La exposición mediática del Papa es un fenómeno que puede parecernos ‘normal’, y que de hecho lo es, en esta fase de la Historia; pero es un fenómeno tan aparatoso que, inevitablemente, afecta la vida de los católicos, si no en lo sustantivo de su fe, al menos en la forma de vivirla. Durante siglos, un católico podía morirse muy tranquilamente sin saber siquiera quién era el Papa de Roma; o sabiéndolo solo de forma muy brumosa, ignorando si era gordo o flaco, alto o bajo, taciturno o dicharachero, finísimo teólogo o rustiquísimo pastor. Durante siglos, a un católico le bastaba con saber que en Roma había un hombre que era vicario de Cristo en la Tierra; y que ese hombre, cuya sucesión estaba asegurada, custodiaba el depósito de la fe que él profesaba, heredada de sus antepasados. Durante siglos, un católico vivía su fe en la oración, en la frecuentación de los sacramentos y en la celebración comunitaria; y las únicas enseñanzas que recibía eran las que el cura de su aldea lanzaba desde el púlpito y las que le transmitían sus mayores, al calor del hogar. Así ocurrió desde la fundación de la Iglesia hasta hace unos pocos siglos; y aquella fue la edad de oro de la Cristiandad.
Telepapa
| 20 abril, 2013
Por Juan Manuel de Prada.
Antes de alcanzar esta fase mediática de la Historia hubo otra fase intermedia, en la que la difusión de la imprenta permitió a un católico curioso conocer los pronunciamientos de los papas en cuestiones de fe y moral, a través de sus encíclicas; y también, si acaso, las dificultades que el papado atravesaba, en medio del concierto político internacional. Para entonces, un católico conocía la efigie del Papa, gracias a las estampitas; y, si era lector ávido de periódicos y revistas, podía hacerse una idea somera de las líneas maestras de su pontificado. Pero una inmensa mayoría de católicos seguía ignorante de tales particulares; y seguía viviendo su fe al modo tradicional: en comunión con sus paisanos y atendiendo las enseñanzas del cura de su aldea, que tal vez fuera un santo o tal vez un hombre de moral relajada y hasta disoluta; cuestión que el católico de a pie se le antojaba más bien baladí, pues le bastaba con saber que, santo o libertino, ese cura, mientras oficiaba la misa, era ‘otro Cristo’.Era una época en que las instituciones estaban por encima de las personas que las encarnaban.
Pero llegó esta fase mediática de la Historia, y todo se descabaló. El Papa, de repente, se convirtió en una figura omnipresente; y el católico de a pie empezó a conocer intimidades peregrinas sobre el Papa: empezó a saber si el Papa padecía gota o calvicie; empezó a saber si le gustaba el fútbol o el ajedrez; empezó a saber si era austero o magnificente en el vestir; si calzaba zapatos de tafilete o cordobán; si gustaba de probarse el sombrero de mariachi o el tricornio que le obsequiaban los fieles que recibía en audiencia, o declinaba tan dudoso honor. Y se le dijo que, conociendo tales intimidades peregrinas, el católico podría amar más acendradamente al Papa, que de este modo se tornaría más «humano», más «cercano» y «accesible». Afirmación por completo grotesca, pues el Papa no tiene otra misión en la tierra que ser vicario de Cristo en la tierra; y, para aproximarse a Cristo, para hacerlo más «humano», «cercano» y «accesible», el mismo Cristo ya nos dejó la receta: «Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregrino fui y me acogisteis», etcétera. No es conociendo intimidades peregrinas del Papa como el católico se acerca a Cristo, sino padeciendo con los ‘pequeñuelos’ en los que Cristo se copia.
Cabe preguntarse si, por el contrario, esa omnipresencia mediática del Papa no contribuye a que la fe del católico se distraiga o enfríe. Cabe preguntarse si el seguimiento mediático del Papa no tan solo en sus pronunciamientos sobre cuestiones que afectan a la fe y a la moral, sino en las más diversas chorradas cotidianas no genera una suerte de ‘papolatría’, en todo ajena a la tradición católica y más bien limítrofe al fenómeno fan que provocan cantantes, futbolistas o actores. Cabe preguntarse también si esa exposición mediática tan abusiva del Papa no genera una distorsión en la transmisión de la fe. Pues si Cristo hubiese deseado que la fe se transmitiera ‘a lo grande’, habría inventado de una tacada el megáfono, la radiofonía, las antenas repetidoras, la línea ADSL, la TDT y las redes sociales de Internet; y, habiendo podido hacerlo, prefirió que la fe se transmitiera en el calor del trato humano, a través de pequeñas comunidades que fueron ampliándose mediante el testimonio personal e intransferible corazón a corazón de sus seguidores.
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