| 11 junio, 2012
Reproducimos a continuación el siguiente artículo del Dr. Fraga, publicado originalmente en el periódico El Cóndor de Morón, que nos remitiera un amigo y colaborador de este blog.
John Henry Newman y Joseph Ratzinger, no obstante haber vivido en siglos diferentes (s. XIX el primero, XX-XXI, el otro) pueden ser considerados “contemporáneos” en la Fe, conforme la formidable afirmación del P. Leonardo Castellani: “fe es hacerse uno contemporáneo de Cristo”.
Las semejanzas y el paralelismo son, por lo demás, evidentes: varones de profunda fe y dilatada cultura, sustentadas ambas en la vida intelectual universitaria.
“Se asemejan en el mismo tipo de experiencia de la fe”, dijo el P. Lombardi y añadió que hay en ellos una misma similitud de fe y cultura y, a la vez, “una sintonía profunda de sensibilidades”.
Esta concordancia me lleva a enfocar tan solo ahora en esta nota un aspecto doctrinal en común: la conciencia.
La conciencia puede ser contemplada en su sentido moral, en su significación ética o en su dinámica espiritual y, en cualquiera de estos niveles, soporta en nuestros días una agresión teórica y una compulsión práctica.
Hablo en este sentido del relativismo intelectual y moral, cada vez más generalizado que se manifiesta ya en el colapso relativista de la conciencia, tanto como potencia, como en cada uno de sus actos.
En rigor, es la primacía de la inteligencia la que está en crisis, habiendo perdido ésta su brújula rectora, que es tanto como decir el orden natural y necesario de su conocimiento: SER-CONOCER-PENSAR (E. Gilson).
La inmanencia, al colocar el “pensamiento humano” como fuente exclusiva de toda cognoscibilidad no solo ha conmovido la adhesión espontánea del entendimiento al ser, sino que también ha desquiciado la jerarquía natural del orden práctico: ENTENDER-QUERER-SENTIR (Theodor Haecker).
Y la conciencia se establece y desarrolla, precisamente, en el orden del ser y del obrar, que sigue al ser.
Temas comunes y conexos de Newman y Ratzinger son: la relaciones entre la Fe y la razón, la racionalidad del acto de fe y la primacía de la recta conciencia, bien ilustrada por la fe, bien en la búsqueda de la verdad.
En el prólogo a la edición alemana de “Apologia pro vita sua” (probablemente la obra más acabada de Newman) escribe Ratzinger: “para nosotros, en aquel tiempo, la enseñanza de Newman sobre la conciencia llegó a ser una base importante del personalismo teológico, cuyo diseño se nos ofrecía equilibradamente…”.
Este diseño se expresa en la triple dimensión de la conciencia señalada por Newman: a) dimensión metafísica o constitutiva, b) dimensión epistemológica o norma metodológica de conocimiento inmediato y c) dimensión ética o ejecutora de la acción.
En su “Carta al Duque de Norfolk” (1875) destaca la naturaleza moral de la conciencia y su no oposición entre ella y la voluntad, reafirmando, por lo tanto, la heteronomía bíblica frente al autonomismo kantiano.
Newman, recordémoslo, es un converso del anglicanismo que llega a la Iglesia Católica (“la casa común”, tal como él la llama) después de recorrer un prestigioso magisterio en la Universidad de Oxford, a la que siempre amó por ser su “alma mater”.
En este contexto, vale decir, en la oposición que encontró entre sus conciudadanos ingleses a raíz de su conversión, debe situarse el debate con Glandstone, destacado parlamentario que, como la inmensa mayoría de los políticos de su época no toleró las condenas pontificias a los errores liberales y, particularmente, la de la proposición octogésima a la que, a renglón seguido, aludiré.
En verdad, no se admitió la existencia de un magisterio de la verdad en un siglo que se consideró como el apogeo de las luces y del progreso que llevarían, sin embargo, (hoy lo sabemos bien), primero al más aterrador ateismo combativo que vieran los siglos y después al agnosticismo indiferentista de nuestros días.
Así pues, con ocasión de la encíclica “Quanta cura” (1864) del Papa Pío IX (y de su apéndice o “Syllabus”), y como consecuencia del ataque dirigido a dicho documento por parte de Mr. Glandstone en el Parlamento británico, defiende Newman la necesaria existencia del magisterio pontificio, pero distingue entre sus diversos niveles y grados de adhesión, resaltando la hermenéutica de los textos en el sentido de lo que hoy llamaríamos su semiología o contexto comunicacional.
Así, sostiene Newman las proposiciones (ochenta proposiciones condenadas) del “Syllabus” deben interpretarse “en el contexto en el que han sido formuladas” y, por ello, si bien la “Quanta cura” es un documento con “autoridad dogmática”, el “Syllabus” es un prontuario de diversos errores confeccionados por un compilador anónimo que, sin embargo, por el “imprimatur” pontificio merece obediencia.
No hay en ellos ningún ataque a la conciencia personal, antes al contrario, una protección de ésta ante los incontenibles avances del error que es el veneno mortal de las inteligencias.
El magisterio papal no es, propiamente hablando, una “ciencia” teológica, aunque se sirva de la teología para la formulación de sus asertos y postulados.
La “teología es una ciencia muy especial”, tanto en sus métodos, formas de argumentación y lenguaje y, por esto mismo, resulta una “ciencia paradojal” (RF), en la línea de Pascal.
En tanto ciencia se sujeta a los principios ordinarios de cada ciencia pero, advierte Newman que solo los Apóstoles gozaron de “inspiración”, en tanto que la Iglesia (la sucesión apostólica) goza de “assistentia” (certeza negativa) y “en el proceso de definir la verdad es humana, está sujeta a error (ya que) lo que la Providencia ha garantizado es sólo que no habrá error en el paso final, en la definición o dogma resultante…”.
Si se tiene presente el extraordinario revuelo que la proposición 80° (condenada) había provocado en las elites ilustradas de la época (“el romano pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna”) puede comprenderse la irónica y flemática acotación de Newman a los temores (inútiles) de Mr. Glandstone: “es posible, así lo deseo, que en el futuro se dé con alguna manera de combinar la libertad que es inherente a la nueva estructura de la sociedad, con el principio de autoridad inherente al antiguo orden, sin necesidad de hacer concesiones al progreso y al liberalismo”.
“Fair play!”, le pide al parlamentario y, para el caso de tener que hacer un brindis de sobremesa acota: “beberé ¡por el Papa!, con mucho gusto, pero primero ¡por la conciencia!, después por el Papa”.
Y Ratzinger en su precioso opúsculo “Elogio de la conciencia” (“la verdad interroga al corazón”) agrega que, al fin y al cabo, el primado del Papa y toda su obediencia radican en la conciencia, toda la autoridad pontificia no está contrapuesta a la conciencia sino más bien basada y garantiza en y por ella (donde se alude expresamente al brindis de Newman).
Ratzinger advierte que el sujeto encuentra en Newman una atención que en el ámbito de la teología católica no recibía desde san Agustín, pero justamente lo está en la línea de san Agustín y no en la línea del subjetivismo de la modernidad.
Cuando fue creado cardenal, Newman confesó que toda su vida había sido una lucha contra el liberalismo y el subjetivismo y Ratzinger recuerda que la conversión de Newman no fue una elección dictada por el gusto personal o por necesidades subjetivas, SINO POR LA CONVICCIÓN DE LA VERDAD Y LA ADHESIÓN DE LA CONCIENCIA.
Newman ha destacado el primado de la verdad por sobre la bondad y el consenso, observando que para Tomás Moro la conciencia no fue expresión de obstinación subjetiva o de terco heroísmo, sino obediencia a la verdad conocida y amada.
La modernidad ha rechazado aún la misma idea de verdad (“¿qué es la verdad?”, preguntaba ya el moderno Pilatos) y la ha sustituido por la idea del progreso inevitable.
Cuando la primacía ya no es de la verdad, el predomino lo tiene la mera praxis y la técnica se convierte en el criterio supremo.
La conciencia está “vocada” o llamada a la verdad y cuando predomina la dura técnica desaparece la conciencia, se obnubila, se ofusca y termina por negarse a sí misma, por aniquilarse.
Los escolásticos distinguieron entre “conciencia” y “sindéresis” entendiendo por tal, conforme el criterio de Tomás de Aquino, tanto la “íntima repugnancia al mal”, cuanto la “íntima atracción hacia el bien”.
Ratzinger prefiere el término platónico de “anámnesis” como testimonio de la ley divina en la conciencia, según san Pablo en Rom. 2, 14-15: “cuanto exige la ley está escrito en sus corazones (en el de los gentiles), tal como resulta del testimonio de su conciencia”.
O, como afirma san Agustín: “al juzgar no sería posible decir que una cosa es mejor que otra sino se nos hubiera impreso un conocimiento fundamental del bien” que, añado yo, debe ser orientado, sostenido y educado.
De aquí la “anámnesis” o recuerdo primordial de lo bueno y de lo verdadero, en su amplitud platónica y existencial.
Esta potencia es para Ratzinger un sentimiento interior que nos interpela e inclina a la verdad, en cuyo momento emerge la segunda dimensión escolástica: “conscientia” (conocimiento) de donde deriva el juicio y la decisión, más que como un “habitus” como un “actus” o suceso que se ejecuta.
Este “actus”, según santo Tomás, se divide en tres elementos: a) reconocer, b) testificar y c) juzgar, entendido todo como una estructura que concluye desde lo intelectivo en una operación de la voluntad.
Sin embargo, recordémoslo siempre, el hombre es una totalidad (“totus homo”), esa operación que nace del entendimiento y mueve a la voluntad es también una “emoción” o “sentimiento”, en el sentido de Haecker en su “Metafísica del sentimiento”.
La conciencia, entonces, desde la fecunda objetividad de la verdad penetra en la interioridad del hombre moviéndole a aceptar gozosamente la verdad, es decir, amándola y, por ello, su rechazo genera la culpa: descuido de mi propio ser que me hace sordo a la voz de la verdad y a sus sugerencias interiores.
Ratzinger sintetiza bellamente: “al escalar las alturas del bien, el hombre descubre cada vez más la belleza que se oculta en la ardua fatiga por alcanzar la verdad y descubre también que justamente en la verdad se encuentra su redención”.
En este plano la conciencia aparece como la voz de Dios en nosotros. Pero la conciencia no es un oráculo, sino un órgano (Spämann, cit. por Ratzinger) y como tal tiene que crecer, formarse y ejercitarse.
Para llegar a ser lo que ya es por sí mismo el hombre necesita la ayuda de los demás: la conciencia necesita de formación y educación, puede atrofiarse y arruinarse y, consiguientemente, ser falseada y hablar de una manera distorsionada y desfigurada.
Con todo dramatismo Ratzinger señala que “el silencio de la conciencia puede convertirse en una enfermedad mortal de todas las civilizaciones” y, por esto mismo, “la conciencia incluye una obligación, a saber: el deber de cultivarla, formarla, educarla… el derecho de la conciencia es obligación de formarla. Para nosotros esto significa que el Magisterio eclesial tiene la responsabilidad de la recta formación de la conciencia…”.
He aquí una inexplicablemente olvidada exégesis de la Declaración “Dignitatis humanae” (Vaticano II) sobre la libertad religiosa. Esta declaración tiene una introducción muchas veces olvidada y que conviene en su meollo transcribir, toda vez que la libertad religiosa que se proclama “se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil” y el Concilio deja íntegra “la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”.
Benedicto XVI (Ratzinger) enseña en “Caritas in veritate” que “la libertad religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las religiones sean iguales…”, tema también sostenido en el documento pontificio “Dominus Iesus” (año 2000) respecto de la necesidad de la Iglesia para la salvación, así como la interpretación de que la fórmula “subsiste en” (usada por el Concilio) se refiere exclusivamente a la Iglesia Católica.
“Dignitatis humanae” somete la conciencia a la ley eterna o plan de la divina Sabiduría y a la ley natural o participación de la ley eterna al hombre y, por ello mismo, el Concilio destaca que “cada uno tiene la obligación y, en consecuencia, también el derecho de buscar la verdad en materia religiosa, a fin de que, utilizando los medios adecuados llegue a formarse prudentemente juicios rectos y verdaderos de conciencia”, y ya que el hombre conoce por su conciencia los dictámenes de la ley divina y está obligado a seguirla “no se le puede forzar a obrar contra su conciencia”.
Para alcanzar un obrar meritorio de su conciencia es menester garantizar en su misma naturaleza la libertad psicológica y es ese “derecho a la inmunidad” el que permanece aún en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y adherirse a ella, tema éste de no fácil compaginación con la literalidad de los documentos pontificios de Pío IX, aunque no necesariamente con los de Pío XII que preanuncian ya en sus radiomensajes de Navidad la posición pastoral del Vaticano II, tal como ha sido reiteradamente sostenido por destacados autores.
Las enseñanzas eclesiásticas constituyen una totalidad que debe ser interpretada a la luz de lo que se ha llamado con verdadera exactitud la exégesis de la continuidad, contemplando tanto sus aspectos específicamente doctrinales, cuanto su significación técnicamente jurídica y su encuadramiento político y social en sus respectivos tiempos históricos.
Newman ha sido el gran revalorizador de la conciencia en el siglo XIX y mérito suyo ha sido contemplarla según sus diversos servicios pastorales y apostólicos, del mismo modo que Ratzinger, ajenos ambos a la presión negativa de la variable opinión pública o mediática.
Con todo, el servicio que concitó su primer amor y mayor nostalgia fue la vocación universitaria, una “educación centrada en la ciencia por sí misma, pero libre de todo indiferentismo gracias a su conexión con la teología (José Morales) destacando siempre, no obstante, la ciencia como saber autónomo, tal su Oxford.
En su celda de Birmingham se conservan su toga de “fellow” y su capelo cardenalicio. “Saber es una cosa y obrar es otra”, tal su síntesis magisterial o, más bien y mejor, su lema de cardenal, síntesis la más perfecta de san Agustín y de Pascal: “cor ad cor loquitur” (el corazón habla al corazón).
RICARDO FRAGA