Damasco, quedó gratamente sorprendido por la estructura y la disposición de su altar. Y con el visto bueno del rey asirio (2 Rey. 16,18), decidió reformar el templo (y el culto) en Jerusalén, al modo de lo que había visto en Damasco.  

Tal reforma no podía hacerse sin la aprobación del Sumo Sacerdote, un tal Urías, pero en un tiempo de tanta miseria moral, el poder religioso no iba a poner dificultades. Al fin y al cabo -pensarían el rey y Urías- qué más da la disposición de unos altares o el hecho de que al rendir culto e incensar a YHWH se incluyan las divinidades y los usos litúrgicos de otros pueblos, si todas esas manifestaciones no son sino retazos de la incomprensible divinidad. Y además ¿no se lograría un mundo más pacífico -y más ecuménico, más solidario- si todos juntos, los monoteístas o los politeístas, adorasen al misterio de los misterios, en su poliédrica y proteica realidad? ¿Qué más da que se identifique la divinidad con un árbol, una estatua, o con el sol o los héroes del pasado, si todo puede ser incluido en el concepto, inabarcable para cualquier mortal, del ser eterno y sublime? ¿No ha sido la intransigencia de nuestros antepasados, con su cháchara de un  Dios único y celoso y la arrogancia de ser el pueblo elegido, la que nos ha llevado a esta humillación en que nos hallamos? ¿No es mejor llevarse bien con todos, que ser malquisto por nuestra intolerancia religiosa? ¿No necesitamos, de una vez para siempre, ponernos al día?

 Muy probablemente el rey de Judá hizo reflexiones parecidas a estas, las consideró muy razonables (y progresistas, diríamos hoy), y tomó su idolátrica decisión. Se la comunicó a Urías, «enviándole una imagen del altar y todas las instrucciones para su construcción» (2 Rey. 16,10). Y aunque éste, como primer sacerdote judío, debió horrorizarse ante tal requerimiento, cedió al deseo de su rey y procedió a obedecerle. Para percibir cómo en una generación se había corrompido el sacerdocio levítico, bastaría recordar que unos cincuenta años antes, otro sumo sacerdote llamado Azarías se opuso con firmeza a que el rey Uzías se irrogase la potestad sacerdotal y quemase incienso en el Altar del Templo  (2 Cron. 26,18). 

 «Y el sacerdote Urías edificó el altar, conforme a todo lo que el rey Ajab había enviado de Damasco (…). Luego que el rey vino de Damasco y vio el altar, se acercó el rey a él y ofreció sacrificios en él; y encendió su holocausto y su ofrenda, y derramó sus libaciones, y esparció la sangre de los sacrificios pacíficos sobre el altar. El altar de bronce  que estaba frente al Señor lo desplazó de delante del templo, del punto entre el altar y el templo del Señor, hacia un lado de nuevo altar, hacia el norte»  (2 Rey. 16, 11-14). 

Como narra sucintamente la Biblia, este rey criminal y un sumo sacerdote felón perpetraron una reforma litúrgica en toda regla, con la finalidad de favorecer las buenas relaciones con los pueblos que le rodeaban, especialmente Asiria (hoy diríamos con una intención ecuménica): se atribuyó el munus sacerdotal, desplazó el altar de bronce (el lugar sacratísimo donde se ofrecían los sacrificios a YHWH) y lo sustituyó por otro altar con las hechuras del idolátrico que el rey había contemplado en Damasco; a aquél lo abandonó a un lado del nuevo altar, hasta que «deliberase qué hacer con él» (2 Rey. 16,15). Según otras traducciones de ese último -y complicado- versículo bíblico, el rey «se ocuparía de él», o «será mío para preguntar», insinuando con ello que probablemente el mismo Ajaz emplease el sagrado altar de bronce como instrumento de adivinación o videncia, transgrediendo la rotunda prohibición de Dt. 18,10. Ese mal ejemplo sería sin duda imitado por el pueblo, que acudiría en masa a charlatanes, videntes o echadores de cartas, dejando de confiar el Dios providente en el que creyeron sus padres. 

Luego desmontó el impresionante mar de bronce que descansaba sobre doce bueyes del mismo metal (usado para las abluciones de los sacerdotes, que ya no serían necesarias, ¿purificarse de qué?), y lo puso sobre un pavimento de piedra (2 Rey. 16,17). Además cambió la estética de la entrada del templo «a causa del rey de Asiria» (2 Rey. 16,18); todo hecho en definitiva para diluir la verdadera adoración del pueblo judío hacía al Dios único, de modo que el culto que en lo sucesivo se ofreciera en Jerusalén no se diferenciase en demasía de los rituales idolátricos de las naciones de alrededor.

Es muy posible, además, que eliminase la lengua litúrgica, sustituyendo el hebreo por el idioma arameo, que era el que desde hacía mucho tiempo hablaban los judíos (2 Rey. 18,21). Una medida que agradaría al rey asirio, pero que también era popular, ya que facilitaba al pueblo el seguimiento del nuevo culto, y de paso contribuiría a modificar poco a poco -de modo imperceptible- la sustancia de las creencias religiosas del pueblo, lex orandi, lex credendi. Se abandonó, por tanto, el venerable idioma sacro de un pueblo único, y se impuso la lengua franca de ese tiempo.   

Y como colofón, el mal precedente de que Ajaz ejerciera funciones sacerdotales pese a la prohibición legal de que cualquier profano se inmiscuyese en funciones sacerdotales (Num. 18,4), abriría la puerta a que laicos (como diríamos hoy) se atreviesen a acceder, durante la liturgia divina, a los lugares más sagrados del templo.  

Así fue en sustancia la reforma de Ajaz. «Nada nuevo bajo el sol» (Ecle. 1,9). 

Pero al morir el rey Ajaz, el verdadero Sol de Justicia -que es la Luz Divina- iluminó al hijo de este desalmado, y regaló a Judá uno de los momentos más importantes de su historia, con la entronización de Ezequías. 

Tenía veinticinco años cuando subió al trono y gobernó veintinueve. Desde el punto de vista histórico, resistió dignamente al implacable poder asirio, personalizado en Senaquerib, aunque es cierto que los relatos de II Reyes y II Crónicas presentan una doble cara: por una parte, una situación de vasallaje (2 Rey. 18,14), en la que se vio obligado a entregar al rey de Asiria un copioso tributo, además de las «puertas del Templo del Señor y las columnas que él mismo había inagurado» (2 Rey 18,16). No obstante, esa debilidad no significó ceder del modo abyecto en que se humilló su padre. De hecho, resistió heroicamente al brutal asedio que Senaquerib sometió a Jerusalén tras conquistar Laquis, y fue su confianza en la Palabra de Dios a través del profeta Isaías, la que al final salvó la ciudad santa (2 Rey. 19,35-36). Y construyó el famoso túnel de agua -que todavía hoy se conserva- desde el Manantial de Gihón a la Piscina de Siloé, para abastecer la ciudad santa. Desde el punto de vista religioso -que es el que nos interesa- , purificó el templo, destruyó íntegramente las idolatrías de su padre, restableció el culto de siempre, recopiló los Proverbios de su glorioso antepasado Salomón (Prov. 25,1), y se volvió a celebrar una Pascua Judía en Jerusalén, tan conmovedora o más que la que primera que celebró Moisés, la víspera de la liberación del pueblo elegido por Dios.   

                                                                          IV

LA CONTRARREFORMA de EZEQUIAS. Ni CULTO sin SANTIDAD ni SANTIDAD sin CULTO. DIGNIDAD del SACERDOCIO 

Comencé esta reflexión sobre la historia de Judá e Israel, citando a Benedicto XVI cuando escribió que la raíz fundamental de la crisis eclesial que hoy nos afecta cada vez con mayor intensidad tiene una naturaleza litúrgica.  Ezequías, aunque vivió veintisiete siglos antes que nosotros, pensaba exactamente igual que nuestro papa emérito, y la prueba está en la importancia que le da la Biblia a la «contrarreforma» litúrgica emprendida por este excepcional monarca, pues el Segundo Libro de las Crónicas, la describe con detalle e incluso con emoción en  tres de los cuatro capítulos que narran su reinado.  

«Todo lo que había emprendido en favor del Templo, de la Ley y de los mandamientos lo hizo para buscar de todo corazón a Dios, y por eso tuvo éxito» (2 Cron. 31,21), dicen las Sagradas Escrituras como resumen de su reinado. Frente al sincretismo religioso impuesto por su padre, Ezequías creía firmemente en Dios -YHWH-, creador de todo, todopoderoso, justo y providente; que había elegido a Israel desde hacía muchas generaciones, y como ya anunciaban los profetas de su tiempo -Isaías, Oseas o Miqueas-, para una misteriosa misión universal que trascendía su estrecho marco nacional. Estaba convencido también de que los dioses de las naciones, por poderosos que pareciesen, ante Dios no eran más que espantajos de melonar (como diría Jeremías),  y que la causa de la postración actual era la infidelidad a los mandatos divinos y al culto tal y como había sido enseñado desde tiempos antiguos. Infidelidad, que llevada al extremo, había sido la verdadera causa del colapso definitivo del Reino hermano del Norte.  

Hay un gesto asombroso que denota la firmeza de Ezequías en su reforma, y es la destrucción de una escultura que se vinculaba nada más y nada menos que con Moisés, el histórico libertador de Israel. Se trataba de la imagen de la serpiente de bronce sobre un asta, que según cuenta el libro de los Números en su capítulo 4º, usó Moisés para curar al pueblo en el desierto, tras una invasión de esos venenosos reptiles (imagen, por cierto, recordada por Cristo en el Evangelio de Juan). Como sucede muy a menudo -incluso hoy día- con los objetos que se ligan a personajes sagrados del pasado, la justa veneración de los mismos -como una manera útil de llevarnos a Dios- suele conducir a una no disimulada idolatría, convirtiendo en mágicos utensilios que sólo deben servir para amar más a Dios y confiar en su justo proceder. Eso había sucedido en Judá, probablemente influenciado por el ambiente irenista imperante, y se rendía culto e incensaba a dicha serpiente, llamándola Nejustán (2 Rey. 18,4). La destrucción de la imagen probablemente causara tristeza (e indignación) en el pueblo sencillo, pero con ello Ezequías les daba una lección magistral, y proclamaba que su hoja de ruta -como diríamos hoy- no iba a tolerar concesión alguna a los errores y flaquezas que habían llevado al reino a la decadencia en la que se encontraba. Dicho de otro modo: no puede acometerse una reforma a fondo, dejando el más mínimo cabo suelto. Aunque duela atarlo.

La labor de restauración de Ezequías tuvo una doble faceta, cultual y espiritual, y ambas estaban íntimamente ligadas. Ni culto sin santidad, ni santidad sin culto, pues sólo así se harían realidad las sublimes palabras de Dios a Moisés en el desierto: «Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex. 19, 5).  

Ezequías abrió las puertas del Templo (que llevaban cerradas desde la muerte de su padre), pero no entró en él porque con una profunda sabiduría comprendió que sólo debían ser los sacerdotes y levitas -previamente purificados- quienes restaurasen, limpiasen y quitasen las inmundicias  que se habían ido acumulando durante el reinado de Ajaz (2 Cron. 29,4). Estaba convencido de que una de las piedras angulares de la recuperación de la piedad del reino, en palabras del profeta Ezequiel (44,23), era «enseñar al pueblo a discenir lo santo de lo profano, y darle a conocer la diferencia entre lo puro y lo impuro».  Si Ajaz penetraba en el templo a hacer adivinaciones, Ezequías no se atrevía ni a cruzar el umbral de la entrada. Esos ejemplos contradictorios nos advierten de que la puesta en práctica de lo manifestado por el gran profeta del exilio exige restringir el acceso de laicos a funciones sagradas, ya que se acaba produciendo el nefasto efecto de que éstos pierdan la conciencia de lo que es de Dios y de lo que no. La recuperación de los ámbitos rigurosamente sagrados debe ser el cimiento de toda reforma litúrgica, como pareció entender Ezequías al no atreverse a traspasar el portalón del templo.   

Los consagrados cumplieron su arduo trabajo y se presentaron ante el rey, diciéndole: «Hemos purificado todo el Templo; el altar de los holocaustos y todos sus accesorios, la mesa de los panes de la ofrenda y todos sus accesorios. También hemos restaurado y purificado todos los objetos que el rey Ajaz había profanado con su infidelidad durante su reinado,  y ya están ante el altar del Señor» (2 Cron. 29,18-19).

Este texto de las Crónicas da a entender que se restauró íntegramente y colocó en su sitio pristino el altar de bronce (o de los holocaustos) -apartado de su lugar por Ajaz para hacer sus adivinaciones- y se montó de nuevo el mar de bronce -que había sido despiezado por éste-. En definitiva, se quitó del templo todo rastro que evocase a los cultos abominables de las naciones vecinas. Y se retornó al culto de siempre. 

Ezequías no dudaba de que la santidad del culto pasaba por recuperar el prestigio de los sacerdotes y levitas, y por ello les exhortó «a no ser negligentes porque el Señor os ha elegido para que permanezcáis en su presencia, para servirle, para ser sus ministros y para ofrecer incienso» (2 Cron. 29,11). Pues el sacerdocio, ayer, hoy y siempre, sólo tiene una doble y esencial misión: ofrecer el Sacrificio grato a Dios, y servir con su sabiduría de guía al pueblo en su vida espiritual, orando, corrigiendo, perdonando sus pecados, y llevándolos a Dios. Son tan impresionantes ambas, que cuando se anteponen otros menesteres o se difumina la diferenciación con los laicos, se pone fecha de caducidad al sacerdocio.  

 Después de ello, Ezequías convocó a los jefes del pueblo para ofrecer una ofrenda de ganado mayor «en sacrificio por la Casa real, por el Santuario y por Judá» (2 Cron. 29,20), tal y como se hacía, antes de los cambios realizados por el rey impío. Aunque los sacerdotes eran los únicos que debían ofrecer el sacrificio, tal fue el número de reses que se degollaron ese glorioso día, que no podían preparar todas las víctimas del holocausto, por lo que «los levitas les ayudaron hasta que terminó la tarea y hasta que se purificaron los demás sacerdotes. De hecho los levitas habían sido más diligentes para purificarse que los sacerdotes» (2 Cron. 29,34). Este detalle -una irregularidad del culto, producida por una situación de fuerza mayor- es importante ser destacado como prueba de que las posibles imperfecciones, derivadas de la falta de medios del culto al Altísimo,  son plenamente gratas al Señor cuando se hacen con un corazón puro, rebosante de amor. Luego incidiremos en ello, cuando reflexionemos sobre la celebración de la Pascua que se recuperó en el reinado de Ezequías. 

Por último, la firmeza en el bien y la verdad que mostró el rey con sus reformas prendió en el pueblo de Judá, y muy poco tiempo después se identificó sin reserva con ella, como observamos en dos hechos que narra el Segundo Libro de Crónicas. En primer lugar, en el entusiasmo con el que los israelitas «fueron por las ciudades de Judá y rompieron las estelas, destruyeron las aserás y derribaron los alteres y lugares altos que había en Judá, y en el territorio de Benjamín, de Efraín y de Manasés» (2 Cron. 31,1). En la misma capital, «derribaron los altares que había en Jerusalén donde se quemaba incienso y los arrojaron al torrente Cedrón» (2 Cron. 30,14). Como vemos, acertó Ezequías con su firmeza al destruir a Nejustán, y aunque pudo enfadar entonces a buena parte del pueblo, a la larga esa drástica medida fue perfectamente asumida, hasta el punto de ser imitada con vigoroso celo divino por el mismo pueblo. Y en segundo lugar, destacamos la respuesta generosísima del pueblo a la petición de su rey de que proveyesen a las necesidades de los sacerdotes. Como dijo el sumo sacerdote Azarías «Desde que se comenzó a traer al templo la ofrenda reservada (a los sacerdotes), hemos comido hasta la saciedad y todavía queda en abundancia porque el Señor ha bendecido a su pueblo» (2 Cron. 31,10). 

                                                                                    V

LA GRAN PASCUA JUDÍA. MÁS IMPORTANTE la ALEGRIA y PUREZA del CORAZÓN que la PERFECCIÓN FORMAL de la CEREMONIA. 

Desde hacía años no se celebraba la festividad de la Pascua en Israel el primer mes anual, el de Nissan. Ese dato nos choca sobremanera porque si hay una fiesta identificada de manera definitiva con el modo de ser y sentir de los israelitas era aquella que Moisés, el gran caudillo, libertador y configurador del pueblo de Israel, les había ordenado celebrar a perpetuidad: «Ese día será para vosotros memorable y lo celebraréis como institución perpetua de generación en generación» (Ex. 12,14). Ese incomprensible olvido es  la prueba evidente de cómo la corrupción política de la monarquía había traspasado y podrido todo el cuerpo social de la nación. 

Cuando Ezequías envió mensajeros por todo Israel, de norte a sur, desde Dan a Bersebá, a fin de invitar a los israelitas sobrevivientes de la devastación asiria a subir a Jerusalén para celebrar la Pascua en honor del Señor, la respuesta no fue precisamente positiva: «la gente se reía de ellos y les hacía burla» (2 Cron.30, 10).  Sin embargo, algunos de las tribus de Aser, Manasés y Zabulón «se humillaron y acudieron a Jerusalén» (2 Cron. 30,11), acogiendo el ruego de Ezequías donde se les exhortaba a «no ser como sus padres y hermanos (…) ellos se rebelaron contra el Señor, Dios de sus padres» (2 Cron. 30,7). Judá, por su parte, respondió que sí de manera unánime porque allí ya se sentían los efectos del gobierno reformador de Ezequías. 

Los dos aspectos que más quiero destacar de esa Pascua renovada son, por una parte, la alegría y autenticidad con la que los israelitas vivieron esos días festivos, y en segundo lugar -e íntimamente ligado con lo anterior- la flexibilidad a la hora de tratar ciertas irregularidades cultuales.  

En cuanto a lo primero, no pueden leerse esos capítulos sin compartir la felicidad de un pueblo, triturado por propios y extraños, que ahora, merced a un rey piadoso y sabio, levantaba la cabeza y afirmaba con orgullo y emoción su condición de «pueblo santo para el Señor tu Dios; el Señor tu Dios te ha escogido para ser pueblo suyo de entre todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra» (Dt.7,6). 

El profeta Isaías, que vivió en ese tiempo, expresó con inmensa emoción cómo Dios se apartó de ellos por su pecado, pero también con qué intensidad su misericordia se apiadaba de nuevo de ellos gracias a su penitencia: «Por un breve instante te abandoné, pero con gran ternura te recojo. En un arrebato de ira te oculté mi rostro en un momento, pero con amor eterno me apiado de ti, dice tu Redentor, el Señor (…) Aunque se aparten los montes y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, ni vacilará mi alianza de paz, dice el Señor, que está enamorado de ti» (Is. 54, 8-10). Algunos exégetas modernos han atribuido este texto a otro Isaías, y lo han ubicado casi dos siglos después, en tiempos del exilio en Babilonia. Y muchos creemos que también puede insinuar la conversión final de los judíos a Cristo. Pero sin duda, en el corazón de cada hombre o mujer que celebró con lágrimas esa Pascua en Jerusalén, vibraba el renovado amor de Dios a su pueblo, tan maravillosamente reflejado en esos versos. 

Como muestra de ese estado de júbilo en que vivieron esos días, cuentan las Crónicas que se prorrogó una semana más los siete días de la fiesta de los ázimos, tras la pascua. Fue una decisión unánime, del rey, de los sacerdotes y del pueblo: «Toda la asamblea decidió en consejo prolongar la fiesta siete días más y así lo hicieron con gran alegría» (2 Cron. 30,23).  

La primera Pascua que se celebró no estuvo exenta de ciertas anomalías debido la precaria situación con al que se encontró Ezequías al ocupar el trono. Primeramente las fechas, pues ya se les echaba encima la primavera e iba a resultar imposible poder celebrarse en el primer mes del calendario judío. Tampoco «los sacerdotes se habían purificado en número suficiente y el pueblo no se había reunido en Jerusalén» (2 Cron. 30,3). Probablemente, los trabajos de reconstrucción y purificación del Templo fueran muchísimo más complejos que los descritos con brevedad en la Biblia, y los anuncios a todo Israel aún no habían llegado todo el territorio, sin duda debido a la dramática situación en la que se encontraban los hermanos del norte. Habían venido pocos peregrinos, y aun así, era tal la escasez de sacerdotes, que iba a resultar muy complicado cumplir con las minuciosas reglas de purificación que se describen en el Levítico. No había otra solución que «celebrar la Pascua el segundo mes» (2 Cron. 30,2), pero esa extraña posibilidad generaba un problema aún mayor: que los muchos que acudiesen, merced a esa oportunidad, no pudiesen purificarse adecuadamente (2 Cron. 30,18), lo que significaba una clara transgresión del firme mandato de la ley de Moisés para la celebración de la fiesta judía por antonomasia. Para un judío cumplidor de la ley, el retraso de la celebración de la Pascua un mes podría ser aceptado a regañadientes en una situación de estricta necesidad. Pero lo segundo no podía tolerarse en modo alguno, pues era como insultar a la santidad de Dios a quien se rendía homenaje. En definitiva, el sentido común, y la prudencia y la fidelidad rigurosa a las normas levíticas obligaban a retrasar la celebración al año próximo. 

Pero para Ezequías, esperar un año para conmemorar la fiesta de la liberación del Pueblo, aunque desde el punto de vista ritual era necesario, desde el punto de vista político era un sinsentido. Supondría cercenar su obra reformadora, cuya máxima expresión de liberación y unión nacional imponía la obligatoriedad de celebrar la fiesta en la que se conmemoraba la libertad de un pueblo oprimido durante siglos: el Israel de tiempos de Moisés, por la acción de los egipcios; el Israel de la época de Ezequías  -lo que quedaba de él- por la maldad y la idolatría de pésimos reyes. En definitiva, retrasar la Pascua un año significaría una relajación peligrosa, como poner un paréntesis que rompiese la continuidad de su obra, y no podía desaprovecharse la inercia este momento en que había logrado -al menos para Judá- recuperar el fervor y la esperanza de un resurgimiento nacional, político y religioso.

Desde la perspectiva religiosa -la más importante para el rey- en la mente de él debió retumbar la voz rotunda de otro profeta contemporáneo, Oseas, quien describió así la vuelta de los humildes y arrepentidos peregrinos del norte: «Ellos caminarán tras el Señor, que rugirá como un león; rugirá y vendrán temblando tus hijos desde Occidente. Vendrán temblando como pájaros desde Egipto, como palomas desde el país de Asiria, y los instalaré en sus casas -oráculo del Señor» (Os. 11, 10-11). Oseas, que al igual que sus compañeros en la profecía, proclamaba que para Dios era mucho más importante la misericordia que los sacrificios (Os. 6,6), marcaba a fuego el camino al rey: no sólo las impurezas rituales, sino hasta los mismos pecados eran literalmente olvidados por Dios (Is. 43,25) ante el corazón contrito y arrepentido del pecador (Sal. 51,17). Siete siglos después, Nuestro Señor Jesucristo lo explicó de manera definitiva en la conmovedora parábola del Hijo Pródigo.      

El rey, en consecuencia, «intercedió por todos ellos diciendo: Que el Señor que es bueno, perdone a todo el que tenga el corazón dispuesto a buscar a Dios, al Señor Dios de sus padres, aunque no tenga la pureza requerida para el santuario».(2 Cron. 30, 18-19).  Y el Señor «escuchó a Ezequías y perdonó al pueblo» (2 Cron. 30,20). 

Y como no puede haber miseria ni tristeza en todo aquello que Dios ha limpiado, la Pascua se celebró de una manera gloriosa. En la ciudad santa se volvieron a unir, cimentados en la fe en YHWH -como si fueran un sólo pueblo- «los refugiados de Israel y los habitantes de Judá» (2 Cron. 30,19).  Y con profunda emoción, el cronista concluye este capítulo «había una alegría tan grande en Jerusalén como no se había visto en la ciudad en los tiempos de Salomón, hijo de David, rey de Israel. Los sacerdotes y los levitas se levantaron y bendicieron al pueblo. Su voz fue escuchada y su plegaria llegó a lo más alto, hasta la santa morada de Dios en los cielos» (2 Cron. 30,26-27). 

                                                                         VI

                                                                CONCLUSION 

 La reforma santa de Ezequías, desgraciadamente, no tuvo continuidad. A su muerte, su hijo Manasés (y el de éste, Amón) superaron con creces al perverso Ajaz en todas las abominaciones cometidas, y eso marcó un definitivo punto de inflexión en la historia del reino del sur, de Judá. Ni siquiera la magnífica labor reformadora del siguiente rey, Josías, pudo parar ya el castigo divino, cuya maza sería Nabucodonosor, quien golpearía la cabeza de la pequeña nación de la que surgiría el Mesías, el Salvador del mundo.

«He aquí que voy a traer tal desgracia sobre Jerusalén y Judá que a cuantos la escuchen les zumbarán los oídos. Extenderé sobre Jerusalén el cordel de Samaría y la plomada de Ajab, limpiaré a Jerusalén como se limpia un plato que se friega y se vuelve boca abajo. Desecharé al resto de mi heredad y los entregaré en manos de sus enemigos» (2 Rey. 21, 12-14).  

Para concluir, quiero extraer como cristiano una lección de esta fascinante historia de pecado y redención. No son unos hechos ajenos a nosotros, porque los cristianos somos el nuevo Israel de Dios y como refiere el Eclesiastés: «Lo que fue es lo que será. Lo que se hizo es lo que se hará. Nada hay nuevo bajo el sol» (Ecle. 1,9). 

Estos relatos prueban de manera rotunda el vínculo entre la liturgia y la fe, entre la liturgia y la santidad, por eso es necesario reivindicar la intangibilidad y el respeto reverencial a la primera, como garantía de lo segundo. Tanto Ajaz como Ezequías reformaron la liturgia, pero Ajaz sólo la deformó porque no tenía en su mente ni en su corazón lo que agradaba al Dios único; sus pretensiones eran otras (desacralización, ecumenismo e identificación con el globalizado mundo asirio). 

Ezequías, sin embargo, sólo tenía en el horizonte cumplir la voluntad del Dios único y verdadero y, pese al entorno hostil que le rodeaba, su reforma fue en rigor una recuperación de la liturgia anterior a Ajaz, sin concesión mínima al error. Con Ajaz pocas veces en la historia estuvo el pueblo de Judá más alejado de YHWH, mientras que con Ezequías era el mismo Dios el que se complacía y perdonaba las irregularidades y defectos de la liturgia, porque contemplaba agradado la veneración del pueblo a las leyes y el culto antiguo, el culto de siempre, lex orandi, lex credendi. 

Trazar un paralelismo con nuestro tiempo se lo dejo al juicio de cada lector.

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