Todo tiempo pasado fue anterior (I)

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Se ha dicho innúmeras veces que la historia es maestra de la vida. Un lector de la bitácora nos ha hecho llegar un texto que publicaremos en tres partes sobre las costumbres religiosas del siglo XIX. Si se  lee con atención, podrán verse los inicios de actitudes vigentes en la actualidad.
La forma moderada de vida intenta empalmar con la actitud existencial de la Ilustración y prolongarla. Pero la pérdida de la fe en las «luces» de la razón, el escepticismo constitutivo del moderantismo, y el apetito de un fácil lucro, hicieron que la austeridad, virtud capital de la Ilustración, no se manifestase sino, en un sector de la Administración, cuyos rectores, Javier de Burgos y sus colaboradores, procedían directamente de aquélla o habían heredado su espíritu. La idea de la Administración como «Fomento», de la actividad laboriosa e industrial de los españoles, apenas pudo contrarrestar débilmente —salvo en Cataluña, donde con un sello propio se desarrollan en esta época las típicas virtudes burguesas— la desmoralización profunda.
Desmoralización cuidadosamente cubierta por la gazmoñería que, como se ha hecho notar, fue concienzudamente practicada por la «gente seria» que rigió la sociedad, entre 1843 y 1868. Hay en el estilo isabelino, tan diferente, por lo demás, del Victoriano inglés, una nota común: la intolerancia para hablar de verdad sobre las cosas y vivir una vida verdadera.
Pensemos, para empezar, en la religiosidad moderada. La disociación entre la religiosidad pública —exigida, diríamos, sociológicamente— y el escepticismo interior, es una característica de la forma moderada de vida. La precariedad de un catolicismo a la vez conservador y relativamente moderno —apenas representado más que por Balmes— hicieron imposible que la religión informara, de verdad, la existencia entera. Por eso encontramos durante esta época moderados que, por supuesto, predican políticamente la Alianza del Trono y el Altar y son, sin embargo, personal, privadamente, por completo escépticos; liberales públicamente, anticlericales furibundos que, pese a ello, conservan más o menos, la fe católica; grandes damas, la Reina a la cabeza, sumamente devotas y aun supersticiosas, cuya moral privada, en materia sexual, no tenía nada que ver con la predicada por el cristianismo; y asimismo caballeros cuya respetable y aun solemne religiosidad aparencial se aliaba fácilmente con la corrupción de los mores político-financieros.
El caso, que destaco por «ejemplar», de Isabel II, es sumamente expresivo. Dominada en su vida pública por escrúpulos religiosos, fomentados por la correspondiente «camarilla», lo que le llevó a constituir, siguiendo el ejemplo de su madre, un «partido de la Corte» —el moderado primero y luego también la llamada «Unión Liberal»— y a procurar a todo trance excluir del gobierno al anticlerical progresista, tuvo a gala ser, en un sentido superficial, pero en la época sumamente apreciado, más católica que ningún otro Soberano de su tiempo» y así, en 1854, con ocasión de la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción, regaló al Santo Padre una tiara de dos millones de reales; gestión católico-pública, militante y constante que le valió el que en 1867 —repárese en la fecha: justo en vísperas de la Revolución— Pío IX le confiriese la más alta condecoración vaticana, la «Rosa de Oro». Pero esta misma reina cristianísima practicó una libertad de costumbres sexuales que no tenía nada que envidiar a la de las más traídas y llevadas artistas de cine de nuestros tiempos. Una disociación moral unida a la esperanza de que el pecca fortiter fuese redimido por la actitud política intransigentemente «católica».
Esta escisión entre la vida pública y la vida privada —típica del liberalismo, entendido a la manera del siglo XIX— es común, a la de ciertos prohombres tradicionalistas, o muy próximos a ellos, de períodos subsiguientes. La religión —al igual que todo lo demás— es vivida con gesto retórico, como «apologética», como defensa de los Estados pontificios y de los intereses del Vaticano, como unión de la Iglesia y el Estado, etc.; es decir, mucho más como una actitud pública que como una auténtica disposición espiritual. De ahí el contraste entre esa religiosidad de relumbrón, procesiones y discursos patriótico-religiosos, pero que, en el fondo, no informa, o apenas, la vida, y la coherencia moral personal de los krausistas y, más tarde, de los hombres de la Institución Libre de Enseñanza.
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