| 26 agosto, 2011
Para anticiparnos a posibles críticas debemos decir que nos parece un gran bien que en las JMJ se administre el Sacramento de la Penitencia en confesionarios provistos de la rejilla fija.
No nos gusta, en cambio, la peregrina inspiración arquitectónica que busca hacer un confesonario que se parezca a una tabla de surf, síntoma de lo que Romano Amerio llamó la «juvenilización de la Iglesia». Nos disgusta porque el confesionario no sólo es como una prolongación del sigilo sacramental, que guarda la intimidad de los penitentes mediante la rejilla, sino también un medio para simbolizar el carácter sobrenatural de la confesión y el gran misterio de la misericordia divina.
En fin, parece que estamos ante un síntoma más de la juvenilización eclesial anticipada por Tonneau (en traducción de, el Brigante):
El hombre clásico, enamorado de la razón, tendía a la sabiduría, pues la sabiduría no hace sino realizar a la perfección el voto de la razón, que es el de descubrir y de realizar el orden. El sabio es el que ve y pone todas las cosas en su lugar, en su rango, en relación con el conjunto del universo y con las causas primordiales. El hombre de hoy ha perdido el gusto de la sabiduría: ha colocado su ideal en otro lugar. No solamente idolatra la juventud, sino que comparte las flaquezas espirituales de una adolescencia inadaptada y abortada. Para los médicos, los psicólogos y los moralistas de la antigüedad y para los educadores que, hasta no hace demasiado tiempo, seguían los preceptos de la pedagogía clásica, la juventud era un período de crisis, de preparación (…). En el niño y en el adolescente se educaba al hombre eterno.
Hoy, excepción hecha de algunos círculos conservadores, el esfuerzo va dirigido a desarrollar en el niño y en el joven precisamente sus rasgos característicos. La juventud ya no es una edad preparatoria para la vida adulta, sino que constituye una edad perfecta en su género. Se trata de que consiga todas sus promesas. Más aún: muchos modernos –más o menos derivados de Rousseau y del romanticismo– han elevado esta “edad perfecta en su género” al rango del ideal, de un estado privilegiado del que no se sale sin incurrir en decadencia. La misma idea de que pueda existir un progreso humano en el paso de la juventud a la madurez y de ésta a la vejez, parece una antigualla. Un fenómeno semejante señala un cambio en el orden de los valores antropológicos.»
Fr. Jean Tonneau O.P Loi et éducation chrétienne, en «Prudence chrétienne», 1948. Pp. 172-3.