No descubrimos nada nuevo cuando afirmamos que en la sociedad actual occidental vivimos un exceso de ruido que, sin duda, influye en nuestros estados de ánimo y actitudes: estrés, irritabilidad y, el más peligroso de todos, incapacidad para hacer silencio y reflexionar o meditar. De ahí el relativo éxito que parece que han tenido esas técnicas orientales de relajación para intentar paliar un poco esos efectos nocivos. Para un creyente el silencio no es algo secundario ni prescindible. Todos los santos y los místicos coinciden en señalar que solo en el silencio puede uno escuchar la voz de un Dios que es más amigo de susurrar al oído que de grandes estruendos (Acordémonos, por ejemplo, de la brisa suave de Elías en 1 Re 19). Todos sabemos que hay diversos tipos de silencio: el forzado, fruto de la imposición de otros que le obligan a uno a callarse; el que es fruto de la ignorancia de no saber responder u opinar sobre algo; el pasivo que simplemente queda en blanco sin pensar en nada como quien espera en la parada de autobús; el tenso que es fruto de un desencuentro, de sentirse incómodo con alguien o con algo; etc… Pero nosotros aquí recuperamos el silencio positivo y activo. Ese silencio que nace del interés por lo que el otro tiene que decirme, de escuchar con atención una opinión o una información. El silencio que nace del amor y respeto hacia el que me está hablando y yo con mi silencio atento le doy espacio para que se exprese. Este silencio positivo y activo lejos de aislarnos, como produce los anteriormente mencionados, nos abre al otro y al Otro. Es un silencio que se hace acogida, atención, interés, respeto, reflexión, meditación… que se hace oración. En la liturgia, en concreto hacemos referencia a la eucaristía, el silencio no es tampoco un mal menor o inevitable mientras se pasa de un acto a otro (como parecería ocurrir en el ofertorio cuando el sacerdote está preparando los dones sobre el altar o después de comulgar mientras acaban de recibir los que aún están el fila…). El silencio tiene su significado e importancia en la liturgia como recoge la Instrucción General del Misal Romano que dedica todo el número 45 a la importancia del silencio en la celebración litúrgica:
“Debe guardarse también, en el momento en que corresponde, como parte de la celebración, un sagrado silencio. Sin embargo, su naturaleza depende del momento en que se observa en cada celebración. Pues en el acto penitencial y después de la invitación a orar, cada uno se recoge en sí mismo; pero terminada la lectura o la homilía, todos meditan brevemente lo que escucharon; y después de la Comunión, alaban a Dios en su corazón y oran. Ya desde antes de la celebración misma, es laudable que se guarde silencio en la iglesia, en la sacristía, en el “secretarium” y en los lugares más cercanos para que todos se dispongan devota y debidamente para la acción sagrada.”
Un “sagrado silencio” que invita al recogimiento, a la escucha atenta de la Palabra, al estar más receptivos al lenguaje de los gestos, al apreciar la belleza de los signos y símbolos litúrgicos, en definitiva, un silencio que es expresión de la participación activa de la comunidad en la celebración y que se hace alabanza y plegaria. No hemos de tenerle miedo a los silencios litúrgicos. Y hemos de educar a nuestra gente a saborear más y mejor los silencios. El canto forma parte de la oración y la celebración pero no deben usarse indiscriminadamente para rellenar silencios “incómodos” o para amenizar la espera entre un momento y otro. Los cantos tienen su momento y su lugar. El silencio, también.