I
La existencia del ser que conocemos por las Sagradas Escrituras con el nombre de Satanás, y su permanente acción maléfica sobre el mundo, son verdades de fe que ningún cristiano puede poner en cuestión. Sin embargo, la oscuridad (en todos los sentidos) del personaje y, sobre todo, su encaje racional en un mundo como el actual, poco dado a profundizar metafísicamente en las causas del mal, ha provocado un elocuente silencio en la teología y la predicación actual. Pero aún existen algunos cristianos que conservan el sensus fidelium, y perciben con claridad que muchos de los caminos por donde se dirige nuestro mundo, parecen haber sido diseñados con maestría diabólica por él, desarrollando su sencilla y tentadora regla -dada desde los mismísimos orígenes del hombre-, de hacernos como dioses.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que es inútil buscar la causa última del mal en:
«un defecto de crecimiento, una debilidad psicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc” (numeral 387).
Pues, a través de la Revelación, sabemos lo que hay detrás de nuestras malas decisiones morales:
“detrás de la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5) que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sb 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo”.
El papa Pablo VI, en una dramática audiencia el día 15 de noviembre de 1972, consideró que una de las necesidades mayores de la Iglesia es la “defensa frente a aquel mal que llamamos Demonio”; lo sostenía valientemente (y lo escribía con mayúsculas), aunque reconocía con cierta vergüenza que esta consideración sonaba “simplista”, “supersticiosa o irreal”. No olvidemos que tal exhortación -que muchos cristianos aggiornados criticaron, por retrotraernos a épocas medievales– fue hecha por un papa al que todos consideraban un hombre de su tiempo, moderno, progresista y de gran finura intelectual. Sin embargo, amargado por los frutos envenenados del postconcilio, humilló su orgullo –como había hecho cuatro años antes con su lúcida (y crucificada por casi todos) “Humanae vitae”- y demostró al mundo que el verdadero Señor de la historia (que no es el demonio), en las grandes ocasiones, jamás priva del don profético a sus ungidos, cuando es la Verdad lo que está en juego. Como lo estaba en el mundo del postconcilio. Como lo está ahora.
Sus estremecedoras y proféticas palabras, por tanto, deberían retumbar en las cabezas de todos los que aún conservamos la gracia de ser cristianos y nos esforzamos por seguir a Cristo en nuestras vidas:
“El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. El problema del mal, visto en su complejidad y en su absurdidad respecto de nuestra racionalidad unilateral se hace obsesionante: constituye la más fuerte dificultad para nuestra comprensión religiosa del cosmos”.
Quiero, en estas reflexiones, comentar un enigmático pasaje del Libro del Apocalipsis, contenido en el capítulo 12, versículos 7 a 12, y que narra una batalla celestial entre San Miguel Arcángel (unido a los demás ángeles fieles a Dios) y el Demonio (ayudado por los rebeldes). La batalla concluye con una derrota del demonio y sus secuaces, pero significativamente no son arrojados al infierno (eso sucederá mucho más adelante, en el capítulo 20, versículo 10), sino a la tierra, a nuestro mundo.
Los dos problemas fundamentales que plantean estos versículos son, por un lado, el momento espiritual (lo que los teólogos llaman el Evo) en que se produce esta batalla en el Cielo -absolutamente ajena al tiempo de los hombres, a los sentidos humanos y sólo conocida por la Revelación-, y por otro lado, puesto que se indica expresamente que fueron defenestrados a nuestro mundo, en qué momento histórico sucedió eso (o si todavía no ha acontecido). En este punto debemos dejar claro que siempre que intentemos combinar el tiempo de nuestra historia (marcado por el cambio de la materia), con el tiempo del espíritu (el llamado evo, sucesión de actos de entendimiento y voluntad en un ser estrictamente espiritual (Padre Fortea, Summa Daemoniaca, pág. 26) nos encontraremos con problemas irresolubles en la práctica. La cuestión es tan complicada que, por descontado, asumo que mis reflexiones puedan estar equivocadas, aunque para evitar errores seguiré la única guía absolutamente infalible, como es la de las Sagradas Escrituras, aunque pueda valerme de otras fuentes menos seguras (como revelaciones privadas), y escritos de cristianos fieles que fueron a la vez grandes pensadores.
II
Entrando ya en el comentario de los versículos de Ap. 12, 7-12, lo primero que quiero destacar es que, a mi juicio, su contexto es claramente parusíaco, como un prólogo de la segunda venida de Cristo. Es cierto que algunos comentaristas sitúan este evento antes incluso de la creación del hombre, aludiendo a denominada rebelión angélica que concluyó con la derrota de Satanás y sus secuaces, y su expulsión al infierno. Ese último episodio no está descrito expresamente en la Biblia, pero sí es doctrina cristiana segura (Concilio de Letrán IV, CIC 391 y 392), y podemos intuirlo de manera indirecta (o figurativa o por acomodación) en dos textos de las Escrituras, Is. 14,2 o Ez. 28,11, cuando narra la soberbia de los reyes de Babilonia y de Tiro.
Respecto del primero dirá:
«¡Cómo caíste del Cielo, /lucero del amanecer! Fuiste derribado al suelo / tú que vencías a las naciones».
Y en relación al rey del Líbano:
«Tu conducta fue perfecta/ desde el día en que fuiste creado/ hasta que apareció en ti la maldad».
Esos versículos siempre se han entendido referidos a ese hecho acontecido fuera del tiempo histórico: el rebelde Lucifer (y los que eran como él) gritaron el primer «non serviam» frente a Aquél que les había traído a la existencia. Pero el episodio de Ap. 12, 7-12, a mi juicio, aunque pueda evocar ese hecho metahistórico, no creo que se refiera a él por su lugar de ubicación dentro del Libro del Apocalipsis. Es cierto que el famoso demonólogo Padre Fortea, en su interesantísima «Summa Daemoniaca» (Ed. Dos Latidos) sí asocia directamente este capítulo 12 con el episodio de la caída angélica (Cuestión Uno), pero el sacerdote y escritor Leonardo Castellani, en su portemntoso ensayo «El Apocalypsis de San Juan» (Ed. Homo Legens), la niega con estas rotundas palabras:
«Existe una interpretación disparatada de este pasaje -común entre los exégetas copiadinos- que lo refiere a la caída de los ángeles malos antes de la creación del universo: o sea, que Juan abandonaría aquí el profetizar sobre la Parusía y saltaría más allá del Génesis, a la pre-historia sagrada. Pero el cántico del Ángel indica claramente la parusía. (…) Si esa visión relatase la Caída de los Ángeles antes de la creación del mundo, ridículo será decir «le queda poco tiempo»; y entonces ni siquiera existían la tierra y el mar, y el Tiempo»
Creo que Castellani tiene aquí razón, porque al implementarse los tiempos parusíacos con la aparición de la mujer vestida de sol y el dragón amenazante contra su descendencia -episodios que preceden al que comentamos-, no parece lógico que el escritor sagrado nos quiera retrotraer a tiempos pre-humanos. El relato, por tanto, debe ubicarse dentro de la última fase de la historia que Leonardo Castellani describe como “esjatológica o parusíaca”. Nuestro punto de vista se confirma con el hecho de que, con esa defenestración, el diablo pierde su munus acusador, con el que planteaba cargos contra los hombres para su perdición (como por ejemplo nos describe el inicio del libro de Job o el pasaje de 1 Jn. 5,19). Aquí debemos detenernos un poco y profundizar en esto último.
Si analizamos la «biografía» del demonio, desde su creación como Ángel bueno por Dios hasta su definitiva condena eterna al infierno (Ap. 20.7), podemos decir que su periplo pasa por varias fases, misteriosamente vinculadas con otra de las grandes creaciones del Todopoderoso (una creación mucho más amada por Él que las de los seres angélicos): la del ser humano.
Dios crea primero a los ángeles. Lucifer y otros diablos se rebelan y son expulsados del Cielo. Luego Dios modela a su imagen y semejanza a la primera pareja humana -hecha de materia, a la que le infunde su Espíritu, dándole la vida- y la dota de dones preternaturales, pero sin privarles del dignísimo bien de la libertad. Adán y Eva son tentados por el diablo (pues uno de los costes de la libertad es esa posibilidad de emplearla mal) y acaban creyéndose que son como dioses. Esa catastrófica decisión determina no sólo la caída para ellos sino también para su descendencia, para cada uno de nosotros. Son expulsados del ubérrimo paraíso, a un mundo hostil y quedan sometidos a muerte y enfermedades, la razón dominada por el error y la voluntad por la concupiscencia.
Esa caída -triunfo impresionante del demonio- supone, a partir de entonces, una cierta reivindicación de ese maligno ser, el cual aparecerá en las Sagradas Escrituras con un verdadero poder (concedido por Dios). No sólo podrá tentar a los hombres para hacerlos caer (aún más de lo que están), sino que contará hasta con la posibilidad de asistir junto al trono de Dios cuando se les juzgase, como la antipática figura de un fiscal implacable. Él mismo recordará con arrogancia su poderío al Señor en el monte de las tentaciones:
«la gloria de los reinos de la tierra me ha sido entregada y yo se la doy a quien quiero» (Lc. 4,6).
Y él mismo -con los límites que le impondrá el Todopoderoso, ante cuyo trono interviene como acusador- castigará al justo Job con todo tipo de desgracias. Como vemos, él es último fiscal al que querríamos sufrir en un juicio contra nosotros, porque su sabiduría y experiencia (unida a su crueldad y maldad), puede probar implacablemente que nadie es justo delante del Juez Supremo, pues eramus natura filii irae (Ef. 2,3).
La venida del Hijo de Dios en la plenitud de los tiempos pone de nuevo los cimientos de la renovación del hombre -de su elevación sobrenatural- y, a la vez, le fija al demonio una cuenta atrás hasta su definitiva condena al infierno, de donde ya jamás saldrá. Satanás perderá, además, el puesto de acusador. El nuevo fiscal a la derecha del trono de Padre será, nada más y nada menos, su Hijo, que con su encarnación y su vida ha asumido en su carne las transgresiones de todos los hombres de la historia, desde el primero hasta el último. Y Él ya no nos acusará para que el Juez Supremo nos condene; al contrario, nos defenderá para que seamos salvos.
De alguna manera esa sustitución de la figura siniestra y cruel de Satán por la figura luminosa y benévola de Cristo ya se ha ido produciendo desde los momentos de la encarnación, vida pública, muerte y resurrección de Nuestro Señor (y continuada en los tiempos en los que va creciendo, con la Iglesia que es su Cuerpo Místico, el embrión del Reino de Dios). Pero según el Libro del Apocalipsis se consuma sólo en una fase ulterior, final, poco antes de la segunda venida de Cristo, que irá precedida de la Apostasía y de la entronización del primer servidor humano del diablo, del Anticristo. Podemos concluir, en conclusión, que desde la resurrección de Cristo, el poder de acusar le ha sido quitado, pero que su definitiva defenestración a la tierra está fijada para un momento de la historia cristiana anterior al final de los tiempos, aquellos en los que «la maldad reinante enfriará la caridad de la mayoría» (Mt. 24,12).
En definitiva, el acusador será removido del Cielo y sustituido por otro fiscal, alguien diametralmente opuesto al anterior (irá a salvarnos, no a acusarnos), pues como nos dice emocionado San Pablo:
“¿Quién presentará acusación contra los escogidos de Dios? ¡Dios es quien justifica!; ¿quién será el que condene? Cristo Jesús, el que murió –o más bien el que resucitó- es quien asimismo está a la diestra de Dios e intercede por nosotros. ¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?” (Rm. 8,33-34).
El fiscal del último juicio (al que seremos sometidos todos y cada uno de los hombres), ya no será un demonio rencoroso (que nos recordará morbosamente nuestras transgresiones), sino el mismo Dios hecho hombre, mostrando sus llagas en pago de nuestras culpas,
“pues en sus heridas hemos sido salvados” (Is. 53, 5).
Este fiscal, repleto de misericordia,
“cancelará el acta de acusación contra nosotros, quitándola de en medio y clavándola en la cruz” (Col. 2,14).
Un fiscal, en definitiva, que
«entró en el mismo Cielo para presentarse ahora ante la faz de Dios en favor nuestro» (Hb. 9,2).
Añadiría, por último, otro argumento que confirma que la defenestración del demonio se produce poco antes de los tiempos de la Parusía (y también que esos tiempos corresponden a los nuestros). Son dos revelaciones privadas (es decir, visiones particulares cuyo valor sólo depende del juicio particular que le demos) a las quiero referirme. La primera, de la Beata Ana Catalina Emmerich (siglo XIX), en el Libro V de sus revelaciones al poeta Brentano:
“(el diablo) será liberado durante algún tiempo, cincuenta o sesenta años antes del año 2000 de Cristo”.
La otra es de la doctora de la Iglesia, Santa Brígida de Suecia (siglo XIV), y se encuentra en su Opera Minora:
«Cuarenta años antes del año 2000 el demonio será dejado suelto para tentar a los hombres. Cuando todo parezca perdido, Dios mismo, de improviso, pondrá fin a toda maldad. La señal de estos eventos será: que los sacerdotes habrán dejado el hábito santo y se vestirán como gente común, las mujeres como hombres y los hombres como mujeres».
Reflexionando sobre ambas visiones nos encontramos con una doble coincidencia: coincidencia en un hecho -la liberación de Satán- y coincidencia en la ubicación temporal de ese evento: entre cuarenta o sesenta años antes del inicio del segundo milenio, entre 1940 y 1960 (situadas, por lo tanto, en nuestro tiempo). Aunque la expresión «liberación de Satán», puede evocarnos también al episodio final del llamado milenio -el desencadenamiento del demonio de Ap. 20,7-, creo que, tras una lectura lineal de los capítulos 12 a 20 del último libro bíblico, ésta puede relacionarse perfectamente con su expulsión del Cielo (Ap 12,9) para actuar libremente en la tierra (lo que hoy es, a mi juicio, evidentísimo). Y Santa Brígida lo relaciona directamente con la Parusía al afirmar que «Dios, de improviso, pondrá fin a toda maldad».
De ser ciertas las revelaciones antes expuestas, la secuencia histórica y cronológica, según mi personal juicio y con la máxima prudencia posible, podría ser la siguiente:
1º- La mujer vestida de sol, que aparece inmediatamente antes de esa batalla celestial (Ap. 12,1), inauguraría los tiempos finales, cuyo inicio podría identificarse con las apariciones de Fátima en 1917 en plena primera guerra mundial. Junto a esa misteriosa mujer, encinta y vestida de sol, aparece un dragón (figura del demonio o Satanás), que intenta devorar a su hijo una vez nacido. Sin embargo, ese Hijo -sin duda el Señor, pues está «destinado a gobernar las naciones con cetro de hierro» (12,5) nace y es arrebatado al Cielo, hacia Dios y hacia su trono. Fracasado ese perverso plan es cuando se entabla una terrible guerra en el Cielo.
2º.- El episodio de Ap. 12,9 (lucha de Satanás con Miguel y su defenestración hacia la tierra), de creer las visiones de aquellas santas, se situaría más allá de las apariciones de 1917, hacia los años 60 del siglo XX, a partir de los cuales se produciría un giro fundamental de la humanidad en numerosos ámbitos. Un giro que, a mi juicio, tiene el sello incuestionable del demonio como veremos en el tercer punto.
El hecho de que las dos videntes citadas en el numeral anterior sitúen su defenestración en los años 60 del siglo XX, -y que ante ese hecho clamen de dolor los ángeles (Ap. 12,12)-, obliga a buscar un acontecimiento de esa época que tuviese tal relevancia como para perturbar la paz de los seres celestiales. Y yo no encuentro otro que el Concilio del Papa Juan XXIII, el Concilio Vaticano II (1962-1965), el definido por algunos como el 1791 de la Iglesia. Si el amable lector que me ha seguido hasta aquí, encuentra otro evento, le ruego que caritativamente me lo diga.
Allí se pretendió, sin duda de buena fe, una apertura de la Iglesia al mundo, pero sus frutos se agostaron muy pronto, como reconoció el propio Pablo VI, culpando de tal fracaso a la intervención directa ¿de quién?…. del diablo:
«un ser preternatural ha venido al mundo precisamente para turbar la paz, para ahogar los frutos del Concilio ecuménico, y para impedir a la Iglesia cantar su alegría por haber retomado plenamente conciencia de ella misma» (Discurso de 29 de junio de 1972).
Más allá del patético voluntarismo que destilan estas últimas palabras, podemos afirmar que, desgraciadamente, a día de hoy, los conflictos en la Iglesia y las divisiones en materia de moral, doctrina y liturgia se presentan cada vez más enquistados. El diablo presiona día tras día para que se vaya cediendo en esas materias, y por cada pequeño paso que la Iglesia da en ese sentido (por ejemplo, en materia de moral la Amoris Laetitia, en materia de liturgia la Traditionis Custodes, o en materia de doctrina, los cambios en el catecismo acerca de la pena de muerte), más se resquebraja el cristal límpido de la Verdad que hemos recibido los cristianos desde siempre. Sí, sin duda la actuación del diablo, denunciada por Pablo VI en 1972, ha seguido dañando al Cuerpo Místico de Cristo en nuestros días con renovado encono.
Finalmente, dos son las inmediatas consecuencias de esta derrota parcial (no definitiva) del demonio en esa batalla pre-parusíaca: la primera (y positiva), es que, de este modo, se da un primer paso para el reinado de Cristo, pues:
“Ahora ha llegado la salvación, el poder, el reino de nuestro Dios y la soberanía de su Cristo, pues fue precipitado el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche” (12,10).
La segunda, sin embargo, es terrible:
“Ay de la tierra y del mar, porque bajó a vosotros el diablo con gran coraje, sabiendo que cuenta con poco tiempo” (12,12).
El demonio, aunque antaño descendía a la tierra para tentar a los hombres y luego subía al trono de Dios para acusarles, ahora se quedará -durante un tiempo no muy largo- entre nosotros. Está verdaderamente irritado -podrá tentar pero no acusar-, por lo que causará daños pavorosos en las almas (y, quizás también, al mismo mundo material), e irá preparando y formando la figura de su más leal vasallo, el Anticristo. El lamento de los ángeles vencedores está más que justificado.
III
Todo cristiano, siguiendo la sabia máxima del Divino Maestro, tiene el deber de “examinar los signos de los tiempos”, de intentar compararlos en la medida de su cultura y sus medios, y buscar paralelismos con otros ciclos históricos, para comprender adecuadamente aquél en el que Dios le ha puesto. Cuenta para ello con la guía imprescindible de la historia sagrada, que narra hechos que todavía no hemos vivido, pero que acontecerán.
Por supuesto, es necesario desterrar la presunción de creernos, sí o sí, la generación que vivirá tal o cual magno (o terrible) acontecimiento, pero tampoco debemos apocarnos y excluir a priori que los podamos contemplar en todo su dramatismo (no olvidemos que los labios de un cristiano fiel siempre pedirán que vuelva el Señor). Debemos, pues, prescindir tanto de las habituales consignas inmanentistas de tantos predicadores modernos, que sienten urticaria ante palabras como parusía o anticristo, así como de los habituales charlatanes apocalípticos que germinan como hongos en internet y que fijan fechas con la misma facilidad que tiran de la cadena de un retrete. Seamos prudentes y tengamos como guía cierta a las Sagradas Escrituras, y así se reducirán las posibilidades de error en nuestras conclusiones.
San Pablo, en II Tesalonicenses, explica el caldo de cultivo social que precederá a la figura del Anticristo, y habla expresamente de que «antes de aquel día tiene que venir la rebelión contra Dios» (II Tes. 2, 3). La palabra que usa San Pablo, traducida por apostasía en algunas versiones, se aplicaba tradicionalmente a la sublevación contra algún gobierno y también a la negación de Dios, con lo que queda claro que el mundo previo a la segunda venida del Señor, estará especialmente en oposición al Todopoderoso.
Remarco ese adverbio porque en ese versículo paulino no se habla genéricamente de la humanidad en pecado, que una y otra vez desobedece y se opone a los mandatos divinos. Aquí San Pablo refiere otra cosa, mucho más grave. No habla de situaciones periódicas de apostasía sino de algo muy concreto: de una rebelión contra el Creador como jamás se ha producido en la historia del hombre:
«Pues el plan secreto de la maldad ya está en marcha; sólo falta que sea quitado de en medio el que ahora le está deteniendo» (II Tes. 2,7).
El que ahora está deteniendo (Kajeton) la acción del demonio (y de su Anticristo), según la mayoría de los Santos Padres, se vincula con el orden jurídico y civilizador de Roma. En efecto, lo mejor que Roma legó al mundo, hasta nuestros días, fue la fuerza de su derecho, la racionalidad de su ley. La ley, que según la clásica definición tomista, era «la recta expresión de la razón en aras del bien común, y promulgada por aquel que tiene a su cargo el cuidado de la comunidad».
Pero sin este concepto estricto de ley, surge el dominio de los tiranos. Y el demonio, que es primer tirano de la historia, ha conseguido en nuestros días deformar esa noble definición y lo ha podido hacer seguramente por residir permanentemente en nuestro mundo, tras su defenestración. Se sirve de muchos cooperadores (en el mundo de la política, de las finanzas, de la cultura o de los medios de comunicación), que, conscientes o no de su servilismo, contribuyen a fabricar leyes que son instrumentos no para racionalizar los intereses de una sociedad, sino para cambiarla radicalmente, desde el alma misma de los niños. Sean personas anónimas o filántropos exhibicionistas, llevan desplegando una agenda abiertamente anticristiana desde hace muchísimos años, influyendo en el derecho, la educación y en los valores –o antivalores- de las futuras generaciones. Y sin duda tienen como primeros espadas a los dirigentes de los principales países de la tierra, que siguen con sistemática y lacayuna fidelidad sus consignas.
Para éstos, la ley ya no es la sublime regla tomista, sino que los engendros que expelen podrían definirse como: «la deformada expresión de irracionalidad ideológica y sentimental en aras de intereses minoritarios, y promulgada por quien sólo obedece a consignas ideológicas ajenas al bien particular de su comunidad».
¿Significa esto que podemos afirmar que a día de hoy ya se ha retirado el obstáculo? En este punto conviene andar con pies de plomo, y no precipitar conclusiones, pero hay una que me parece evidente, a medida que me hago más viejo y contemplo el mundo en el que vivo.
El hombre -con sus glorias y sus miserias, y más allá de sus avances sociales o científicos-, ha sido siempre el mismo, ayer y hoy. Desde el momento de su nacimiento ha llevado la cruz de vivir en un mundo en el que está sometido a todo tipo de miedos, problemas e inquietudes, (materiales y espirituales), para finalmente morir (y casi siempre sin haber conocido el sentido de una existencia en la que, sin quererlo, ha sido colocado). Los grandes avances científicos no han podido dar -ni podrán ofrecer jamás- una respuesta clara a las grandes preguntas de la vida (aunque algún ridículo cientificismo se irrogue competencias de las que no dispone). La sabiduría bíblica deja muy claro este pensamiento cuando nos recuerda que:
«Nunca faltará quien diga:
¡Esto sí que es nuevo!
Pero aun eso ya ha existido
Sólo siglos antes de nosotros»
(Ecles. 1,10).
Cuando las Sagradas Escrituras usan las palabras nuevo o novedad no se refieren nunca a la acción del hombre en sí, sino a la de Dios sobre él, que lo destina, con su gracia, a fines más allá de su propia naturaleza. Ese es el sentido de las grandiosas palabras de Jesucristo en el Apocalipsis:
«Yo hago nuevas todas las cosas»
(Ap. 21,5)
Por tanto, sólo la Sabiduría divina:
«Es única y, sin embargo, lo puede todo
sin cambiar ella misma, todo lo renueva»
(Sab. 7,27)
Sólo Dios puede crear ex nihilo, o renovar sustancialmente algo sin cambiar su ser. Ni el hombre, ni ningún ser espiritual poseen ese poder. Tampoco el demonio lo tiene, pero sí dispone de algo en lo que es un consumado maestro: el poder de engañarnos, y hacernos creer lo que desee, por irracional, absurdo o contrario a la naturaleza de las cosas que sea.
En ese aspecto, sí relaciono la defenestración de Satán con nuestro mundo presente (y su especial acción sobre él), no porque nuestro mundo sea más malo o más impío que los de otros tiempos (de hecho aparenta, en muchos aspectos, que es mucho mejor), sino porque de manera constante, con una velocidad nunca vista en la historia, hemos ido abrazando y consolidando, de una manera global o universal, errores religiosos, morales, antropológicos, contrarios al sentido común (y en última instancia anticristianos), los cuales hasta han influido, en cierto modo, en la propia columna y fundamento de la Verdad que es la Iglesia Católica, que se calla y no los combate con la firmeza que debiera.
Errores que convergen en un mismo común denominador: la autonomía del hombre respecto a la ley divina, lo que trae como consecuencia la pérdida de la recta razón sobre las cosas, y hasta del mismo sentido común. Dicho de otro modo: se cumple, como nunca en la historia, la maldita profecía del demonio de hacernos como dioses.
Si uno se detiene y examina con atención esos errores, observa un rasgo básico de todos ellos. El demonio no aspira ya a destruir burdamente los valores cristianos imperecederos e imponer a lo bestia contravalores opuestos. El diablo sabe eso ya no colaría, y más en un mundo escamado que ha soportado dos guerras mundiales, los campos de exterminio o el gulag; un mundo en el que, aunque deformados, siguen teniendo aprecio los valores cristianos de libertad, igualdad o fraternidad. El demonio lo que pretende es acabar con ellos de otro modo: basándose en el prestigio originario de estos valores, engatusar al hombre (que ya por su instigación se cree un dios) con el disparate de que puede disponer de ellos para aquellos ámbitos que crea oportuno, ilimitadamente, sin freno alguno. Es decir, animarle a que los extienda a nuevas realidades (trastocando el significado pristino de éstos). Como si fuera un ser divino, y pudiera alterar la naturaleza de las cosas. Si se puede técnica o jurídicamente hacer, hágase pues.
Con ello el diablo logra un triple éxito mundano (aparte del éxito en almas que se pierden): en primer lugar refuerza la idea en el hombre de su divinización, pues puede disponer con absoluta libertad de los principios inmutables que el Creador le impuso por naturaleza, y traspasar sus límites racionales; en segundo lugar, al aplicar masivamente tales aberraciones en una sociedad, se desvertebra y desordena el orden social, dando cuerda en un primer momento a los demagogos gobernantes (que deben seguir alimentando con promesas cada vez más disparatadas a la masa desvertebrada), luego a las tiranías locales y, por último, a la tiranía global del Anticristo (que acabará cayendo como fruta madura). Y, finalmente, se pone en el punto de mira a aquella exigua minoría que pretende la conservación, integridad y pureza de los antiguos principios, y que ahora son descalificados como anticuados, retrógrados e incluso involucionistas (por lo que pueden ser castigados, y sin duda lo serán en un futuro no muy lejano).
Ese camino, a mí me parece trazado con precisión matemática. El fin último no es moral, ni social, ni siquiera político; es radicalmente anticristiano. Se pretende –lo pretende el diablo y logrará que lo acepten casi todos- poner a la fe cristiana entre la espada y la pared: o el cristianismo abandona su buena noticia de siempre, su firmeza y solidez en moral y doctrina, su pretensión de ser la única y definitiva verdad sobre Dios, sobre el hombre y sobre el mundo, y se concilia con los nuevos valores (o contravalores, que se van imponiendo al estirar y deformar el significado de los suyos), o está condenado a su desaparición progresiva (o a su exterminio en una última fase). Esa es la principal guerra del cristianismo en nuestros días, aunque algunos crean que la clave es la X en el Impuesto de la Renta.
El demonio está desatado en nuestro tiempo, pero actúa con mucha cautela, por lo que no somos muchos los cristianos que oteamos un abismo infernal en el horizonte. Y como no reaccionamos, la batalla la estamos perdiendo porque cedemos una y otra vez terreno al Adversario. Probablemente ya no podamos parar una decisión definitiva tomada por el Cielo, que excesiva misericordia ha tenido ante un mundo cristiano, que lleva retando mucho tiempo al Altísimo con el engendro de muchas de sus leyes y el mal comportamiento de la mayoría de los que llevan el signo salvífico del bautismo; un mundo cristiano que se podría describir con la imagen bíblica de la cerda lavada que vuelve a revolcarse en el cieno (2 Ped. 2,22).
Tiempos muy duros, donde muy pocos podrán decir lo de San Pablo, antes de ofrecer su cuello al verdugo:
«He peleado la buena batalla, he llegado al término de la carrera, HE CONSERVADO LA FE» (2 Tim. 4,8).
Sin duda el demonio ha sido defenestrado y arrojado a nuestra casa común (que diría el papa Francisco, aunque el problema principal de nuestra fe no es la ecología sino el pecado, incitado por el demonio, que aparte de destruir almas, genera graves daños al planeta).
Y probablemente el obstáculo ya haya sido removido. Que Dios nos conserve la Gracia de estar entre sus elegidos.