A mi querido amigo de Madrid, José Gabriel Concepción, quien me dio noticia de esta omisión en las ediciones modernas de la Biblia.
I
El cristiano paciente y perspicaz que haya tenido la sana costumbre de leer durante años diversas ediciones anotadas de las Biblias católicas en castellano (desde aquella primera que tradujo y comentó Felipe Scío de San Miguel en 1793, hasta las últimas que se publican en nuestro siglo XXI), sin duda percibirá -con desasosiego e incluso indignación- un cambio radical de acento o de perspectiva en las últimas editadas. No, obviamente, en el mismo texto bíblico, pues las traducciones católicas en general siguen siendo buenas (tengan su origen en la Vulgata latina o en los manuscritos hebreos o griegos).
La novedad radica en el contenido de las introducciones a los libros sacros y en las anotaciones a pie de página. En las viejas ediciones, dichas observaciones pretendían acercarnos a la comprensión espiritual de escritos milenarios de divina procedencia, e incitarnos a vivir en la santidad que nos exige el Señor (el Autor último de la Biblia). Jamás se les hubiera pasado por la mente a los comentaristas criticar tal o cual aspecto de un libro sagrado, pues sentían un venerable temor reverencial por sus sacras palabras. Para todos los cristianos, el goce intelectual que nos proporciona la lectura del más grande libro jamás escrito, debe subordinarse siempre a la función que le ha designado su divino Autor, que no es otra sino guiarnos hacia la meta de la salvación que gratuitamente nos ofrece. Lo demás, aun siendo apasionante, es secundario.
La Biblia no se nos ha regalado para acariciar nuestros oídos, para satisfacer nuestra sed de conocimiento o belleza, o para hacernos creer que somos muy cultos por recitar de corrido la lista de los jueces de Israel o los reyes de Judá. Parece olvidarse, especialmente hoy, que la Sagrada Biblia, ya sea leída o escuchada frecuentemente, tiene la sagrada misión de llevarnos a la salvación, a Cristo. Sólo en la medida que hayamos creído y asimilado las verdades sobre la historia sagrada que allí se expresan (sobre todo, el amor increíble de Dios que en ninguna circunstancia abandona al hombre pecador, enviando a los profetas y finalmente a su propio Hijo), y las hayamos convertido en cimientos de nuestras particulares existencias, podremos alcanzar felizmente la meta. La Biblia está formada, como todo libro, de palabras, pero todas se concentran en una sola Palabra, como dice San Juan de la Cruz:
«porque en darnos, como nos dio, a su Hijo -que es Palabra suya, que no tiene otra- todo nos habló junto y de una vez en toda esta sola Palabra».
Vana -y diría que hasta contraproducente- es la lectura de la Biblia si sus palabras no nos encaminan a la Palabra, al Verbo de Dios, a Jesucristo. A la definitiva gloria, que es el cumplimiento de aquello que San Agustín afirma emocionado en sus Confesiones:
«nos hiciste para Ti y nuestra alma estará inquieta hasta que no descanse en Ti, Señor».
Con esta reflexión preliminar sobre las Sagradas Escrituras quiero recomendar su frecuente lectura, pero no de cualquier manera, sino del mismo modo en que la hacían los cristianos que nos precedieron: con profunda veneración, con el vértigo de saber que quien nos está hablando es el mismo Dios. Insisto en en ese punto porque hoy tengo la triste impresión de que hemos perdido -yo el primero- esa inocente ingenuidad (o la pureza) con la que nuestros antepasados la devoraban (Jer. 15,16). Ello ha sido causado, en buena parte, por el hecho de que las introducciones y notas modernas, desgraciadamente, no sólo no contribuyen como antaño a reforzar nuestra confianza en la impronta divina, sino que incluso incitan a dudar de la misma. No cuestiono, por descontado, que los especialistas en lenguas antiguas y en el examen de los miles de manuscritos existentes efectúen una correcta depuración de los textos para eliminar todo aquello que pueda ser interpolado o apócrifo. Eso está muy bien, lo que hoy me pone en guardia, lo que me preocupa, es otra cosa.
Que la Biblia no ha bajado físicamente del Cielo, y que ha sido escrita por hombres es una verdad de perogrullo, pero para un cristiano hay una realidad más decisiva aún, y es su divina inspiración (una verdad de fe). Las palabras de las Sagradas Escrituras, antes de ser plasmadas en el papiro o el pergamino por sus autores, les fueron previamente inspiradas por Dios, que contó con la personalidad y la libertad de cada uno de ellos. El gran problema de la lectura bíblica de nuestro tiempo no radica en el desequilibrio de grupos integristas que minimizan la faceta humana para exaltar la divina; es exactamente el contrario. El provocado por la gran mayoría de comentaristas de las biblias modernas, que parecen empeñados en que miremos con ceño fruncido la autoría divina. Eso es lo especialmente grave. Ya no se trata de una necesaria crítica textual externa, sino de una labor de corrosión del núcleo mismo de las Escrituras -la creencia en su origen divino-, edición tras edición, durante los últimos setenta años. De una manera imperceptible al principio -como la termita sobre un viejo mueble-, pero que va produciendo la demolición del fundamento último de las Sagradas Escrituras. En unos casos, se juzga con suficiencia hipercrítica algún libro (con lo que acabamos leyéndolo con desconfianza, quitándole el valor inconmensurable que sólo por su divina inspiración ya posee, con independencia de sus méritos literarios); en otros casos, ocurre algo mucho más grave: se hace una interpretación modernista (es decir, evolucionista) de las verdades que se contienen en los textos bíblicos, desechando como prejuicios de sociedades primitivas lo que no cuadre con nuestra visión moderna del mundo (es decir, casi toda la biblia). En ambos supuestos las conclusiones son demoledoras para la fe: si Dios no sabe cómo inspirar a alguien para que escriba correctamente un texto, o si Él no posee una verdad firme, sino que va mudándola a tono con los caprichos de los hombres en cada generación, es obvio que la inspiración divina de los libros -y hasta la existencia del Ser divino que inspira- queda tocada y hundida.
Si los primeros traductores de la biblia al castellano, desde el protestante Casiodoro de Reina en 1569 hasta los católicos de los años 60 del siglo XX, hubiesen leído las introducciones, comentarios o notas que nosotros, ya curados de espanto, hemos visto en tantas biblias católicas modernas, probablemente pensarían que el tiempo del Anticristo había llegado, y para quedarse. ¿Es comprensible -y es un ejemplo menor- que en una biblia católica como la Biblia Schokel Mateos de 1975 (cuya traducción, desde el punto de vista literario, es ciertamente de una calidad excelsa), se mire con displicencia un libro canónico como el de Tobías, afirmando que fue un libro muy apreciado en el pasado, pero que hoy no, pues:
«Nos molesta la falta de tensión dramática, el fácil recurso a lo maravilloso, los discursos y plegarias insistentes, el recurso a las lágrimas para expresar la emoción. Son convenciones de época que hoy no funcionan».
¿No nos evoca ese tono crítico al despectivo «epístola de paja» con el que Lutero descalificó la Epístola Católica de Santiago?
Para que pueda calibrarse cómo ha dado un giro de ciento ochenta grados la veneración debida a un texto inspirado por Dios, la Biblia Nacar-Colunga (1944), en su introducción, así lo lo juzga:
«hermoso librito, que contiene en forma narrativa preciosas lecciones de piedad, de paciencia y de obras de misericordia».
La excepcional Biblia Platense (o Straubinger) (1951) describe así a Tobit:
«Brillan en él extraordinariamente las virtudes de la religión, la fe en las divinas promesas, la firme esperanza en Dios, que le da alegría y fortaleza en las pruebas y la más tierna caridad para con el prójimo»
Otra magnífica biblia en castellano, la Biblia del Escorial, de Justo Pérez de Urbel (1966), comenta lo siguiente:
«El libro pone delante belleza de la vida de familia de familia de los mejores judíos. Una observancia cuidadosa de la ley se haya combinada con una piedad ferviente y con el amor al prójimo»
Retengan esto último de «amor al prójimo», porque en la ferozmente modernista «Biblia de nuestro pueblo» (2015), se nos dirá casi lo contrario: que la piedad de Tobías:
«nos recuerda al fariseo que entra en el templo para dar gracias a Dios por lo «bueno» que era, porque «no era como los demás» (Lc. 18,9-14).
Ignoro en base a qué retorcido juicio alguien puede identificar la caridad inmensa de Tobit con el fariseo hipócrita del templo, citado por Lucas; pero parece que haya olvidado dos cosas muy importantes: primero, que el Señor, a la vez que nos previene contra la vanagloria por las buenas acciones que hagamos, nos pide igualmente que «brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt. 5,16). Y segundo, que a causa de las obras de misericordia que hacía Tobit -por ejemplo, enterrar a los muertos- se jugó literalmente la vida y la hacienda hasta el punto que Salmanasar, rey de Asiria, lo condenó a muerte, lo puso en búsqueda y captura, y le confiscó sus bienes (Tob. 1,19-20). Igualito, como vemos, que el orgulloso fariseo que cita el evangelio lucano.
Precisamente del libro de Tobías voy a tratar en en el punto siguiente. Pero me pregunto ahora si algún pío lector podrá tomarse en serio los sublimes, graves y difíciles consejos que en él se encuentran, cuando sus modernos comentaristas católicos han dejado claro, con su indisimulado desdén, que no creen de hecho en su inspiración divina (aunque sin afirmarlo directamente, a diferencia de Lutero que despreciaba éste y otros libros del Antiguo y aun del Nuevo Testamento). Porque si tuvieran la convicción de su origen divino, se enjuagarían la boca antes de hablar así.
Pero mucho más preocupante que meterse con el estilo o los ejemplos de piedad tradicional de los libros bíblicos (que es en el fondo, una manera de protestantizar la fe católica), es cuestionar directamente las verdades de fe: ¿Es admisible, que en la ya citada «la Biblia de nuestro pueblo» (2015) -que tiene el nihil obstat del mediático obispo Oscar Madariaga-, en uno de sus comentarios a pie de página, se niegue la Verdad dogmática -definida en el Concilio de Trento- de la caída del hombre, creado en estado de inocencia?
¿No se lo creen? Pues lean la herejía, en la nota a Gen 3, y pásmense.
«Conviene desaprender (sic) en gran medida lo que la catequesis y la predicación tradicionales (sic) nos ha enseñado. Se nos decía que el ser humano había sido creado en estado de inocencia, de gracia y de perfección absolutas, y que, a causa del primer pecado, ese estado original se perdió».
«Se nos decía…». Una barbaridad de ese calibre sería impensable hace años. Parece que hablemos de dos religiones contrapuestas si leemos el comentario que hace la Biblia Straubinger (1951) a dicho pasaje:
«Toda la tradición lo toma como un acto de desobediencia y aunque la desobediencia de Eva precedió a la de Adán, no hay duda de que éste es la causa primera del pecado original y de su propagación por ser nuestra cabeza y la causa primera de la generación (…). Comienza aquí el drama del género humano, que se desarrolla de pecado en pecado hasta el pecado del último hombre, sólo interrumpido por el entreacto de la Redención. Mas en el último acto veremos, como afirma San Pedro, el gran milagro de la «restauración de todas las cosas» (Hchos 3,21) y en esto se funda nuestra «bienaventurada esperanza» (Tit. 2,13).
El problema es que los disparates de la Biblia de nuestro pueblo (2015) no se detienen en el primer libro del Génesis sino que se extienden prácticamente hasta el libro del Apocalipsis. No discuto la traducción (que me parece muy buena, ya que es una versión de la Biblia Schokel); repruebo con asco sus notas (doy fe de ello, porque -sin ser masoquista- me las he leído y las he subrayado). Y la sensación general que me suscita esa desagradable lectura es el desprecio indisimulado de los que las han redactado por toda la tradición católica: las Sagradas Escrituras -la Palabra de Dios-, sólo es Palabra de Dios si pasa por el colador del teólogo modernista, obsesivamente encamado con las aberraciones de su tiempo como hoy son el feminismo, el género, el multiculturalismo, el progresismo neomarxista, el indigenismo o el ecologismo. Todo eso encontramos a espuertas en las interminables notas de esa «Biblia de nuestro pueblo» (2015), pero no quiero aburrir -ni torturar- al amable lector. Porque podríamos afirmar, como San Juan al final de su Evangelio, que de incluir los disparates «no cabrían los libros que en el mundo se han escrito» . Esa no es la fe de la Iglesia.
En definitiva, ante una impostura como esta -y reitero que cuenta con el nihil obstat de un simpático obispo católico-, prefiero zambullirme en cualquier biblia protestante seria (descendiente de la magnífica Biblia del Oso), pues aunque es verdad que omiten algunos libros del Antiguo Testamento -entre ellos, el de Tobias- generalmente traducen bien, no ponen notas y por tanto no despachan barbaridades contra la verdad y la inerrancia de las Sagradas Escrituras, lógica consecuencia de su divina inspiración.
II
La introducción anterior, aunque bastante pesimista, me ha parecido necesaria para el tema que quiero abordar, puesto que toca de lleno dos problemas que allí planteé: la crítica textual que determina qué textos deben incorporarse o no a una edición fiel de la Biblia, y, sobre todo, el significado último de la Biblia como guía de salvación para los cristianos. En realidad, lo que quiero tratar enlaza ambas cuestiones en un solo interrogante:
¿Es conveniente admitir en la Sagrada Biblia, textos de inmenso calado espiritual para nuestra santificación como cristianos, que han sido incluidos en las primeras traducciones latinas (Vulgata), desde los tiempos de San Jerónimo (siglos IV y V), aunque no se hayan encontrado dichos textos en multitud de manuscritos antiguos hebreos, arameos o griegos? ¿O conviene, por el contrario, seguir un criterio de rigurosa depuración crítica que deseche pasajes que no cuenten con una apoyatura textual sólida, pese a que muchas generaciones de cristianos lo tuvieron como verdaderamente inspirado?
Ya adelanto que este último criterio -el peor de los dos, a mi juicio- es el que ha prevalecido en nuestro tiempo.
Los pasajes a los que refiero esta polémica se encuentran en el Libro deuterocanónico de Tobías, concretamente en el capítulo 6, versículos 16-22, y en el capítulo 8, versículos 4 y 5, y tratan de lo que tradicionalmente se ha denominado «la continencia en los tres primeros días del matrimonio de Tobías y Sara»,
Nos encontramos, a mi juicio, con uno de los textos más hermosos y de mayor humanidad y espiritualidad el Antiguo Testamento. Lo narro sucintamente: sobre una joven pareja recién casada -Tobías y Sara-, se cierne una terrible maldición impuesta por un demonio (Asmodeo), que ha ido ocasionando la muerte sucesiva de los anteriores siete maridos de Sara en la noche de bodas, antes de la consumación del matrimonio. Tobías, en obediencia al Arcángel San Rafael, inciensa la cámara nupcial quemando las entrañas de un pez pescado en el río Tigris, y después de ello espera con su esposa tres días para unirse en el acto matrimonial, a fin de orar junto a ella. Sigo la traducción de la Biblia Scio (1793):
«(6-16) Entonces el ángel Rafael le dijo: Óyeme, y te mostraré quién son aquéllos, contra los que puede prevalecer el demonio. (17) Pues aquellos que abrazan el matrimonio de manera, que echan a Dios de sí, y de su mente, y se entregan a su pasión, como el caballo y el mulo, que no tienen entendimiento: sobre los tales tiene potestad el demonio. (18) Mas tú, cuando la hubieres tomado por mujer, entrando en el aposento, no llegues a ella en tres días, y en ninguna otra cosa te ocuparás, sino en hacer oración con ella. (19) Y aquella misma noche, quemando el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. (20) Y la segunda noche serás admitido en el ayuntamiento de los santos patriarcas. (21) Y la tercera noche conseguirás bendición, para que de vosotros nazcan hijos sanos. (22) Y pasada la tercera noche, recibirás la doncella en temor del Señor, llevado más bien del amor de tener hijos, que de la pasión, para que consigas en los hijos la bendición reservada al linaje de Abraham.
Tobías y Sara siguen las piadosas reglas de Rafael «porque somos hijos de santos y no podemos juntarnos a la manera de los gentiles que no conocen a Dios» (8,5).
Estos bellísimos textos, sólo aparecen en la Vulgata latina, pero no en los códices más antiguos en griego (el Sinaítico del siglo IV y el Vaticano del siglo V), por lo que las biblias modernas, que prescinden en mayor o medida de la Vulgata, los suprimen íntegramente. Los localizamos incluso (puestos entre corchetes) en las protestantes Biblia del Oso (1569), traducida por Casiodoro de Reina, y en la Biblia del Cántaro (1602), de Cipriano de Valera (si bien, en esta última, el libro de Tobías se ubica en una sección que el protestante sevillano titula como apócrifos). Las católicas Biblias Bover Cantera (1947) y Straubinger (1951), también los incluyen (aquella, en letra cursiva), pero no así la primera biblia católica traducida desde los idiomas originales, la Nacar-Colunga de 1944.
Las biblias posteriores que he consultado -entre ellas, la biblia oficial de la Conferencia Episcopal Española (CEE), que es la empleada en las Misas y los actos litúrgicos de nuestro país-, al igual que todas las posteriores al Concilio Vaticano II, los omiten.
Y, de manera sorprendente a mi juicio, no se han metido en la Neovulgata latina (1979), cuya dilatada redacción concluyó al inicio del pontificado de San Juan Pablo II. Con lo que el único futuro de estos textos es ser preservados en viejas ediciones bíblicas, como una reliquia del pasado.
Pero hay que destacar que muy probablemente San Pablo conociese esos versículos del libro de Tobías, pues en 1 Tes. 4,3-5, parece evocarlos, empleando incluso una expresión idéntica:
«Ahora bien, esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación: que huyáis de la impureza, que cada uno de vosotros sepa tratar su propio cuerpo de una manera digna y honesta, sin dejarse llevar por la pasión, como hacen los paganos que no conocen a Dios».
Desde antiguo los exégetas se han preguntado por el origen de este texto que sólo ubicamos en la Vulgata latina de San Jerónimo, pues los manuscritos más antiguos del Libro de Tobías -en hebreo, arameo o griego-, no lo contienen. Sobre esta cuestión hay opiniones para todos los gustos. Los más radicales y descreídos afirman que son de cosecha propia del misógino San Jerónimo, que los interpoló en el libro que traducía del caldeo al latín -pasando por el hebreo- con la ayuda de un intérprete. Parece ser que hizo la traducción de mala gana, pues dudaba -a diferencia de San Agustín- de la canonicidad de un libro, que estaba incluido en la Septuaginta, pero excluido de la Biblia Hebrea (no obstante lo cual, era muy apreciado por el pueblo judío). A otros -entre los que me cuento- nos parece una sandez pensar que San Jerónimo incluyese unos versículos propios en un libro dudoso (que podía acabar incorporado al Canon bíblico, como así fue en el Concilio de Roma del 382, bajo el papa Dámaso). Es muy conocida la veneración que el santo de Dalmacia tenía por las Sagradas Escrituras («conocer las Escrituras es conocer a Cristo» solía comentar), y es encomiable la honestidad y sabiduría con la que hizo la traducción al latín de los textos en hebreo, arameo y griego. Lo más probable, en definitiva, es considerar que él dispuso de algún manuscrito, en hebreo o arameo, que no ha llegado a nosotros. Pero como hemos apuntado, sí debió conocerlo el mismísimo San Pablo.
En cualquier caso, la historia de este pasaje es la prueba inequívoca de los extraños y maravillosos caminos de Dios, que permitió a las sociedades cristianas, durante siglos, inspirarse en la deliciosa historia de la santidad matrimonial de Tobías y Sara con el episodio de sus tres noches de continencia (la Iglesia Católica, en su prudencia y sabiduría divinas, siempre consideró esa práctica como piadosa y voluntaria, sin imponerla como mandato).
Pero cuando esas mismas sociedades cristianas -a partir de los años 50 y 60- fueron diluyéndose a la manera de los gentiles, el Señor permitió que los nuevos traductores y exégetas antepusiesen su vasta cultura a su piedad cristiana, y eliminasen de las biblias un texto que tanto inspiró y santificó a los matrimonios de antaño. ¿Ironía celestial o castigo de Dios al pueblo cristiano -el que se configuró tras el Concilio Vaticano II- que miraba con desdén esos textos porque estaba convencido de que había que vivir una fe adulta? Volveré al final con ello.
Querría, antes de concluir, resaltar el contraste de las anotaciones a pie de página de la Biblia Scío (1793), con las aberrantes notas de tantas biblias modernas. Observen con qué sensatez, unción cristiana y belleza comenta esta «continencia de tres días», el escolapio D. Felipe Scio de San Miguel en su traducción:
«La continencia durante los tres primeros días no es una regla para todos. Pero ninguno de los Cristianos está dispensado de consagrar a Dios las primicias de su matrimonio por medio del sacrificio de un corazón puro, y de una humilde y fervorosa oración, desterrando cualquier otro pensamiento, que no sea el pedir a Dios en una santa unión de espíritu y de corazón, que los libre de los asaltos del demonio, y que derrame su bendición sobre ellos, y los hijos que han de nacer de su matrimonio».
Y con qué lucidez el escolapio español glosa el versículo en el que Tobías le dice a Sara que no pueden obrar como los gentiles que no conocen a Dios.
«¡Qué lección esta para muchos Cristianos, que lo son solamente de nombre, cuyos matrimonios no se diferencian de los de los gentiles sino en algunas ceremonias de religión a las que asisten por un momento, y tienen por puras formalidades, para vivir después en el matrimonio como idólatras ! Los matrimonios serían siempre felices si a un amor mutuo se justase una piedad sólida»
Creo que este último texto es verdaderamente profético. La vida matrimonial de la mayoría de los cristianos, a día de hoy, es sencillamente un calco de las uniones paganas. El feminismo y la cultura anticonceptiva han hecho terribles estragos en las almas de los fieles, y un texto como el que aquí hablamos hoy resulta incomprensible y ridículo a la inmensa mayoría de parejas cristianas que van a casarse, porque yo lo valgo. Esa es la constatación de decadencia de una fe, que nos exige el máximo en todos los ámbitos de nuestra vida, pero que no puede escapar de la vorágine, el hedonismo y la vida muelle que por todos los lugares oferta el mundo. Y quizás lo peor es no contar con la oposición firme de los pastores y rectores de la Iglesia, cuyos documentos tienden más a justificar ese estado de cosas, como si ya fuera inevitable, que enfrentarse abiertamente a él.
En definitiva, yo no veo la supresión de esos sublimes versículos como un problema de rigor exegético. Sin duda el conocimiento (y los medios técnicos) de los actuales traductores de la biblia son inmensamente superiores a los que disponían San Jerónimo, Felipe Scío de San Miguel o Félix Torres Amat, pero no creo que les llegasen a las suelas de sus zapatillas en fe y en piedad; en la profunda intuición de la Biblia como verdadera palabra de Dios, con independencia de los extraños caminos por los que se han conocido algunos de sus textos.
Eliminar de la Biblia y de la predicación tan extraordinario pasaje presacramental, que insistía especialmente en la oración y la continencia de los esposos (como más adelante recomendaría el mismo San Pablo (1 Cor. 7,4), ha ido parejo a la catástrofe que ha recaído, poco a poco, sobre los matrimonios católicos de todo el mundo, cuyas tasas de prácticas anticonceptivas y de divorcio nos asustan.
No es un problema técnico en definitiva. Es un castigo del Cielo, que siguiendo el mandato del Señor, ha decidido «no echar las margaritas a los cerdos» (Mt. 7,6).
Buen artículo que recoge una realidad que sufrimos los fieles y que, no teniendo una formación superior en estos temas, padecemos -entre otras cosas- las «notas» sesgadas e interesadas, que no se refieren a una aclaración de textos sino a una interpretación , siempre a peor , de los comentaristas que, como vd. indica acertadamente, son racionalistas y proclives al modernismo.
Cansado de tantas interpretaciones, que no traducciones, me he vuelta a la Vulgata Clementina, gracias a que antes, en el Bachiller de letras y el Cou, estudiábamos latín creo que con buen nivel. Pero no todos pueden hacer eso. Siempre me ha chocado el poco respeto en las traducciones a los textos cosa que no pasa, sin embargo, con otros textos clásicos de autores latinos o griegos.
Y en cuanto a la exégesis moderna, dudo que ahora tengan más medios que ¨San Jerónimo u otros, más cercanos en el tiempo y el idioma a los orígenes. Está uno cansado de tanto exegeta que ahora resulta que saben más los motivos del autor que el mismo autor, más sobre su tiempo que los que en el vivieron y que se atreve «impasible el ademán», a saber más que nadie y a interpretar lo que le parece. ¿Y que decir de las traducciones del misal que , además de todo lo dicho, tienen una pobre formación de como construir y usar el español correctamente y con elegancia de estilo?
Dos cosas:
Es exacto que el pasaje aludido no está en la traducción al castellano de la Septuaginta del P. Jünemann, germano-chileno; sin embargo, hay ciertos rastros del texto, o podría considerarse así, en algunos otros de San Pablo como afirma Ud.
Por lo demás, la adopción por parte de la jerarquía de la Iglesia de los textos hebreos, mal llamados «textos originales» pues no lo son, demuestra el poco o nulo respeto por el Nuevo Testamento, en el cual se emplean exclusivamente textos de la biblia griega y para nada coincidentes con los llamados «textos masoréticos», que son muy posteriores -unos 20 siglos por lo menos- de los originales auténticos. La aparición de los Rollos de Qumrám testimonia la precisión del texto griego y deja al márgen el llamado ´»masorético». El texto masorético se formó durante varios siglos después de Cristo y San Jerónimo tomó para su traducción algunos textos hebreos disponibles en sus días que eran de supuesta fuente hebrea; merecióle ello la enérgica reprobación de San Agustín en «La Ciudad de Dios», Libro XVIII, cap. XLIII, para quien era preferible la versión griega de los LXX íntegra, la Septuaginta, por considerarla más fiel y por ser la versión del Antiguo Testamento que habían utilizado los evangelistas y era la usada en tiempos de Jesús y amplia y exclusivamente por los Padres de la Iglesia. Harnack o Bultmann o tal vez de Knabenbauer estarían satisfechos de esta decisión «católica» adoptada desde Pío XII hasta JP II; pero como decimos, los Rollos del Mar Muerto desacreditan los textos masoréticos y la Neovulgata y ponen de relieve la precisión de los LXX.
Por último, no es menor el hecho que San Pablo en 2 Corintios 3,14 («Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha levantado, pues sólo en Cristo desaparece») desestima las versiones judías de las Escrituras Santas precisamente por la prevaricación de sus «reconstructores» masoréticos. Lo cual denuncia además un error teológico en sus adeptos.
Como decía un autor católico: «No pudiendo eliminar la fuente, el demonio modernista se dedicó a envenenarla». Gracias.
.
Yo no compro cualquier biblia. He aquí mi guía.
https://adelantelafe.com/biblias-en-espanol-buenas-y-malas/
¡Espectacular artículo!