| 18 marzo, 2013
Así, no cesará de combatir hasta la muerte. No se dará por vencido mientras que haya respiro en sus narices. Y aunque su nave naufragase cada día y los resultados obtenidos de su comercio terminaran en el abismo, no cesará de pedir prestado y cargar otras naves y navegar con esperanza. Hasta que el Señor, viendo su solicitud, tenga piedad de su ruina, dirija hacia él su misericordia y le dé un fuerte estímulo para soportar y afrontar los dardos ardientes del mal» (San Isaac de Siria).
«Una cosa son los tropiezos y las caídas tenidas sobre el camino de la virtud y de la justicia, según la palabra de los padres: ´Sobre el camino de la virtud hay caídas, cambios, violencia, ecetera´. Y otra es en cambio la muerte del alma, la completa destrucción y la desolación total.
Es así como se conoce que se está en el primer caso: cuando uno, aunque caiga, no olvida el amor del Padre; y, aunque esté cargado de culpas de todo tipo, su solicitud por las obras bellas no es interrumpida; si no se detiene en su camino; si no es negligente en afrontar nuevas batallas contra las mismas cosas por las cuales ha sido derrotado; si no se cansa de volver a empezar, cada día, a construir desde los fundamentos de las ruinas de su edificio, teniendo sobre su boca la palabra del Profeta: “Hasta la hora en que yo deje este mundo, no te alegrarás de mí, ¡oh mi enemigo! Porque he caído, pero de nuevo me levanto; estoy sentado en las tinieblas, pero el Señor me ilumina”(Miq 7,8).
