El episcopado, ¿dignidad o servicio?

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Me he animado a escribir estas líneas después de una conversación con un amigo y hermano sacerdote de Valladolid. La conversación surge motivada por la espera del nombramiento de un obispo auxiliar en la capital castellana. Mi amigo me comenta «es curioso que no se sabe nada de nada del futuro auxiliar y ya estamos casi en navidad», bromeando le digo «quizás no lo tengo muy lejos» refiriéndome a él, que todo sea dicho de paso, es un excelente sacerdote y religioso de eterna sonrisa muy estimado por la gente.  Su respuesta fue inmediata, «Dios me libre, no soy digno». No es la primera vez que oigo esa respuesta ante este asunto. Me hizo pensar.

Parto del principio de que ningún consagrado debemos pensar que hemos sido o somos dignos de tal vocación. La vocación a consagrar la vida al servicio de la Iglesia y del pueblo de Dios no creo yo que tenga mucho que ver con «dignidades» sino con compromisos. Dios, a menudo, no llama a los más dignos, llama a quien quiere y porque quiere. Es más, la historia nos recuerda (y doy fe de ello) que, a menudo, el Señor llama a «renglones bien torcidos» y personas bien conscientes de sus limitaciones y pecados. Pero es que demasiadas veces seguimos pensando y hablando de dignidades. TODO ES GRACIA.

La mentalidad mundana del mérito ha hecho y, por desgracia, sigue haciendo mucho daño también a la Iglesia. A veces da la sensación de que no hemos entendido aún lo del hijo mayor de la parábola del Hijo pródigo o del Padre misericordioso… que se indignaba ante la misericordia de su Padre considerando que él era más digno de recibir regalos de su padre que su hermano pequeño y pecador. A Dios no nos lo ganamos nunca. Dios, en su infinita misericordia, se nos regala.

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Cada vez que oigo esa respuesta de «no soy digno» me nace la misma pregunta… pero, ¿es que alguien es digno?

Pero sin irnos al episcopado… ¿acaso soy digno de este tremendo regalo que es el sacerdocio? Que no se trata de dignidades sino de compromiso. Cada vez estoy más convencido que la frase de 1 Timoteo 3,1:

«Es muy cierta esta afirmación: «El que aspira a presidir la comunidad, desea ejercer una noble función».»

habla de quien tiene ganas de remangarse y ponerse a servir. El Señor no llama para condecorar a nadie ni con medallas ni con insignias, llama para hacer pescadores de hombres y trabajadores a la viña.

Por supuesto que nadie somos dignos para semejante responsabilidad pero es que no nos anunciamos a nosotros mismos y nuestras dignidades sino que se nos llama para anunciarle a Él, al Señor, al dueño de la Mies. Nosotros somos simples vasijas de barro pero eso sí… portamos un tremendo tesoro: Cristo. Lo que creo yo que se exige de nosotros es humildad para reconocernos pequeños ante un encargo tan grande, fidelidad a Cristo y a la Iglesia para no caer en la tentación de anunciarnos a nosotros mismos y compromiso con una vida entrega desde la misericordia y la compasión teniendo como modelo al buen pastor.

Con razón en el ritual de ordenación cuando invocamos la intercesión de los santos pedimos:

«Oremos, hermanos, para que, en bien de la santa Iglesia, el Dios de todo poder y bondad, derrame sobre este elegido la abundancia de su gracia.»

El servicio a la comunidad, el pastorear el pueblo de Dios con un corazón compasivo y misericordioso, la fidelidad a la Iglesia-esposa es únicamente posible con la gracia del Señor y la asistencia del Espíritu Santo.

La dignidad a la que hace referencia el ritual de ordenación de presbíteros cuando el obispo pregunta si son dignos no tiene que ver con dignidades humanas sino con una vida de entrega y el compromiso de crecer en la fe y en el camino de la santidad, que no es poco.

El Papa Francisco en su discurso a la reunión de la Congregación para los obispos del 27 de febrero del 2014 habla del obispo como el testigo de la resurrección citando a Hechos 1, 21-22. Y más concretamente traza las líneas fundamentales para tener en cuenta:

«Por lo tanto, para reconocer a un obispo, no sirve la contabilidad de las cualidades humanas, intelectuales, culturales y ni siquiera pastorales. El perfil de un obispo no es la suma algebraica de sus virtudes. Es cierto que es necesario uno que sea excelente (cic, can. 378 § 1): su integridad humana asegura la capacidad de relaciones sanas, equilibradas, para no proyectar en los demás sus propias carencias y convertirse en un factor de inestabilidad; su solidez cristiana es esencial para promover la fraternidad y la comunión; su comportamiento recto asegura la medida alta de los discípulos del Señor; su preparación cultural le permite dialogar con los hombres y sus culturas; su ortodoxia y fidelidad a la Verdad completa custodiada por la Iglesia hace de él una columna y un punto de referencia; su disciplina interior y exterior permite el dominio de sí y abre espacio para la acogida y la guía de los demás; su capacidad de gobernar con paterna firmeza garantiza la seguridad de la autoridad que ayuda a crecer; su transparencia y su desprendimiento al administrar los bienes de la comunidad confieren autoridad y atrae la estima de todos (…) Es el Espíritu del Resucitado quien forma a sus testigos, quien integra y eleva las cualidades y los valores edificando al obispo.»

Danos, Señor, pastores según tu corazón!

Así, podemos concluir que es una llamada a SERVIR, a entregarse por su esposa la Iglesia amando ardientemente a su Señor, gastando la vida por el pueblo que se le ha confiado y siendo compañero de camino de su gente, animador de la vida diocesana, padre y hermano de sus sacerdotes y fiel custodio de la fe de la Iglesia. Viviendo así, una vida de servicio y fidelidad, huyendo de vanidades del mundo que condecoran con reconocimientos y títulos humanos.

La dignidad del ministerio viene por la fidelidad a la Iglesia a la que se sirve y la continuidad a la revelación custodiada celosamente durante siglos desde los apóstoles.

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