Todo tiempo pasado fue anterior (II)

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Segunda y última parte de la descripción de los mores isabelinos. 


Otros aspectos de la sociedad moderada: los escaparates de que empiezan a poblarse las calles principales, la Prensa, que empieza a venderse en la calle, los Colegios electorales., las carreras universitarias, las Casas de baños y los bañistas. Pero lo más interesante de los mores de la época es lo que ellos llaman el triunfo del «gran nivelador de la sociedad moderna», el predominio e intromisión en todo de la «estadística», que consideran como la «Inquisición moderna». Se ve en ella la tendencia a reducirlo todo a número (Anuarios estadísticos), los bienes (Catastro con sus «triángulos geodésicos», etc.) y las personas (Censo, Registro Civil, Oficinas de Reclutamiento). En los viajes por ferrocarril escandaliza, no el clasismo social de la primera, segunda, y tercera ciase, sino el «encasillamiento» de los hombres en unas «jaulas» de la misma manera que en la «facturación» de los baúles, cada uno de ellos sea sustituido por un «número», o que por un «número» se trueque también la personalidad, y esto perece más grave, en los «billetes al portador». Las «sociedades mortuorias» o Funerarias constituyen también otro tema de escándalo: si en la Bolsa se trafica con los «efectos», aquí son los «afectos» o su exhibición, lo que se contrata —«almacén de lágrimas»—, según el grado de pena que importe mostrar. Frente a esta nueva ordenación de la vida necesaria en la nueva sociedad —como todavía ayer, y aun hoy, por algunos rezagados, frente al predominio de la técnica— se experimenta la nostalgia de una dignidad individual a la antigua, que se siente herida por la intromisión pública y la «contabilización» o computación censual de la existencia.

Por lo demás, se acepta, claro está, con satisfacción y el gusto de lo nuevo esta elevación —puramente minoritaria— de bienestar. Las obras públicas y toda clase de progresos materiales, el Boletín comercial con la cotización de la Bolsa, y la crónica de sociedad se convierten en noticias de los diarios. Antonio Flores tiene al respecto una observación de pasada, pero increíblemente clarividente para hecha, desde España, (recién abierta a Europa = Francia), en 1850: «En los Estados Unidos hacia cuyo bienestar material caminamos todos…».

En efecto, en esto quedan las «moderadas» aspiraciones de la época: bienestar creciente para unos pocos, obtenido mediante habilidades, componendas o especulaciones y «negocios»; y mantenimiento a toda costa del orden establecido. Y por debajo de tan modestas pretensiones, un tremendo escepticismo, y una indiferencia total por el pueblo, por la verdadera nación española.


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El amor, exaltado hasta los cielos, o hundido hasta lo más profundo de los infiernos por los románticos se ajusta, como todo, al patrón general de moderación y mediocricidad. El «amor romántico» es concebido ahora como una «aventura» o sucesión de aventuras por las que está bien que los jóvenes pasen antes de contraer matrimonio. Pero éste y la familia son, en el orden privado, los soportes del orden social, orden que el Gobierno tiene por misión mantener también, aunque en otro plano, el público. 

La sociedad burguesa impone sus principios en materia de moral sexual, principios que, son, en apariencia, los mismos de la moral cristiana, pero desnaturalizados en su verdadero sentido por la, a veces inconsciente, mercantilización de la existencia. La virginidad es ahora un ahorro de sentimientos y actos amorosos para su buena «inversión». La doble moral sexual, diferente para el hombre y la mujer, se comprende muy bien desde esta valoración de la «legitimidad», respetable y mercantil, de la prole. El marido, por el contrario, siempre que se comporte con discreción y no atente a su propia respetabilidad, es libre para contravenir las leyes de la fidelidad: con ese fin se desarrolla al máximum, en este siglo eminentemente mercantil, en el que libremente se compra y se vende todo, y el trabajo se convierte en una mercancía, la compraventa del amor, es decir, la prostitución. La idea de la «defensa de la sociedad», que ya encontrábamos en Larra, se transfiere ahora, con toda energía, a la institución del matrimonio y la familia. La gazmoñería que rodea, por lo general, a la relación sexual conyugal —y que se considera prenda, inestimable en su valor, de la honestidad de la mujer «decente»—, es compensada por la licenciosidad en el amor venal. Y el fariseísmo constitutivo de la moral burguesa viene a cubrirlo todo, siempre que se sepan «guardar las apariencias».

En suma, la disociación de la personalidad, el individualismo, el «vivir en falso», adoptando miméticamente usos extranjeros que no corresponden a la auténtica realidad española y, como acabamos de ver, la mercantilización de la vida, compensada por el fariseísmo, constituyen los rasgos principales de la moral moderada que, según hemos visto también, practicó una política pseudo-liberal (tras la cual se ejercía siempre, de hecho, una dictadura más o menos embozada), una política pseudo-industrial (cuya finalidad subjetiva eran las especulaciones por todo lo alto), una política pseudo-patriótica (África, Méjico, Cochinchina, el Callao, campañas imitativa; de las llevadas a cabo por Napoleón) y, como acabamos de ver, una pseudos-moral amorosa y sexual.
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