I
Hace apenas unos días, en este caluroso mes de julio, el Secretario General de las Naciones Unidas, el portugués Antonio Guterres anunció el advenimiento del fin del mundo con las siguientes y dramáticas palabras:
«Niños arrastrados por las lluvias monzónicas, familias huyendo de las llamas bajo un calor abrasador… Es un verano cruel para todo el planeta. Es un desastre y para los científicos es inequívoco. Los humanos tienen la culpa. Todo esto es totalmente consistente con las predicciones y las repetidas advertencias. La única sorpresa es la velocidad, pero el cambio climático está aquí. Es aterrador y es sólo el comienzo. La era del calentamiento global ha terminado y ha llegado la era de la ebullición global«.
No me duelen prendas en reconocer que, en contra de lo que podía parecer, me agradó escuchar la homilía de este señor, no por su contenido obviamente, sino porque me evocó con nostalgia a aquellos curas del pasado que en sus soberbios púlpitos advertían con palabras fuertes y veraces de la deriva inmoral de la sociedad sometida los placeres de la carne, y el peligro de condenación que ello significaba. Entonces, la Iglesia para predicar su mensaje de conversión, usaba un tono rotundo y apocalíptico idéntico al del secretario general.
«Niños arrastrados por sus caprichos, familias que huyen de su obligación de educar en la castidad a sus hijos. Un verano donde se exhibe impúdicamente lo que debía estar oculto. Es un desastre y para la Iglesia es un signo inequívoco. Nosotros los cristianos tenemos la culpa por olvidar el mensaje fundamental de salvación o condenación. Todo eso es totalmente consistente con lo que predicaron los Padres para los tiempos finales. La única sorpresa es la velocidad, pero los tiempos finales ya están aquí. Es aterrador y sólo es el comienzo. La era de la conversión y la penitencia ha terminado, y ha llegado la era del Anticristo».
Desgraciadamente, en nuestra época los cristianos hemos hecho mutis por el foro y cedido a la progresía ecologista el privilegio que nos dan las Escrituras de predicar con autoridad y Verdad sobre los últimos tiempos, y como ya nos advirtió el Señor, en los asuntos del mundo la astucia de los hijos de las tinieblas sobrepasa a la prudencia de los hijos de la luz (Lc. 16,8). Y ese desistimiento es especialmente hiriente hoy pues, desde mi personal punto de vista, nuestra actual generación cristiana tiene indicios más que suficientes, de acuerdo a lo que nos explican las Sagradas Escrituras (además de determinadas revelaciones privadas aprobadas por la Iglesia Católica como Fátima o Akita), para intuir razonablemente que estamos de coz y hoz insertos en tiempos terminales (aunque desconozco el cómo y el cuándo, intuyo el por qué). Por tanto, es inaudito que hoy sólo la progresía mundialista predique con notoria eficacia que viene el lobo y que nuestro mundo se va al garete. Pero los que le bailan el agua al demonio, como es habitual, lo confunden todo y ponen por delante la consecuencia -el desastre cierto a que puede abocarse nuestro planeta- a la causa verdadera del mal en la tierra -el pecado del hombre, que ya sin tapujos ha decidido suplantar a Dios-. Y no sólo eso. Dado que el demonio es el mono de Dios, quiere imitar grotescamente a éste, exhortando al hombre a una conversión estrictamente ecológica (como si el planeta fuese dios), a la vez que le anima a dar rienda suelta a todas las depravaciones sexuales que pueda albergar en su herida psique, y a eliminar sin complejos las posibles consecuencias naturales con el expediente mortífero del aborto (promocionado por el mismo profeta laico que hoy pontifica con tono de reprobación vicaria sobre el fin del mundo). Con lo que pecado sobre pecado sólo lleva a que se deteriore más y más el planeta, a la vez que se engorde exponencialmente el vientre de Satanás, pues no debemos olvidar ese vínculo estrecho –pecado humano, creación herida– del que nos habla San Pablo en el capítulo octavo de la Epístola a los Romanos. En definitiva, nos quedamos cortos aludiendo a un círculo vicioso, pues hablamos hoy de un verdadero huracán de mal en el que se ha metido la humanidad en nuestra generación y en el que ya no sabemos salir. Y de seguir así acabaremos pulverizados en el corazón de ese tornado. Salvo que Dios lo remedie.
II
Es ciertamente doloroso que tengamos que reprochar a nuestra querida Iglesia Católica que -como dicen los toreros- haya entregado los trastos de la predicación sobre el apocalipsis a la progresía mundial, pero es mucho más hiriente que le compremos la mercancía averiada, y a cambio encerremos bajo siete llaves la Verdad última que late detrás de la crisis climática. Por supuesto que la tierra es una sublime obra del Creador, y nos la ha dado el Señor para que usemos racionalmente de sus recursos y los administremos con justicia; para que podamos, con los múltiples frutos que ella nos da, sustentar y proteger nuestro cuerpo, sostener biológicamente nuestra vida, y, finalmente, para que recoja con un inmenso abrazo el despojo de nuestro cuerpo muerto. Nosotros la maltratamos, pero ella, cuando nadie quiere acercarse a nuestro cuerpo ya hediondo, nos recoge con dulzura y nos guarda en depósito hasta el día en que resucite nuestra carne. Por tanto, nadie sino el cristiano puede amar más a la tierra como sublime obra de sabiduría del Dios benevolente, y por ello el cambio climático es un asunto serio ciertamente. Ahora bien, para el cristiano (que debe tener la mirada siempre a un nivel por encima del tiempo y del espacio en el que vive), éste es una consecuencia más -y no la más grave desde luego- del pecado del hombre como ya hemos anotado. Y con ser muy serio el problema, la consecuencia más tremenda no será que suba un par de grados la temperatura del planeta, sino que se rebaje una mera milésima de grado la paciencia de Dios ante nuestras rebeldías. Y eso por lo visto ya no nos preocupa, porque ya no creemos en esa verdad de la Biblia que nos dice una y otra vez que existe la punición divina. Para reformarnos, sí. Pero existe.
Oí una vez al papa Francisco -el papa a quien el pueblo cristiano ha vinculado especialmente con la misericordia- decir que el mundo está al borde del suicidio por el cambio climático, pero nunca ha explicado por qué el Dios misericordioso nos castiga (sea activa o permisivamente) por medio de un planeta al que, según él y el portugués de la ONU, le quedan apenas dos telediarios. Parece que no se le pasa por la cabeza al Santo Padre que los problemas del clima -lo atribuyan unos a la acción humana, otros a la propia dinámica de cambios cíclicos en la historia natural y muchos a ambas razones- y tiene una causa eficiente más decisiva que se encuentra reflejada en las Sagradas Escrituras, cuando nos refiere que «la gente se desmayará de espanto, al pensar lo que va a sobrevenirle al mundo, pues hasta las fuerzas celestiales se tambalearán» (Lc. 21,26), una causa que nos previene de que «El reino de Dios ya está cerca» (Lc. 21,31). Es decir, una causa sobrenatural, causada por el mal de los hombres que se portan con la misma maldad, desenfreno e impiedad que «en el tiempo de Noé» (Mt. 24,37). La enseñanza del Papa, más que repetir como un loro el alarmismo climático de la ONU, de la U.E. y de determinados gobiernos, debería ir más allá y recordarnos que si el pecado provocó en el pasado el diluvio en el que pereció la humanidad, el pecado puede producir en nuestro tiempo la destrucción del mundo, pero esta vez -como acertada e involuntariamente ha recordado el portugués de la ONU- por «una ebullición u horno global», por el fuego. Y no será por la acción humana, será ordenado por Dios como castigo de la impiedad:
«Por el agua del diluvio fue destruido el mundo de entonces. Pero los cielos y la tierra que ahora existen están reservados para el fuego por el mismo mandato de Dios» (2 Ped. 3,6-7).
Y no hace falta ser Papa para comprender que no es una «conversión ecológica» lo que evitará que se implemente ese mandato divino. Será la conversión tal y como nos la exige Cristo. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia y todo lo demás os dará por añadidura» (Mt. 6,33).