| 18 noviembre, 2011
¿EXISTE AÚN UN PODER TEMPORAL DEL LAICADO CRISTIANO?
De esos dos poderes sólo subsiste el espiritual.
Cuando se habla hoy del laicado, no es sino refiriéndose al laicado en cuanto se halla sometido a la autoridad de los clérigos, encargado por ellos de una misión apostólica dimanante a ese título del poder espiritual.
De ahí la importancia del “mandato”.
Pues para actuar en ese dominio —el del poder espiritual— un seglar no tiene como tal, sin duda, autoridad alguna. Es, pues, justo que sea necesario un “mandato” de la jerarquía para actuar en este terreno.
Pero así como parece que nada hay que añadir por ese lado, no parece tan sencillo por el otro.
Ya que si se admite que el seglar, más que el clérigo, es el hombre de lo temporal, ¿qué pensar de la transformación de su poder desde que el flujo revolucionario ha barrido esos emperadores, reyes, autoridades (cristianas) de los cuales es el muy democrático heredero?
El emperador, los reyes (etc.) podían ciertamente, a veces, y quizá demasiado a menudo, no representar convenientemente los intereses temporales legítimos de la sociedad cristiana (sociedad de seglares)… por lo menos el emperador, los reyes (etc.), presentaban la ventaja de no ser una mera forma impalpable.
El emperador, los reyes (etc.) eran capaces de hacerse oír, respetar y temer. Capaces, en lo temporal, de defender al pueblo cristiano y a su “ciudad carnal”, de la cual no es inexacto decir que viene a ser el “cuerpo de la ciudad de Dios”.
Ciudad a la cual no es exacto decir que únicamente el poder temporal debe protegerla, pero sí que éste, por estar más interesado en esto que el clero, es el único que está capacitado para poderla defender hasta el límite. Es decir, mucho más allá de las líneas de resistencia que el poder espiritual puede mantener eficazmente.
En este sentido, pues, el laicado cristiano existía realmente antaño (como tal, en lo temporal), porque estaba no menos realmente defendido (como tal, en lo temporal).
Defensa no reducida a algunas declaraciones doctorales. Incluso firmes, incluso no ambiguas. Pero defensa asegurada en lo necesario por la espada, la maza, el mosquete. Cualesquiera que pudieran haber sido, por otra parte, las perspectivas de apostolado propuestas por la jerarquía eclesiástica.
La Revolución ha cambiado todo esto.
“Al decapitar a Luis XVI… ha decapitado al laicado…”, ha escrito Michel Carronges en Laïcat Mythe ou Réalité. Luego –dice en substancia—el laicado cristiano progresivamente se ha ido pulverizando, mientras que el Estado laico se hinchaba con toda la sustancia así eliminada. La separación de la Iglesia y del Estado ha sido el resultado final de esta evolución.
Como declaró Henri Marrou a la “Semaine des Intellectueles Catholiques” de 1961: “Hoy, por primera vez en su historia, el Poder espiritual (en Francia) se ejerce sin contrapeso institucional…” (por parte de un poder temporal cristiano).
Se comprende, pues, que, en tal estado de cosas, los vocablos enfáticos de “promoción del laicado” o de “laicos adultos” suscitan una actitud crítica, incluso un gran escepticismo.
En un número de la revista Resurréction, publicado en 1957, Joseph Folliet declaraba a propósito de la independencia del laicado: “Hagámoslo constar: no se trata propiamente de la independencia del seglar frente al clérigo, sino de saber de qué clérigo prefiere depender. Una definición del seglar emancipado podría ser: el seglar que dice de su obispo lo malo que le apunta un sacerdote o un religioso.”
Como ha subrayado muy bien un autor tan poco sospechoso de anticlericalismo como Jean de Fabrègues: “Los clérigos, cuando como tales clérigos quieren tomar la dirección del mundo temporal, son muy capaces de sacrificar el mundo cristiano a las ambigüedades del poder clerical.”