| 06 septiembre, 2012
La historia de San Pedro y de cómo escapó de la cárcel en el tiempo en que su vida se veía amenazada por el Rey Herodes se relata en el capítulo XII de los Hechos de los Apóstoles con notable detalle. Cómo pasó a través del primer y el segundo centinela y luego llegó a la puerta de hierro que conduce a la ciudad; cómo subió una calle hasta que perdió de vista a su Ángel Liberador, cómo se detuvo a considerar su situación decidiendo que lo mejor sería ir a casa de Juan Marcos. Cómo golpeó la puerta. Cómo una sirvienta joven vino a abrirle e incluso cómo se llamaba la damisela en cuestión. Cómo la gente dentro de la casa en ese momento estaban rezando por su hermano preso. Cómo se negaron a creer que podía tratarse del mismísimo Pedro y cómo permaneció allí llamando a la puerta mientras los otros continuaban discutiendo dentro de la casa.
Todo contado con un toque personal, pese a que San Lucas no puede haber conocido Jerusalén demasiado bien y pese a que la información de la que disponía debía ser de segunda mano, de manera que uno se pregunta cómo en este capítulo San Lucas refiere todo tan minuciosamente. Tengo la impresión de que San Lucas se enteró de boca de un testigo presencial. En efecto, en el último versículo del capítulo XI, justo antes de iniciar este relato, verán que los cristianos de Antioquía habían sido advertidos proféticamente de una hambruna que pronto afectaría a Jerusalén. Se determinaron a enviar vituallas a la Iglesia de allí, y lo hicieron por medio de San Bernabé y San Pablo. Por aquel tiempo San Pablo no era muy conocido en Jerusalén y puede conjeturarse que se mantendría cerca de San Bernabé. Casi seguro que San Bernabé pararía en la casa de su sobrino, en la casa de Juan Marcos. Sería en esta casa que pararon. Sería en esta casa que una mañana habrían oído la terrible noticia: «Herodes ha arrestado al Príncipe de los Apóstoles—se ve que Pedro correrá la suerte de Santiago.»
Todo esto sólo quince años después de la Ascensión—y tanto trabajo todavía por hacer. La Iglesia todavía tan débil y desparramada, y ahora ha de perder su cabeza. Se ponen a rezar en casa de Juan Marcos, y la noche los encuentra todavía rezando—Juan Marcos y su madre, María, su hermano o cuñado, Bernabé el Levita; con ellos el gran converso, ese tipo tan inteligente que hasta hacía doce años atrás aún perseguía a los cristianos, y una gran cantidad de gente, entre otros, la sirvienta llamada Rode—una niña un poco pagada de sí y no muy eficiente como portera. Un llamado a la puerta interrumpe el murmullo de sus intercesiones. ¿De qué se trata? ¿Más persecuciones? No importa, Rode conoce su deber, irá a ver quién es. Cuando la abre oye alguien que le habla en voz baja y reconoce la voz—una vez, antes, quien llamaba había sido reconocido por una sirvienta que le abrió la puerta, con resultados desafortunados. Esta Rode no tiene tiene nada de Protestante—conoce la voz del Papa; está tan abismada por la noticia que no se detiene a reflexionar si acaso no quedaría un poco mal dejarlo allí esperando afuera en el frío sino que corre a avisar a los que estaban rezando en familia; nada, que Pedro en persona está pidiendo que lo dejen entrar.
¿Se apresuran a hacerlo pasar? De ninguna manera, sólo cuentan con la versión de Rode, y esa chica es capaz de decir cualquier cosa. Tratan de tranquilizarla: «Tranquila, niña, estás muy excitada—mejor ve a la cama. Estas largas oraciones te han cansado en demasía y has empezado a imaginar cosas. Ve a la cama, ya verás que mañana te sentirás lo más bien.» Rode se mantiene en sus trece. No es de andar imaginando cosas. La voz de Pedro es inconfundible. Entonces los demás consideran otra hipótesis: a lo mejor después de todo la chica ha visto algo. Se han oído más de una vez extrañas historias de gente que está a punto de morir, vistos por su amigos a gran distancia, a veces a leguas del lugar. ¿No será esta aparición una cosa así? ¿Lo habrán asesinado a Pedro, será otro mártir? Entonces le dicen: «Es un ángel» y mientras tanto el verdadero Pedro sigue ahí afuera, llamando a la puerta, casi quince años después de aquel fatídico día en que estuvo golpeando la puerta en el Pretorio de Pilatos.
Entonces alguien—San Bernabé creo yo, porque era un tipo más pragmático y muy hospitalario—sugiere que a lo mejor harían bien en ir a la puerta no sea que haya alguien allí. Y efectivamente, ahí está San Pedro con el dedo en los labios.
Espero que no les parezca que desvarío si digo que ese grupo de cristianos rezando en la casa de Juan Marcos me hace acordar a una cierta confesión de la Iglesia de Inglaterra—un cierto grupo de hombres, no muy numeroso, que ya no les gusta atacar al papado llamándolo toda clase de cosas, ni tampoco ignorarlo como si fuera una cosa que no existe—un grupo que tiene una disposición amical y que sin embargo se niega a sacudirse los grillos de su protestantismo. «¿Creer en el Papa? ¡Por supuesto que creemos en el Papa!» y os dirán: «Cuando Inglaterra era católica allá por la Edad Media, nuestros padres juraban lealtad a Roma y con toda razón. Nosotros también habríamos sufrido en los días en que morían mártires por sostener los privilegios papales. Lo que pasa es que, justo en este momento, debido a un desafortunado malentendido acerca de las ordenaciones anglicanas, pasa que no estamos en términos tan íntimos con el Vaticano como querríamos, pero seríamos amigos de él si nos lo permitiera, y un día nos reuniremos con el Vaticano y seremos uno, una vez más.» No pueden decir «Tenemos un Papa», sino «Tuvimos un Papa en la Edad Media, habríamos tenido uno cuando la Reforma; tendríamos un Papa ahora, con tal de que el Papa nos aceptara en nuestros términos. Y un día tendremos un Papa.»
Rezan por tener un Papa, como las almas fieles reunidas en casa de Juan Marcos, sólo que rezan por una Papa imaginario, un recuerdo histórico o una ficción ideal. Saben que un Papa es necesario para su propio sistema. Ven a su propia Iglesia desgarrada a fuerza de rivalidades y disensión. Saben que tales rivalidades y disensiones no pueden sino existir allí donde se reemplaza el principio de autoridad por el principio del compromiso. La ven agobiada de herejías y saben que no hay ninguna protección contra la multiplicación de estas herejías a menos que el don de la infalibilidad se concentre en un solo hombre. En el mejor de los casos, se sienten como miembros de una institución imperial: no sé, la Iglesia de Lambeth o la Iglesia de Wembley. Saben que ninguna potestad puede unificar las iglesias vivientes a lo largo y ancho del mundo, salvo una potestad que carezca de nacionalidad. Saben que ninguna voz puede ser oída por encima del estrépito del mundo excepto una que habla desde otro mundo. Muchas almas unidas en la oración, pero sin Papa, y por tanto, sin Iglesia—y todo el tiempo allí está Pedro golpeando la puerta—un Papa de verdad, una figura de carne y hueso, un príncipe: y a este Papa, al Papa real, se lo ignora y trata mal por parte de estos católicos-a-medias, gente de otra fe, con su devoción por un papa imaginario.
A veces alguno de ellos oye que se golpea a la puerta, escucha y se siente atraído. «Qué raro que uno que hemos esperado durante tanto tiempo y que hemos añorado tanto esté esperando a la puerta todo el tiempo.»
Uno no debe perder ni un instante en decirles claramente: «Miren, es Pedro que está a la puerta.» Ese mensaje será la señal para que se desencadene la contradicción: «Eso es una fantasía, te estás dejando llevar por la imaginación, estás delirando, tranquilízate, ya verás que te sentirás de otro modo en un mes o dos.»
O, si el que tiene dudas no se contenta con estas explicaciones: «Lo que ves no es el Papa real, sino un fantasma de Papa, aquel que reina en el Vaticano no es un verdadero príncipe cristiano, sino un fantasma perteneciente a una institución histórica anacrónica, un sobreviviente patético del poder del papado—muerto, muriéndose, o, en el mejor de los casos, a punto de morirse.» Que Dios perdone a todos aquellos que irresponsablemente embroman el alma de aquellos que están tratando de seguir la voz de su conciencia. Si el papado está muerto, entonces la Iglesia Católica está muerta, y si la Iglesia Católica está muerta, pues entonces Cristo ha fracasado. Cerrad las iglesias. Acallad la Bilbia. Apaga y vámonos. Contentémonos con la sonriente máscara del Anglo-catolicismo para que se burle de nuestra desesperación.
Pero Pedro sigue ahí. Toda la furia de Herodes no le sirvió de nada. La prisión de Pedro en el día de Pascua, al igual que el sepulcro de su Maestro el primer día de la semana, muy de madrugada, está vacía. Tenemos un Papa.
Ahora, puede que esta tarde le esté hablando a gente agnóstica a la que no le interesa estas veleidades de la «High Church». Puede que le esté hablando a quiénes ni siquiera se llaman católicos, gente de la Iglesia de Inglaterra, o sencillamente No-Conformistas a la antigua. No creen en el Papa. No quieren un Papa. No ven para qué puede servir un Papa. Han sido criados en la convicción de que se trata de un inescrupuloso tirano extranjero cuya pretensión de ejercer autoridad sobre la conciencia constituye una afrenta para ciudadanos ingleses libres. Lo consideran una suerte de pesado inspector que se la pasa metiéndose en los asuntos de los demás. No ven por qué debiesen interesarse en un obispo romano e italiano. Si sienten así, no deben abrigar la esperanza de que os haga cambiar de idea en cinco minutos; en cambio, sí les pediría cinco minutos para presentarles otro punto de vista: decirles simplemente qué queremos significar con el papado y qué importancia le asignamos; nuestra relación con la persona y el ministerio del Papa.
Vosotros pensáis en la Iglesia Católica como si fuera un inmensa empresa con sucursales en todo el mundo, controlada desde la casa matriz. Pensáis que todos los católicos son mandoneados por sus curas, y en los curas como otros tantos empleados que se someten con ciega obediencia a la política que les es dictada, presumiblemente teléfono mediante, por sus obispos; y en los obispos como otros tantos gerentes que obedecen la política que les dicta a diario el Papa, presumiblemente por la radio. Decís: «Eso explica el éxito de la Iglesia Católica, es un asunto de empresa, llevada a cabo del modo más eficiente e inescrupuloso posible y su cabeza es un hombre que está en la Casa Matriz, el Vaticano.» Decís que resulta increíble comprobar el éxito que ha tenido en imponer su voluntad sobre tres (¿o trescientos?) millones de almas a lo largo y a lo ancho del mundo. Para vosotros la Iglesia de Roma es una vasta maquinaria, bien aceitada, controlada por un solo hombre con una palanca, y esa es vuestra concepción, o algo parecido.
Ojalá contara con el tiempo suficiente para explicaros cuán radicalmente equivocada es esta vuestra impresión. Cualquiera católico sabe perfectamente cuán fácil y cuán naturalmente vive en la Iglesia Católica—a menudo sujeta a toda clase de azares, a veces con sus querellas internas—y que no podría sostenerse unida ni siquiera durante diez años si no fuera por su vida sobrenatural y la unidad que le otorga Dios a su Divina Iglesia.
A modo de contraste, dejadme formular los verdaderos sentimientos de los católicos respecto al Papa, y nuestra concepción de su autoridad, allí donde debe ser ejercida. ¿Nunca se os ha ocurrido que llamamos al Papa «Santo Padre» porque pensamos en él como si fuera nuestro padre? ¿Qué la unidad de la Iglesia no es la unidad de una máquina sino la unidad de una familia? Que nuestra obediencia al Santo Padre en esa muy limitada jurisdicción en la que pide nuestra obediencia no es la obediencia del obrero respecto de su capataz que lo echará si no trabaja, sino que es la de los hijos respecto de su padre—cada uno empeñado en ganarle de mano a sus hermanos en su demostración de afecto; cada cual ansioso por destacarse en anticipar su más pequeño deseo? ¿Que en efecto lo obedecemos no porque le tengamos miedo por su rol de portero del cielo, sino porque lo queremos como pastor de los cristianos, pastor del rebaño de Cristo?
¿Nunca se os ocurrió que el Papa, por su parte, mientras contempla el torbellino y tribulación de este mundo sublunar, lo mira no con los ojos del sagaz manipulador, sino con los ojos de un padre, ansioso por la salvación de sus almas, a veces con el corazón roto al ver cómo se descarrilan sus hijos, a veces lleno de gozo al comprobar que vuelven a su casa como lo hacen los niños arrepentidos y dispuestos a enmendarse? ¿No ven que piensa en ustedes y en todos los cristianos que han abjurado de su autoridad igual que el padre en la parábola del hijo pródigo pensaba en él, con la enorme añoranza de que las naciones protestantes del mundo vuelvan de su vagabundeo por aquí y acullá para finalmente encontrar descanso y gozo en su verdadera casa?
Gente de Inglaterra, sabed que golpea a vuestra puerta, no como un tirano que exige sumisión, sino como un padre que pide que le den la bienvenida y lo reconozcan como lo harían sus buenos hijos y que los malos se niegan a hacer.
«Pedro estaba afuera, a la puerta, y seguía golpeando», como llamó hace mucho tiempo atrás mientras las almas se ocupaban de cualquier cosa, cerrando sus oídos a ese ruido, hasta que por fin se levantaron y le abrieron la puerta. Así golpea todavía, mientras que algunas almas que profesan tenerle reverencia cierran sus oídos a ese ruido y se inventan confortables teorías; porque no pueden o no quieren salir a buscarlo y verlo en la oscuridad y la tormenta.
Pero él continúa golpeando pacientemente, pues el pescador ha aprendido a tener paciencia. Golpea suavemente, pues su corazón de pastor sabe que de nada sirve atropellar ni destratar a los que no le hacen caso.
Mas no os vayáis a equivocar respecto de su misión.
Tiene las llaves consigo.
Se trata del portero que está llamando.
(Sermón predicado en la Iglesia de Saint Mary, Derby,
el 3 de abril de 1927, domingo de Pasión, publicado
luego en «University Sermons of Ronald Knox»).
Traducido por Jack Tollers.