Un tópico literario de gran recorrido en la historia del pensamiento, y cuyo origen podemos rastrearlo en Séneca (aunque probablemente sea anterior), es la consideración del mundo como un teatro y de la vida humana como el trabajo de unos actores, que despliegan su talento –o su torpeza- por las tablas del escenario, y reciben finalmente del público la alabanza o el reproche, bien aplausos o bien –como diría Cervantes- “silbos, gritas y barahúndas (…) ofrenda de pepinos y cosa arrojadiza”.
Las tres ideas fundamentales que han querido destacarse con este poderoso símbolo son, por una parte, la fugacidad de la vida (tan breve como una representación donde al final se echa el telón); por otra, la escasa importancia que hemos de darle a los bienes materiales (los enseres de la farsa aparentan riqueza pero no valen nada pues son de cartón piedra), y por último, la obligación de cada persona de hacer bien su papel, sea cual sea el que le haya sido encomendado, porque al final existe un juicio, y quien no dé la talla durante su actuación, tendrá un severo castigo (del público, de los críticos y sobre todo del dueño de la compañía, quien lo expulsará para siempre).
Cervantes, en la segunda parte de El Quijote, tras el encontronazo con “Las cortes de la muerte” (II,12), describirá con gran belleza este tópico por boca del caballero andante: “no fuera acertado que los atavíos de la comedia fueran finos, sino fingidos y aparentes como la misma comedia” (…), “en la comedia de esta vida, unos hacen de emperadores, otros de pontífices y, finalmente, todas cuantas figuras se pueden introducir en una comedia; pero en llegando el fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura”.
En España, el dramaturgo que mejor desarrolló este símbolo –y desde una óptica profundamente católica- fue nuestro Calderón de la Barca, el cual, en la década de los treinta del siglo XVII, compuso un famoso Auto Sacramental titulado precisamente “El gran teatro del mundo”. En él, nos presenta una serie de personajes reales o morales –un rey, un rico, un pobre, un labrador, la hermosura, la discreción, el mundo, la Gracia-, que van desarrollando sus papeles en la escena hasta que ésta concluye y, finalmente, reciben el premio o el castigo por su representación. El leitmotiv de la obra, que se va escuchando a lo largo de la misma, es la frase: “obrar bien, que Dios es Dios”, pronunciada por la Ley de la Gracia.
La radical catolicidad de esta obra puede comprobarse en la claridad con la que el personaje denominado Autor (que es un trasunto de Dios), afirma, frente a la cosmovisión protestante que ya había arraigado en el norte de Europa, el concepto del libre albedrío, clave para el futuro juicio de los personajes. Dirá:
“Yo, bien pudiera enmendar
Los yerros que viendo estoy;
Pero por eso les di
Albedrío superior
A las pasiones humanas.,
Por no quitarles la acción
De merecer con sus obras;
Y así dejo a todos hoy
Hacer libres sus papeles
Y en aquella confusión
Donde obran todos juntos
Miro en cada uno yo,
Diciéndoles por mi ley:
Obrar bien, que Dios es Dios”.
Los personajes, desde los más elevados –el rey, el rico, la hermosura-, o los menos considerados –el labrador, el pobre o el niño-, deben hacer correctamente su papel, pues el poder y la alabanza dentro de la farsa es un puro espejismo, y al concluir la obra todos se desnudan de sus galas y de sus harapos, y quedan iguales. Como en el juego del ajedrez, según feliz comparación del bueno de Sancho Panza en ese capítulo de “Las cortes de la muerte”, pues “mientras dura el juego, cada pieza tiene su particular oficio, y en acabándose el juego, todas se mezclan, juntan o barajan, y dan con ellas en una bolsa, que es como dar con la vida en la sepultura”.
La existencia humana –nos dice Calderón- es un puro representar, porque la verdadera vida nos vendrá después, y allí se nos premiará o castigará según hayamos actuado bien con nuestro personaje en la comedia. El Autor ha dado a cada uno el papel que ha querido, y nadie debe quejarse, pues el galardón no dependerá de la importancia del papel, sino de cómo es ejercido. Como señala éste:
“No porque pena te sobre
Siendo pobre, es en mi ley
Mejor papel que el del rey
Si hace bien el suyo de pobre;
Uno y otro de mí cobre
Todo el salario después
Que haya merecido, pues
En cualquier papel se gana,
Que toda la vida humana
Representación es”.
La perspectiva teológica de Calderón seguía fielmente la doctrina de las Sagradas Escrituras, como la defensa de la libertad humana,
“Él (Dios), desde el principio
Creó al hombre
Y le dejó en mano de su propio albedrío”.
(Eclo. 15,14),
la severidad del juicio para los que detentaron el poder,
“Prestad atención los que regís las muchedumbres,
Y os jactáis de los pueblos numerosos;
Vuestro poder os fue otorgado por el Señor,
Vuestro dominio, por el Altísimo,
Que examinará vuestros actos
Y escudriñará intenciones.
(…)
Con espanto y sin demora se presentará a vosotros,
Porque habrá un juicio severo para los que dominan”
(Sab. 6, 3-5),
Y la benevolencia para los que tuvieron una posición más desgraciada en la vida, pero que llevaron con dignidad y sin tachas ese estado, pues el mismo Señor los calificó como bienaventurados en el Sermón de la Montaña:
“El inferior merece disculpa y misericordia
Pero los poderosos poderosamente serán examinados”
(Sab. 6,6).
Al final del drama, sólo es condenado el rico (sobreactuó, se lo tomó demasiado en serio); el rey acabará en el Purgatorio (del que le sacará pronto la discreción, pues hizo la buena obra de ayudar a la religión cuando ésta requirió el apoyo del poder político), y el pobre entrará directamente en el Cielo, porque a ellos les pertenece el Reino.
II
Como vemos, la metáfora del teatro como imago mundi tenía una impresionante fuerza expresiva, y fue utilizada por los escritores católicos para mostrarnos la problemática del existir (y su grandeza). Poder representar en un espectacular teatro es un inmenso honor y a la vez una grave responsabilidad, sea cual sea el papel que hagamos. Con la oportunidad de vivir, Dios no sólo convierte a cada ser humano -con independencia de su raza, lugar de origen, estado social, inteligencia o medios de que disponga en la vida- en una criatura querida desde ya, sino que, además, le regala la oportunidad de ser verdaderamente hijo suyo, por la fe en Cristo Jesús. Es en el gran teatro del mundo donde debemos hacer bien las cosas, y para ayudarnos Calderón colocará como apuntador a la Ley de la Gracia, que nos marca cada palabra y cada acción de la obra, sintetizada en ese famoso “obra bien, que Dios es Dios”. Gracia que todos escuchan, pero a la que no todos obedecen, aunque todos saben que si acatasen sus instrucciones, ganarían sin duda el codiciado galardón que les ofrece el Autor.
Al pobre le consuela esa frase recurrente, al rico le cansa; por eso el rico es condenado y el pobre premiado. Sólo siendo dóciles a la ley de la Gracia –haciendo correctamente nuestro papel, obrando bien y teniendo fe en Dios-, obtendremos la recompensa final.
Pero cuando irrumpe el protestantismo en Europa, todo ese claro esquema racional y escolástico que nos traza la obra calderoniana parece desquiciarse. Siguiendo con la metáfora de la dramaturgia, podemos decir que el protestantismo fue el primer ensayo de lo que en el siglo XX -con las obras de Ionesco, Beckett o Genet-, se denominaría Teatro del Absurdo, caracterizado por una falta de lógica en personajes, diálogos y escenografía. De hecho, éste parece una reelaboración disparatada de un auto sacramental clásico, sólo que Dios no está presente (y un universo sin Dios es el summum del absurdo), y la única regla para expresar no el sentido sino el sinsentido del mundo son las acciones y diálogos irracionales de los personajes.
El día en que el agustino de Eisleben negó el libre albedrío, definió a la razón como puta del diablo, separó radicalmente la fe de las obras y consideró la acción de la Gracia en el justificado como un mero ocultamiento de pecados imposibles de vencer, se inició una catastrófica modernidad (espiritual, que no material) en Europa y posteriormente en todo el mundo occidental. Desde el punto de vista religioso, Lutero pondría las bases del ateísmo actual, puesto que, como decía lúcidamente Balmes en su obra apologética contra el protestantismo, “es una religión que se asienta en un principio que la disuelve a ella misma”. Y el gran escritor argentino Borges, en su relato “Deutsche Requiem”, señalaría por boca del protagonista nazi, Zur Linde, que “Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia”.
Desde el lado filosófico, se abandonaría el sano realismo y eso nos llevaría a vías muertas como el idealismo y el positivismo. Finalmente, desde la perspectiva del arte, nos regalaría los horrores del arte moderno (irracional y subjetivo hasta la náusea), entre los que descuella precisamente, el teatro de los disparates, el teatro del absurdo. Todos son ecos de la protesta luterana.
Si la obra de Calderón hubiera sido reescrita por un autor protestante –pongamos un calvinista, nos encontraríamos con el dislate de que el peor de los actores –el rico– sería el que más garantizado tendría el premio, puesto que la riqueza –para Calvino- era indicio de predestinación salvífica. El pobre (que entraba directamente al Cielo en la obra de Calderón), estaría predestinado a la condenación, no por lo que haga o deje de hacer, no porque escuche o no escuche a la Gracia, dado que la pobreza era señal del desfavor divino.
En coherencia con lo que Lutero menciona en una famosa carta a Melanchton, el rey podría ser un “pecador fuerte” –es decir, un pésimo rey-, pero si creía más fuertemente (es decir, si adulaba al autor), se salvaba, aunque su actuación fuera deplorable y criminal. La Gracia, que era un apuntador que se dirigía a todos los actores sin excepción, ahora hacía acepción de personas, y se negaba a auxiliar a los que consideraba predestinados al fracaso por el capricho del autor, y sin consideración a su actuación sobre las tablas. Pero lo más disparatado consistiría en que los actores actuarían sin actuar, sin seguir las reglas del arte dramático, sin poder salir de lo que ellos son, ya que no existe el libre albedrío. Nos damos de bruces, por tanto, con la arbitrariedad del autor, convertido en tirano, en un dios malvado, que coloca de manera despótica a diversos comediantes en el gran teatro del mundo, y sus premios o castigos son independientes del comportamiento en la escena, de esforzarse cada uno en ejecutar bien su personaje.
¿Quién no ve aquí un precedente de ese teatro del absurdo y del nihilismo que haría furor en la Europa moderna siglos después?
III
Pero unos años antes del gran Auto Sacramental de Calderón, Cervantes planteó el mismo asunto de la vida como representación, si bien situando en acento no tanto en la obra representada sino en la necedad de los espectadores, a los que se les manipulaba cruelmente para que vieran lo que no existía. Y lo hizo a través de un divertidísimo entremés titulado “El retablo de las maravillas”. A mi juicio, esa vuelta de tuerca de Cervantes, forzando aún más el concepto del teatro dentro del teatro (metateatro), aunque redactada unos años antes del poderoso auto calderoniano, es por su impresionante actualidad, una pieza que hasta supera a ese símbolo en negativo del siglo XX que es el teatro del absurdo. Es, sin duda alguna, un símbolo del siglo XXI, de nuestro siglo, como veremos.
La trama es sencilla. Dos pícaros, él llamado Chanfalla y ella Chirinos, acompañado de un zagal, llamado Rabelín, acuden a un pueblo con una tramoya para ejecutar una farsa de títeres o marionetas, titulada “el retablo de las maravillas”. Todo el pueblo se reúne delante de ese montaje, y Chanfalla anunciará el gran secreto mágico que encierra esa representación: los espectadores que tengan alguna raza de confeso (si son judíos convertidos o cristianos nuevos), y los que no hayan sido habidos del legítimo matrimonio de sus padres, no podrán contemplar los prodigios que surgirán en ese retablo. Es decir, si no ves lo que dicen que aparece en el retablo, o eres de sangre judía o eres hijo de punible y dañado ayuntamiento. Como es de prever, todos los que asistían –unos palurdos aterrados de que los asociasen a esas dos terribles taras para la honrilla (y la promoción social) en la España del siglo XVII-, se desprenden del sentido común, y comienzan a manifestar a quien quiera oírles que contemplan lo que no se representa, llegando el entremés cervantino a unos niveles de humor verdaderamente memorables.
Probablemente la intención inmediata del gran escritor español, con esta pieza, fue parodiar las figuras idealizadas de los rústicos pueblerinos que encontramos en obras inmortales de Lope de Vega, como Peribáñez o Fuenteovejuna. Pero como es propio de Cervantes (y de los grandes escritores de todos los tiempos), sus obras nos dicen mucho más de lo que en una primera instancia aprehendemos.
La gran lección que nos deja esta obra es obvia: tienes que ver lo que el entorno de tu época te dice que tienes que ver, aunque no lo veas; tienes que pensar y sentir como tu ambiente cultural, aunque seas incongruente contigo mismo porque en tu fuero más interno percibes la maldad y falsedad de lo que se te propone.
Es evidente la universalidad del tema que nos describe este extraordinario entremés, no ceñido a una época o un país determinado. No soy tan ingenuo como para pensar que este grave problema de los efectos de la manipulación sobre las sociedades, sea un asunto sólo de nuestro tiempo (y con una parada en la España del Siglo de Oro). Siempre ha sido una constante en la historia de la humanidad, en cualquier sociedad humana constituida, la pretensión de los que han mandado de alcanzar la uniformidad política e ideológica de la población que dominan para controlarla mejor. Y generalmente con éxito, con generoso asentimiento de la inmensa mayoría, que acepta acríticamente esa servidumbre. Eso ha existido ayer, existe hoy y existirá siempre.
Del mismo modo, soy consciente de que el actual mundo secularizado nos argüirá y echará en cara que la religión cristiana también supuso un “Retablo de las Maravillas” para Europa –desde la «oscurísima» la Edad Media hasta el Siglo de las Luces y la Modernidad, en que se emancipó-, porque nos encerró en una serie de principios dogmáticos que todos –aunque no los aceptasen- debían acatarlos, y ¡ay de quienes los cuestionasen!
Es una objeción seria, pero la considero injusta. La fe cristiana, en efecto, tiene unos elementos dogmáticos, pero estos exigen el auxilio de la Gracia para ser creídos (por lo que es imposible imponerlos a la fuerza). Es una verdad católica que la fe no puede obligarse, sino que los cristianos debemos “dar razón de nuestra esperanza” -1 Ped. 3,15-, sabiendo que su implantación no es obra nuestra sino del que construye la casa –Sal. 126- (aunque requiera nuestra cooperación). Pero, por otro lado, el cristianismo tenía y tiene un potencial inmenso de racionalidad y sentido común para vertebrar una sociedad justa, como puede comprobar cualquiera que estudie, por ejemplo, la obra de Santo Tomás de Aquino. Es verdad que Europa se fue secularizando sobre todo a partir del siglo XVIII, pero mantuvo las preciosas bases cristianas, preservadas desde los inicios por la Iglesia Católica: la idéntica dignidad del hombre y de la mujer (creados a imagen y semejanza de Dios), la igualdad de todos -ricos y pobres- ante el Creador, la justicia en las relaciones sociales, la necesidad de ser buenos ciudadanos, de trabajar honradamente y de contribuir todos juntos al bien común…, principios todos que se encuentran con luminosa claridad en las Sagradas Escrituras y en los grandes tratados de los teólogos y filósofos católicos. Digamos que en ese retablo cristiano se representaba fielmente lo que el sentido común de las sociedades cristianas pensaba; no había manipulación alguna.
Quiero recalcar que fue la fe cristiana la que enseñó a todos los europeos la inalienable y absoluta dignidad de la persona humana. Los nuevos cimientos ideológicos –las filosofías teístas y deístas del siglo XVIII- heredaron esa concepción, si bien Dios ya no era Padre de los cristianos, sino un lejano arquitecto o relojero, que había construido un mecanismo de gran precisión, y al que dejaba funcionar solo. Los valores cristianos seguían vivos, pero en humorística expresión de Chesterton “se estaban volviendo locos”, al desligarse de su fundamento sobrenatural. Darwin, con su teoría de la selección natural, cuestionó esa naturaleza divina del hombre, a quien consideraba el producto casual de una evolución ciega. ¡Ya es posible ser un ateo intelectualmente satisfecho!, se gritó. Llegó el siglo XX con las filosofías materialistas, las idolatrías fascistas y comunistas, las guerras mundiales, el extraordinario desarrollo de la ciencia, el terror atómico…, y comenzó a desvanecerse una concepción clara de lo que se puede moralmente hacer o no hacer. Daba la sensación de que, a la par de un innegable progreso científico y técnico, se iba produciendo un inquietante decrecimiento racional y moral, paralelo a la pérdida de relevancia de la fe en las sociedades europeas. El paso que faltaba se dio en el siglo siguiente, en el nuestro.
Desde mi punto de vista estamos llegando al final del camino de la denominada secularización. Nuestro tiempo no sólo nos exige que asumamos que Dios ha muerto, quiere que avancemos más allá y destruyamos todo el legado racional y espiritual que le debemos a la religión cristiana. Dios es pasado y el pasado hay que hacer añicos (sean cruces, estatuas, filosofías, valores o virtudes). Se impone, por lo tanto, una racionalidad sin Dios, una abierta rebeldía contra la ley natural –ya que es la Ley de Dios que rige su creación-, y, como inevitable consecuencia, contra el más elemental sentido común. En definitiva, un descenso a la irracionalidad, al imperio de las pasiones desatadas y a la superstición como único hilillo religioso que le queda al hombre. Lo que viene a partir de aquí se intuye en las extrañas metáforas del último libro bíblico, referidas a horrendos monstruos con varias cabezas. Aunque intuitivamente nos parezcan demonios, los tenebrosos poderes gobernantes nos exigirán que digamos que no son tales, sino inefables bellezas de un mundo nuevo, preludio de un paraíso terrenal. Y la mayoría, como los pobres labriegos del «Retablo de las maravillas» obedecerá, aunque en su fuero interno reconozcan la mentira, la fealdad y la impostura.
Dejamos de creer en Dios y creemos en cualquier cosa por falsa o grotesca que sea. Por eso, en nuestro siglo XXI, con tanta facilidad se han implementado (y se van implementando a una velocidad que asusta), novedades abiertamente contrarias a la naturaleza de las cosas como son la elección del género, la autodeterminación sobre el sexo biológico (y sobre la propia vida), o la aceptación de comportamientos antinaturales como si fuesen naturales. La noble ciencia -regida por los humildes principios de provisionalidad y falsación- se ha transmutado en teología cientificista, y el materialismo es ya un dogma epistemológico; el animal irracional se coloca ya casi al mismo nivel que el hombre (hecho a imagen y semejanza del Creador), y viceversa; el asesinato del aborto es un derecho tan humano como el derecho a la vida, y el clima es la excusa inexcusable de políticas criminales contra los más pobres del mundo… Nos están vendiendo, en definitiva, ingentes cantidades de mercancía averiada, en plazos cada vez más cortos. Y casi todos la compran, como los palurdos asustados del Retablo de las Maravillas, sólo que éstos lo hacían por honrilla y medro social, y nuestros conciudadanos porque han aceptado -aunque no sean conscientes todavía-, rendir tributo y llevar la marca de la bestia. Aquellos eran ignorantes y pueblerinos, nosotros cultos y cosmopolitas. Aquellos son excusables, nosotros no.
Sólo nos queda la Iglesia Católica -el último depósito de la Verdad en el mundo-, y que, por tanto, debería oponerse de raíz a tales disparates, pero lleva demasiado tiempo haciendo mutis por el foro, al desentenderse del primer y fundamental objetivo de nuestra fe, que es llevar a Cristo a todos los hombres para salvar sus almas (cada vez más apresadas en pecados graves que pueden costar su salvación), a la vez que combatir sin tregua la inmensa plaga de errores morales, espirituales e intelectuales de nuestro tiempo. No salimos del dantesco círculo infernal de una mera conciencia social y ecológica, y olvidamos que este gran teatro del mundo (devenido definitivamente en grotesca farsa) se clausura con un juicio sin apelación, en el que nos examinarán del amor (y no de los repugnantes sucedáneos del retablo, aunque nos lo vendan como tal).
Stat crux dum volvitur orbis. Ante tal panorama, me sigo aferrando, como regla de vida, a esa joya de pensamiento que regala la Biblia, cuando me exhorta a “conservar lo que he recibido”; la misma doctrina que me lleva por una luminosa escala, como la de Jacob, hacia la ciudad santa de Jerusalén y al cenáculo de Pentecostés. En definitiva, a vivir con la feliz certeza de que “el catolicismo me libera de la ominosa esclavitud de ser hijo de nuestro tiempo” (Chesterton). En la antigua religión que he recibido de mis padres –y en la que he sido confirmado por la inmerecida Gracia de Nuestro Señor- he encontrado la perla de gran valor, la verdadera salvación; en la filosofía perenne que autores inmortales han destilado de ella, he visto y sigo viendo el más noble y sólido esfuerzo intelectual de la razón humana para comprender la Verdad de las cosas (e impugnar los sofismas de los malvados). Sólo me arrodillo ante el Misterio de los Misterios y no ante los ídolos de la modernidad. Aunque pretendan entrar en mi alma de manera embarullada, nunca lo lograrán porque no tienen forma ni materia como las fantasmagóricas imágenes del «Retablo de las Maravillas«, y no estoy dispuesto a dejarme engañar. Sólo así consumaré la esperanza que me anuncia el personaje del mundo en la inmortal obra de Calderón de la Barca:
“Ya que he frustrado altivas vanidades,
Ya que he igualado cetros y azadones,
Al teatro pasad de las verdades
Que éste el teatro es de las ficciones”.