| 26 enero, 2013
Con esta entrada ponemos fin a la serie de cuatro destinada a recordar la doctrina tradicional sobre las relaciones Iglesia-Estado.
1. La tolerancia consiste, como ya hemos dicho, en no impedir un comportamiento sin aprobarlo, y por tanto se realiza a través de una omisión. En líneas generales, no impedir sin aprobar no es per se, ni hacer el mal para obtener un bien, ni cooperar formalmente a un pecado o a un delito del prójimo. En cuanto puede ser considerado como un remoto facilitar a través de una omisión, la tolerancia podrá ser en algunos casos una cooperación material, que puede ser moralmente lícita. Mientras los preceptos morales negativos son absolutos, de forma que nunca es moralmente lícito hacer lo que ellos prohíben, los preceptos morales positivos -como son los deberes de impedir- no obligan semper et pro semper, ya que el bien que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias las cuales no se pueden prever globalmente con antelación. Cuando reprimir un error religioso comporta causar un mayor mal o impedir un bien superior, la tolerancia está justificada y, en muchos casos, será incluso obligatoria.
2. Hasta el final del pontificado de Pío XII, existía fuerte consciencia de que ningún Estado podría dar un mandato positivo o una positiva autorización de enseñar o hacer lo contrario a la verdad religiosa. Por lo que, con apoyo en las distinciones de la Teología Moral sobre la cooperación al mal, la doctrina reprobaba cualquier cooperación formal con los cultos falsos, al tiempo que analizaba los distintos supuestos de cooperación material legítima que podrían plantearse en relación con la regulación legal de las confesiones disidentes en el seno de un Estado católico.
Los tratadistas del Derecho Público Eclesiástico explicaban la naturaleza de las normas reguladoras de las confesiones acatólicas incluyéndolas en la categoría de las leyes permisivas. Estas leyes son fuente de derechos subjetivos positivos -no naturales como en el Vaticano II- de carácter esencialmente negativo, porque otorgan a sus titulares el poder de exigir una abstención u omisión. Estos derechos de libertad extrínseca, como tales, no consisten formalmente en una autorización positiva de hacer algo (esto o aquello), sino simplemente en la consagración de la independencia que, frente al Estado u otro sujeto cualquiera, corresponde a los miembros de las confesiones en tanto que ciudadanos o simples habitantes de un Estado.
3. Además, los especialistas más connotados del Ius publicum ecclesiasticum (Ottaviani, Cavagnis, Conte a Coronata, etc.) trataban de solucionar los casos más frecuentes que la tolerancia podía plantear a la conciencia del gobernante católico en lo relativo a la regulación de los grupos religiosos tolerados. Entre los distintos supuestos, cabe mencionar ahora los siguientes:
a) Organización. Si la confesión no se halla organizada, hacerlo es cooperación formal en beneficio del error, y, como tal, absolutamente prohibida. Pero no obraría mal el gobernante que permitiera a los miembros de una confesión organizarse por su cuenta y riesgo cuando, de lo contrario, se temiera fundadamente algún serio trastorno para la sociedad.
b) Reconocimiento de personalidad jurídica. Si ya existe de hecho la confesión, y hay motivos proporcionados, puede el Estado reconocerle personalidad jurídica.
c) Posesión de bienes temporales. Es éste un derecho inherente a la personalidad jurídica. No hay dificultad, por tanto, en que lo reconozca el Estado católico. Incluso se puede exigir a los miembros el pago de los tributos destinados a la propia confesión.
d) Ayuda material. No puede el Estado otorgarla como cooperación positiva y formal. Tal sería si tuviese en vista la confesión falsa como tal. Pero si entiende dirigir esta ayuda a la comunidad que la forma, es decir, a sus miembros en cuanto son ciudadanos que cooperan al bien común político, aun con la previsión de que se utilicen dichos dineros en favor de su confesión, no es de por sí ilícita la cooperación. Porque interviniendo todos los ciudadanos en el mantenimiento del erario, éste viene a pertenecer en realidad a todos, y ha de aplicarse, por lo mismo, a los interesados, proporcionalmente a la actividad que desarrollan.
e) Protección penal. El Estado católico puede reprimir los delitos que se cometen contra los miembros de una confesión tolerada y aun contra la confesión misma, pero como delitos civiles que perturban el orden público, no en defensa de la falsa religión.
Sin ánimo de agotar con una casuística interminable, lo cierto es que la enseñanza sobre la tolerancia formulada por Pío XII, unida a las aportaciones de la doctrina iuspublicista, había alcanzado un amplio desarrollo, mostraba capacidad de adaptación a las circunstancias del siglo XX y no sometía a los acatólicos a una discriminación injusta.