Pedofilia y teología

|

El pecado y la Cruz

 La teología es una ciencia analógica.

 Quizá sea la única que, honestamente, presume de ello. Porque solo se puede hablar de Dios

<

por analogía. O sea, podemos decir: Dios se parece a… Es como si… Imaginen que…

 De hecho, Jesucristo habla en parábolas. Las parábolas son analogías.

 Hay traducciones más o menos afortunadas. Me gusta la catalana que suele empezar diciendo “Con el Reino de los Cielos pasa como con…”; o bien: “El Reino de los Cielos es como…”.

 Pasa y es, dos verbos en presente, el eterno presente divino: “El Reino de los Cielos está en medio de vosotros”; verbos, ergo acción: el Verbo se hizo carne y habita entre nosotros, como también acertadamente rezan en “Comunión y Liberación”, con esta genialidad en presente de Don Giussani: Cristo, el Hijo, habita en cada Sagrario, vive -no vivió- en cada Eucaristía.

 En castellano suele traducirse: “El Reino de los Cielos se parece o es semejante a…”

Bien. Es una forma más burda de mostrar la analogía.

Es una forma demasiado analógica.

 Nos moveremos, pues, en el terreno de la analogía para hablar de pedofilia.

O, lo que es lo mismo, para hablar del pecado.

 Cristo vivió históricamente en la Palestina romana del siglo I, lo cual es cierto.

 Cristo vive eternamente, históricamente y temporalmente en este planeta, ya se ha dicho, en la Eucaristía, en el Sagrario y, como El mismo dijo, a El se le hace todo cuanto se hace al prójimo.

Pobre, desnudo, enfermo, preso, hambriento. Lo cual también es cierto hasta la última iota.

 Cristo se identifica con todos nosotros pero NO ES cada uno de nosotros.

 Cristo es Dios Hijo, NO ES Dios Padre. Como reza el Símbolo Atanasiano, podemos hablar de tres Personas, pero de un solo Dios; no de tres omnipotentes, sino de un omnipotente,

aunque el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo sean cada uno Personas omnipotentes.

 Un solo Señor, un solo Dios verdadero.

 Pero Cristo ES el Hijo.

 Y Cristo NO ES el niño violado, manoseado.

 Herimos al Hijo del Hombre con nuestro pecado y El lo asume para redimirnos.

Pero, ¿es imaginable la pureza y la inocencia de Aquel que no conoció pecado alguno, ni sombra de él?

 Esa pureza y esa inocencia son del Hijo, Dios verdadero. Nos sobrepasan infinitamente.

 Una pureza tal que deja a la pureza infantil más pura en una mera niebla sobre el Támesis.  

O como la grisácea tez de un moribundo, máscara de la derrota humana.

Una pureza así fue mancillada, violentada, torturada en una proporción de daño y perversión

que es incomprensible e imposible de ilustrar con ninguna analogía.

Es el escándalo de la Cruz.

 Sería más fácil imaginar a Cristo guillotinado o ahorcado.

Sería más fácil imaginar -¡Dios me perdone!- a Cristo sodomizado.

Pero es imposible que este tipo de imaginaciones nos muestren un ligero atisbo del mal que entrañan. Mal con mayúsculas. Mal por el mal. Porque el Mal del mono de Dios, Satán, es lo opuesto al Amor; y si en el Amor no hay medida ni motivo -“Amo por amar”, dijo Bernardo; “Amad al Amor”, dijo Francisco-, en en el Mal tampoco hay medida ni motivo: en el Mal que se hace a Dios, al Hijo de Dios. El mal es siempre absurdo. Por eso, ante el mal, la única pregunta es ¿por qué? “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?” 

La medida del mal hacia el niño es la medida exacta del tiempo que sobrevive a la tortura.

La medida del mal hecho a Dios es infinita. Por eso es pura Gracia Divina la Redención: nada ni nadie podía salvarnos. No podíamos pedirlo, ni soñarlo. Y menos aún merecerlo.

 Cualquier pecado es siempre inferior al pecado de la Crucifixión.

 La Crucifixión fue, es, un mal tan monstruosamente maligno que si pudiésemos verlo con los ojos del alma nos mataría al instante.

 No se puede ver a Dios sin morir, dice la Biblia.

 No se puede ver el mal hecho a Dios, al Hijo de Dios, sin morir.

(Se puede morir de amor, aunque ahora no nos referimos a estos misticismos).

 Al Dios eterno e inmutable nada le hace daño.

 El Hijo Eterno del Padre, Dios Hijo, está en el Cielo con un cuerpo que fue y ES torturado por los hombres. Lo de “completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo” tiene que ver con esto, pero nos extenderíamos en exceso si seguimos por este sendero.

 La Iglesia no es el Reino de Dios

 Así pues, y por concluir: creo que es bueno denunciar pecados de la Iglesia como organización humana; creo que es bueno hacerlo con bondad y rectitud de intención: hacerlo así es profético.

 Sin embargo, creo que es malo rasgarse las vestiduras con demasiada diligencia.

Como creo que no es malo callar según qué cosas.

La conciencia bien formada exige, muchas veces, profundos silencios.

Todas las abominaciones que podamos cometer los hombres, todas las blasfemias, traiciones, abyecciones, dimisiones, fraudes, robos y mentiras están ya escritas.

 Lean la Biblia.

 Y lean al monje Agustín Altisent (DEP), cisterciense, que pasó más de 60 años de su vida cociéndose en el fuego lento de una depresión crónica para dar luz, paz y serenidad a las almas por las que se inmoló en el Monasterio de Poblet. Reclamo su beatificación.

 Lean, pues, este fragmento de un artículo que publicó en los años 90 en “La Vanguardia”:

 “Reino e Iglesia de la tierra no coinciden; no son lo mismo. Lo dice la metáfora del trigo y la cizaña y lo escribió San Agustín tratando de las dos ‘ciudades’ interpenetradas que solo Dios deslindará. De la Iglesia ¡y de allende sus fronteras visibles! se salvará todo lo que sea Reino; lo demás -de fuera ¡y de dentro!- arderá como paja. Por eso no vale, para no ser del Reino, decir que la Iglesia -o ciertos sacerdotes y Papas- no cumplen. Es una pena, pero no vale: el tren del Reino parte a su hora sin esperar ni al Papa: también él tiene que ajustarse al horario. Hay obispos y Papas pintados en el infierno de más de un retablo antiguo (…) El valor del Reino de Dios no se demuestra con razones o artículos, sino haciendo lo que nos exige, sobre todo cuando nos cuesta. Y hacerlo tan libre, alegre y desprendidamente como podamos: como si brotara de nosotros la alegría de Dios (…) ¿Quién hizo más por el Reino cuando Enrique VIII rompió con Roma? ¿Los eclesiásticos y los religiosos que se plegaron al rey, tal vez con planes concordatorios (“Así podremos hacerle volver al buen camino”; el ‘voto útil’, añado de mi cosecha).

 No. El Reino no admite componendas ni trapicheos. Quienes más hicieron por él en la Inglaterra de entonces fueron los cartujos de Londres, ejecutados y descuartizados. Y Tomas Moro, que fue decapitado.”

 El monje no puede ser más claro.

 En la Iglesia o fuera de ella, somos vasijas de barro. Lo decimos con genuflexiones piadosas, sí, pero no lo creemos.

 Un servidor, el primero.

 Porque ni debo juzgar, ni debo dar lecciones, ni debo presumir.

 Pero le prometí al director de este medio, duro y veraz, un artículo.

 Y aquí está. No sé más.

 Ustedes perdonen. Me gustaría huir y esconderme pero no me dejan.

 Paz y Bien.

 

Comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *