Si alguien entrara por primera vez en una liturgia católica ¿qué sensación se llevaría? Y la pregunta no va con segundas para exponer los abusos litúrgicos a los que desgraciadamente estamos tan habituados. La reflexión que quiero compartir en estas breves lineas va por otros derroteros. Me explico. El entonces cardenal Ratzinger nos decía en su hermoso libro “El espíritu de la liturgia. Una introducción”:
“También hoy, la alegría provocada por Dios y por el encuentro con su presencia en la liturgia constituye una inagotable fuerza de inspiración”.
¿Realmente? ¿Podríamos afirmar que esa persona que entrara por primera vez a participar de nuestra liturgia recibiría una inagotable fuerza de inspiración? ¡Sin duda que sí! Pero para ello es necesario que esa liturgia sea la liturgia de la Iglesia y no la inventada o interpretada por el sacerdote que celebra que, con toda la buena fe del mundo no me cabe duda, considera que sus aportes personales son más ricos e inspiradores que lo que nos regala la Iglesia. Fidelidad, como escribía la poeta Marguerite Yourcenar:
“Observar las disciplinas humildes. Fidelidad en las pequeñas cosas.”
La Iglesia nos ordena sacerdotes y, entre otras cosas, nos pide fidelidad, que no es poco. Bien, volviendo sobre el tema en cuestión. No se si es solo mi sensación pero observo cómo a menudo nuestras liturgias abusan mucho de la palabra, en detrimento de otras fuentes de belleza, riqueza e inspiración como son los signos y los gestos. Una liturgia, quizás en exceso, verbalista e inmovilista. Y no hemos de olvidar que la acción litúrgica es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo y como nos dice Sacrosanctum Concilium 7:
“En ella los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la Cabeza y sus miembros, ejerce el culto público íntegro.”
Los signos sensibles y no únicamente el oído. La liturgia es rica en palabras (es Cristo mismo que habla y la Iglesia como su cuerpo se une a la cabeza) pero también a través de los signos y símbolos. La belleza y la riqueza de los signos litúrgicos han de hablar por si mismos. El refranero popular recuerda que “un gesto vale más que mil palabras” y nosotros seguimos empeñados en la verborrea. Valga como ejemplo las eternas y, a veces, pesadas moniciones a cada momento de la eucaristía (ahora vamos a darnos el gesto de la paz que con ello nos unimos a toda la humanidad que desea la paz y que así el gesto no sea únicamente un darse la mano sino que exprese una disposición interior, blablabla…….). No gracias, moniciones las justas y las previstas. Ganaremos todos. En esa especie de “dictadura de la palabra” (excúsenme la expresión) los signos y los gestos a menudo se hacen de cualquier manera e incluso ni se aprecia que se hacen. En el bautismo, por ejemplo, los signos que tanto han inspirado a los santos padres en sus catequesis mistagógicas como el agua, el óleo o la luz en no pocas ocasiones ni se aprecian. El óleo se suele ver (por cuestiones prácticas se entiende) en esos minúsculos cilindros donde apenas hay un minialgodón en cada uno de los tres minicompartimentos para el oleo de los catecumenos, el crisma y el de los enfermos. Cuando ungimos el pecho y la coronilla a no ser que se pongan literalmente encima de la acción nadie ve nada y, con un poco de suerte, algunos escuchan la oración. Resumiendo, que la belleza de la liturgia no se acaba en las palabras y que todo lo que hagamos para recuperar el lenguaje de los signos y los gestos, creo humildemente, que no será tiempo y esfuerzos inútiles y perdidos. Cuando celebramos nuestra fe lo hacemos con todo nuestro ser espíritu y cuerpo, no solo oramos con las palabras, también el cuerpo ora y expresa con enorme riqueza. Como muy bien recogía don José Aldazabal en su excelente libro “Gestos y símbolos”:
“En nuestra acción litúrgica entra de lleno, pues, la corporeidad, no sólo las palabras y las ideas. Naturalmente que los signos externos no son lo principal: pero tampoco se pueden descuidar.”