Nos preguntábamos en la entrada anterior si hay algún rasgo de los “liberalismos” que los unifica y permite llamarles de esa manera. La apelación al nombre es útil para encontrar la nota definitoria: liberalismo proviene de libertad. Y ello es así porque la nota distintiva esencial está en el principio fontal de todos los liberalismos que sean relativamente coherentes: el principio libertad. El Cardenal Billot hablando del liberalismo religioso, se creyó obligado a “ascender” a este principio unificador; hagámoslo también nosotros con tan prestigiosa guía:
“La libertad es el bien fundamental, santo e inviolable del hombre, contra el cual es un sacrilegio atentar por medio de la coacción; y de tal modo esta misma irrestringible libertad debe ser puesta como piedra inconmovible sobre la cual se organice todo de hecho en la humana convivencia, y como norma inconmovible según la cual se juzgue todo de derecho, que sólo sea dicha equitativa, buena y justa la condición de una sociedad que descanse en el citado principio de la inviolable libertad individual; inicua y perversa, la que sea de otro modo”.
«La libertad de la que tratamos ahora no es… la facultad del libre albedrío, consistente en el dominio de la voluntad sobre sus actos… De esta libertad, que es libertad de necesidad intrínseca, que lleva consigo obligaciones de conciencia y que nos hace observantes de la ley moral, el liberalismo no se ocupa, y tanto no se ocupa que la mayor parte de sus secuaces son puros materialistas, que no reconocen en el hombre sino los principios del movimiento espontáneo, según el instinto y la determinación de la naturaleza. En todo caso, admitan o no el libre albedrío en su sentido propio y metafísico, no hacen de él en cuanto tal su ídolo, sino de la facultad de usar de la propia actividad, cualquiera sea ella, sin ninguna coacción exterior que impida su autónoma expresión”.