por Infocaotico | 20 septiembre, 2012
El pasado martes comentamos entre amigos el último artículo del p. Iraburu. ¿Cómo explicar semejante muestra de confusión entre lo espiritual y lo temporal, distorsión histórica, nacionalcatolicismo liberal y clericalismo politiquero? Porque el artículo es una muestra patente del método neoconservador: armar un discurso ideológico y luego forzar la realidad para encuadrarla en el discurso. Es el mismo procedimiento empleado en la serie “filolefebvrianos”: dispara primero y después a apunta.
Tal vez una de las afirmaciones más absurdas del artículo de Iraburu sea: «La Iglesia… valora las grandes estructuras nacionales». Si la afirmación fuese verdadera China y la extinta URSS, grandes estructuras, serían más valoradas que el mismo Vaticano, Suiza, Liechtenstein y la casi totalidad de los estados centroamericanos; la independencia de Polonia habría sido una desgracia para la gran estructura estatal en la que estaba integrada la nación de Juan Pablo II; y Juana de Arco habría frustrado la posibilidad de una gran nación anglo-francesa…
Como apuntaba lúcidamente un amigo, la entrada de Iraburu tiene como destinatario claro el obispo de Solsona hoy caído en desgracia en la vecina Infocatólica. Novell ha dejado de ser santo de la devoción neoconservadora no por sus vacilaciones en temas doctrinales tan importantes como la exclusión de las mujeres del sacramento del Orden, sino por sus simpatías independentistas. Porque el joven obispo, con notable imprudencia pastoral, ha sucumbido a la tentación clerical-catalanista y se ha distanciado de la posición clerical-españolista de Iraburu y su séquito. En definitiva, un problema de celos clericales, que tiene poco que ver con las exigencias de la política real, las complejidades del orden prudencial y las dificultades históricas.
Un tanto cansados del magisterialsmo clerical, ofrecemos un fragmento que trata el tema del denominado principio de las nacionalidades desde la perspectiva del derecho natural.
2. El principio de las nacionalidades.

Recién en la Edad Moderna comienzan a adquirir muchos estados, con claridad, el carácter de nacionales. Anteriormente la organización política de los pueblos era en absoluto ajena al hecho nacional, salvo muy contadas excepciones. Este principio puede definirse como «el derecho a la unificación y a la independencia estatales de elementos nacionales dispersos o subyugados» y «fue en el orden jurídico-internacional un factor revolucionario, que modificó profundamente el mapa de Europa en los siglos XIX y XX». En efecto, en su nombre cayeron los Estados Pontificios bajo el ejército revolucionario de Garibaldi y se produjeron diversos movimientos de independencia en América y en Europa (en esta última cabe citar el caso de Bélgica, Grecia, etc.). En su nombre, también, y después de guerras internacionales, se dividieron estados multinacionales como el Imperio Austrohúngaro y se promovieron, ya en pleno siglo XX, los principales movimientos orientados a la descolonización (en este último caso este principio se aplica bajo el rótulo de «autodeterminación de los pueblos»; lo que no se indica, con ser de la mayor importancia, es qué se entiende exactamente por «pueblo»)…
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿es justo este principio en el orden internacional? La respuesta parece que tiene que ser negativa, por lo menos en cuanto auténtico principio internacional de aplicación generalizada. Esta negativa se explica si se piensa que los pueblos, a lo largo de la historia, pueden descubrir en concreto que es más fácil alcanzar el bien común posible para ellos unidos en una unidad política que no sea precisamente nacional, y no separados o atomizados…
Establecer como regla general a priori que los estados deben ser nacionales, sin atender a las características históricas peculiares de cada uno, es injusto por ser arbitrario y carente en absoluto de fundamento razonable; porque en tal caso cabe hacer esta pregunta: ¿por qué? Y desde la perspectiva del bien común no puede darse, seguramente, ninguna respuesta válida para una generalidad de casos.
Tomemos el ejemplo de la descolonización en nuestros días, en la que ni siquiera se han respetado las diferencias étnicas, culturales y religiosas de los pueblos (es decir, en nombre de la autodeterminación, ni siquiera se respetaron las unidades que podrían entenderse como nacionales, como tampoco las unidades políticas históricas). ¿Es siempre justo que se le dé la independencia a un pueblo, aunque ello redunde en contra del bienestar de ese mismo pueblo, amén del pueblo del estado al que estaba integrado? ¿Es acaso justo que tal responsabilidad se le otorgue aunque tal pueblo no pueda en rigor ser autosuficiente, es decir, que librado a sí mismo no pueda dar a sus miembros el nivel de vida material, cultural, moral y religioso que tenía integrado en un estado más grande? ¿Es justo, sobre todo, que merced a la descolonización o a la aplicación del principio de las nacionalidades, quede a merced de las «otras» influencias políticas, la de las potencias imperialistas, para hablar con claridad? La historia contemporánea nos ilustra de una manera exhaustiva con ejemplos de países que adquirieron su independencia para entrar en largos períodos de guerra civil, en procesos de empobrecimiento progresivo, en procesos de involución cultural, para caer en la pulverización de su régimen jurídico-político y, finalmente, en la dependencia de nuevos y peores amos imperialistas.
La justicia de cualquier forma de descolonización, o de cualquier forma de independencia o reunificación nacional, dependerá de las circunstancias concretas de cada caso y de cada pueblo. Dependerá, por ejemplo, de que se rompa así una verdadera forma de explotación, sin caer en otra peor, de la aptitud política previsible del nuevo estado y, en definitiva, de que sea para una mayor realización del bien común de ese pueblo, sin olvidar el bien común internacional, que incluye un margen de seguridad y de orden. En este tema las generalizaciones conducen a violentar la realidad, o bien son meros justificativos ideológicos.
El principio de las nacionalidades, pues, no vale como principio internacional justo de aplicación general; y lo mismo podría decirse de su derivado, el de la autodeterminación de los pueblos. Pretender imponerlo como principio es fruto de un esquematismo incorrectamente abstractista o interesadamente ideológico, que no respeta las peculiaridades de la concreta realidad social e histórica.
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A cada pueblo le tocará determinar si prefiere vivir como nación, constituyendo un estado, o si por el contrario prefiere vivir integrado solidariamente con otros pueblos nacionales, formando así el gran pueblo del estado; o bien optar por formar un estado con sólo un sector nacional. Pretender imponer esta decisión es, a todas luces, una arbitrariedad y una nueva forma de intervención ilegítima en los asuntos internos de los estados. Y aún promover una acción en este sentido por potencias extrañas es ilegítimo, además de ser sospechosa siempre tal tipo de intervención, ya que, por desgracia, la generosidad no puede presumirse en la política internacional, y menos de las potencias imperialistas. Y ahí tenemos el ejemplo de nuestra Argentina: los ingleses, que no pudieron conquistarla militarmente en 1806 y 1807, consiguieron por el arte de las influencias «emancipadoras» imponer al país un sometimiento económico peor al anterior, con el agravante de que antes de la independencia los argentinos no estábamos sometidos sino integrados en un Imperio.
Tomado de:
Lamas, F. Los principios Internacionales (desde La perspectiva de lo justo concreto). Buenos Aires, Forum, 1974. Ps. 110-113.