| 20 diciembre, 2011
EN INTERÉS DEL SANTUARIO Y DE LA CIUDAD
Se adivina, a través de estas evocaciones, cómo una justa, una inteligente distinción del poder espiritual y del poder temporal es indispensable y quizá decisiva.
En interés del santuario.
En interés del orden cristiano que debe unirlos en un TODO no totalitario.
Sólo esta distinción práctica, efectiva, puede ofrecer al apostolado por un lado, a la acción cívica, social, política, por otro, la libertad indispensable para sus misiones respectivas y complementarias.
Sólo ella puede permitirlo todo armoniosamente. Sin excesos o abandonos culpables en lo temporal. Sin pusilanimidad apostólica en lo espiritual.
Valga el ejemplo de San Francisco de Asís soñando con ganar para Cristo el “Miramamolín” o gran sultán de entonces y embarcarse en Ancona para Tierra Santa. ¿Cabe pensar que, para facilitar el éxito psicológico de su misión totalmente espiritual, hubiera pedido la retirada previa de aquellos que en Oriente o el Mediterráneo montaban la guardia para impedir a los berberiscos devastar las costas cristianas y ejercer la piratería?
Tal locura no pasó, sin duda alguna, por la imaginación de nadie, tal era el sentido que tenían en aquella época de los dos poderes independientes, complementarios en la unidad de un mismo espíritu. Y de los primeros franciscanos que partieron para África del Norte, varios fueron martirizados, sin que sus destinos heroicos sirvieran de argumento para minorar la vigilancia reclamada a los poderes políticos encargados de defender al conjunto de personas y de bienes que constituían la “ciudad terrena”.
¡Señal y beneficio de sabiduría divina!
Pues el orden establecido por la Providencia es demasiado sabio, suficientemente armonioso, para que hallemos aquí materia para una gran lección.
Desde hace mucho tiempo se ha observado que Dios une a todo noble deber un interés o un placer. Hasta el punto de que sería contrario a la sabiduría divina un orden donde quien estuviera sujeto a una obligación tuviera menos interés (o placer) que otro en cumplirla bien.
Pero es un hecho que el deber de defensa temporal, de defensa cívica no se presenta normalmente al clérigo con el carácter de un interés inmediato, directo, evidente, que ofrece al seglar como tal. El clérigo (y tanto más cuanto más virtuoso es), está y debe estar muy apartado personalmente de estas “contingencias” para ser el buen, el verdadero defensor… según Dios.
Cuanto un padre de familia tiene el deber y el interés de conservar y defender hasta su último suspiro, puede no ser para el clérigo sino ocasión de piadoso desasimiento.
Pero ese desasimiento de los bienes temporales, ese gusto exclusivo –suponemos—de las cosas espirituales, pueden incitar al clérigo a desconocer la importancia de los valores que un padre de familia apreciará inmediatamente. Mucho mejor que un excelente razonamiento, la experiencia cotidiana permite aprender al seglar cuánto representan esos valores para la paz, la duración, la armonía material y moral de su hogar.
Universo concreto que puede y debe ser regido, sin duda alguna, desde lo alto por la doctrina de que es guardián el sacerdote; pero la gestión en la defensa práctica de ese hogar no es ni puede serlo de competencia ordinaria el clero.
Pues… el sacerdote ignora cuanto concierne a la defensa práctica a que aludíamos, y esta ignorancia puede ser desastrosa cuando rebasa su propia competencia: médico de las almas, testigo del espíritu, ¡hombre de doctrina! No de programas. Sólo algunos, muy pocos y muy grandes, fueron los santos que sin inconvenientes pudieron entregarse al trabajo de ambos órdenes sin que su función política dañase su perfeccionamiento espiritual. Sin que su desprendimiento impidiese la defensa temporal que como políticos creyeron deber realizar.
Pero, aun sin olvidar esos casos magníficos, la Historia muestra a menudo a clérigos devorados por la ambición del siglo, presuntuosos, estériles o devastadores. ¡Por un San Bernardo de Clairvaux, cuántos abates Grégoire, cuántos Cauchon, cuántos Jacobin, cuántos Daveziers! Por un San Ambrosio, impidiendo a Teodosio la entrada a la Iglesia de Milán, cuántos prelados temerosos de ser denunciados como “integristas” en “Le Monde”.
Dos clases de peligros amenazan de ordinario la acción del clero cuando éste pretende gobernar directamente lo temporal.
Una primera tendencia desprecia muchos bienes muy respetables y defendibles. Sea por generosidad, sea por una especia de pía demagogia y deseo de mostrar hasta qué extremo la Iglesia no teme ninguna novedad y procura hallarse en la vanguardia del “sentido de la Historia”.
La otra forma del peligro clerical estriba en un rigorismo de principios, en una concepción idealista de las cosas y en la aplicación brutal, inmediata, sin matices de nociones doctrinales, tal vez justas, pero demasiado abstractamente concebidas e impuestas. Sin atender a las innumerables circunstancias de tiempo y de lugar.
Esto demuestra el sinnúmero de inconvenientes de que adolecen las dos fórmulas extremas: la que se podría llamar de Savonarola y la de los sacerdotes obreros pasados a la Revolución.