“Mi autoridad llega hasta la puerta…” Sobre la Iglesia legislativa

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Christopher A. Ferrara (The Remnant Newspaper, 11-VI-2012)
En su histórico motu proprio Summorum Pontificum del 7 de julio de 2007, el Papa Benedicto declaró con toda su autoridad lo que los tradicionalistas sabíamos desde siempre: que la edición típica del Misal romano promulgado en 1962, que representa la liturgia romana inmemorial, “nunca fue abrogada” por Pablo VI (“numquam abrogatam”). En la carta que acompañaba el documento y que estaba dirigida al episcopado mundial, el Papa Benedicto se esforzaba por llamar “la atención sobre el hecho de que este Misal nunca fue jurídicamente abrogado y que, consecuentemente, en principio, siempre estuvo permitido”.
Siempre permitido. Y, sin embargo, cuarenta años después de la primera celebración pública de la Misa nueva del Papa Pablo el 24 de octubre de 1967 —una época bíblica de sufrimiento—, la Iglesia sufría bajo la falsa carga de que la Misa tradicional había sido abrogada, u “obrogada” (eliminada por sustitución) como aún sigue diciendo el establishment neocatólico en su horrible revisión de propaganda ya desacreditada. En cuanto a esta propaganda, nunca debemos olvidar que los apologistas neocatólicos de la revolución postconciliar insistieron durante décadas que la celebración de la Misa tridentina estaba “prohibida excepto donde la ley canónica la permita específicamente” (Likoudis y Whitehead, The Pope, the Council, and the Mass). El rito de la Misa recibido y aprobado por la Iglesia, la misma sustancia de la Fe viva de nuestros padres, estaba prohibido, según nos decían. Hasta que el Papa Benedicto expuso su mentira.
Dado que Pablo VI nunca abrogó realmente la Misa tradicional —un acto que hubiese sido “bastante ajeno al espíritu de la Iglesia”, según afirmó el ex cardenal Ratzinger—, ¿dónde se originó este monstruoso fraude? La respuesta yace en la burocratización de la Curia Romana y de toda la Iglesia durante la ola de “reformas” que siguieron al Concilio Vaticano II. Como observó Michael Davies en su recordado estudio sobre la revolución litúrgica, “la Iglesia conciliar puede bien llamarse la Iglesia legislativa… se ha convertido en una burocracia por el bien de la burocracia y así ha renunciado a cualquier pretensión de evangelizar a las masas descristianizadas de los países occidentales a favor de la producción de una interminable corriente de legislación para regular un número cada vez menor de fieles” (Pope Paul’s New Mass).
Notemos bien la paradoja identificada por Davies: más y más legislación para menos y menos fieles. En las últimas cinco décadas, la Iglesia ha sufrido la descomposición del elemento humano del bien común eclesial de una manera que sólo encuentra paralelo en la caída de Roma, con una proliferación de leyes que acompaña la pérdida de su integridad societaria. El cardenal Ratzinger llamó a esto un “proceso continuo de decadencia” (L’Osservatore Romano, 9-XI-84). Como dijo Chesterton al observar un proceso similar a éste: “Cuando se rompen las grandes leyes, no sobreviene la libertad, ni siquiera llega la anarquía. Aparecen las pequeñas leyes.” Los “reformadores” postconciliares rompieron algunas leyes muy grandes por cierto, en primer lugar la ley del desarrollo orgánico de la liturgia de la Iglesia, produciendo así lo que el ex cardenal Ratzginer caracterizó como “una ruptura en la historia de la liturgia, cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas” (Milestones). Luego siguió una interminable corriente de pequeñas leyes con las que la Iglesia legisladora ha arruinado sistemáticamente el rito romano.
La destrucción del rito romano fue íntegramente una operación burocrática que el Papa Pablo VI permitió antes de finalmente sacarse de encima al infame Bugnini tras que aparecieran sospechas fundadas de su afiliación masónica y lo enviara a Irán en 1976. Pero el Papa desafortunado actuó demasiado tarde para deshacer el daño incalculable hecho por Bugnini durante el proceso de lo que él mismo llamó “la mayor conquista de la Iglesia Católica” dos años antes (Davies, “How the liturgy fell apart”, AD2000 vol. 2, no. 5, June 1989).
Como demostró Davies, sólo hay “dos actos papales entre la plétora de más de 200 actos de legislación litúrgica”. Estos dos actos papales son el motu proprio Sacram Liturgiam (del 25 de enero de 1964), que abrió las compuertas a las traducciones vernáculas optativas del entonces nuevo Misal que los obispos rápidamente convirtieron de facto en viejo Misal. De hecho, cada partícula del Novus Ordo vernáculo, incluyendo la abolición de facto de la liturgia latina, es obra de Bugnini, sus burócratas colaboradores y sus sucesores hasta hoy, trabajando duro en las nuevas congregaciones, comisiones pontificias, conferencias episcopales nacionales y comisiones litúrgicas locales, creadas todas durante las “reformas” postconciliares. Un estudio cuidadoso del asunto revela que ni una de estas innovaciones litúrgicas fue impuesta a la Iglesia por un acto afirmativo del Papa que obligara a los fieles a aceptarla. Toda la revolución litúrgica —desde las traducciones vernáculas hasta las “monaguillas”— se dio como resultado de novedades opcionales aprobadas por jerarcas y burócratas en distintas oficinas de la Iglesia legislativa.
La debacle de las “monaguillas” es un claro ejemplo de las consecuencias del surgimiento de esta Iglesia legislativa. El permiso de “monaguillas” vino por la vía de un consejo de la novedosa Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos en 1994. Esta congregación resultaba de la unificación de la Congregación para el Culto Divino, creada por Pablo VI en 1969, con la preexistente Congregación de la Disciplina de los Sacramentos. (Fue decisión del Papa Pablo poner a Bugnini a cargo de esta congregación que lideró la vandalización de la liturgia de la Iglesia.) Al aprobar las “monaguillas”, esta congregación pasó el bulto al Pontificio Consejo de Interpretación de Textos Legislativos, creado por Juan Pablo II en 1988 para reemplazar al Pontificio Consejo de Interpretación de los Decretos del Concilio Vaticano II, a su vez creado por Pablo VI en 1967.
De acuerdo con este pontificio consejo, el nuevo canon 230 del Código de Derecho Canónico de 1983 permitía la aparición de las “monaguillas”, de acuerdo con la subsección 2, que dice: “Todos los laicos pueden también realizar las funciones de comentador o cantor, u otras funciones, de acuerdo con la normativa legal.” (Cf. Carta circular a los presidentes de las Conferencias Episcopales del Pontificio Consejo de Interpretación de los Textos Legislativos, Prot. n. 2482/93, del 15 de marzo de 1994.) Notemos que la autorización de las “monaguillas”, lo que daba por tierra con dos mil años de práctica litúrgica tradicional, estaba supuestamente escondida en una provisión del Código de Derecho Canónico aparentemente redactada como si se tratara de un estatuto civil con lenguaje legal ampliamente permisivo pero sin antecedentes en la tradición eclesiástica. Aquí vemos el peligro envuelto en la promulgación de “códigos” de legislación eclesiástica como si se tratara de estatutos civiles —un peligro que Brian McCall ha estudiados en las páginas de The Remnant—. Como demostración precisamente del peligro positivista de los códigos canónicos, sujetos a modificaciones y revisiones legislativas, un artículo del New York Times que se emocionaba por el advenimiento de las “monaguillas”, citaba a un sacerdote y canonista de Manhattan que afirmaba que “el Código de Derecho Canónico cambia bajo la presión de quienes están a la vanguardia… La práctica puede no estar de acuerdo con las regulaciones, pero las regulaciones intentan alcanzar a lo que ya es costumbre.” (15 de abril de 1994). Esto quiere decir que, la Iglesia legislativa, como cualquier legislatura civil, modificará sus leyes tratando de estar a la altura de las novedades.
De acuerdo con el consejo de 1994 de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, “el Papa Juan Pablo II confirmó la decisión [del Pontificio Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos] y ordenó su promulgación”. Sin embargo, no existe evidencia escrita ni detalles sobre esta “orden”, ni siquiera la fecha en que fue supuestamente dada. Más aún, la “orden” papal que aprueba a las “monaguillas” contradice la orden papal que se refleja en Inaestimabile Donum, una instrucción de 1980 por la que dicha Congregación decía que “las mujeres no pueden actuar como servidoras del altar” y que dicha “instrucción fue aprobada el 17 de abril de 1980 por el Santo Padre, Juan Pablo II, que la confirmó con su propia autoridad y ordenó que fuese publicada y observada por todos los destinatarios”. Nunca se explicó por qué el Papa habría revertido una orden anteriormente impartida por él. Evidentemente, se pensó que era suficiente registrar simplemente que la Iglesia legislativa había cambiado una legislación anterior, y que el Papa daba su apoyo a dicho cambio.
Así, son las órdenes de la Iglesia legislativa y no del Papa, las que han producido la “autodemolición” lamentada tardíamente por Pablo VI y Juan Pablo II, pero nunca frenada por ellos. Sólo Benedicto XVI ha intentado contrarrestar algo de lo que la Iglesia legislativa produjo en los dos anteriores pontificados. Ha liberado la Misa latina de su falsa prohibición efectuada por la Iglesia legislativa. Y, finalmente, ha ordenado la corrección de numerosos errores escandalosos en las traducciones vernáculas del Novus Ordo, producidas por la Iglesia legislativa a través de la burocracia vaticana, la Comisión Internacional de Liturgia, las conferencias episcopales y otros órganos, embargando a los fieles durante décadas. Estos errores incluyen la modificación de las mismas palabras de Nuestro Señor en la primera Misa, cuando declaró que los frutos del Santo Sacrificio son ofrecidos “por muchos” —esto es, por los elegidos para la salvación, como declaró el Concilio de Trento— y no “por todos”, como nos hizo creer la Iglesia legislativa.
Pero parece que el Papa Benedicto siente que es poco lo que puede hacer por sí mismo contra los operadores de la Iglesia legislativa, tanto dentro como fuera de la Curia, incluyendo a los obispos que rechazan todo tipo de intromisión en sus prerrogativas legislativas amparados bajo el “nuevo modelo” de colegialidad. He aquí que la Misa tradicional sigue empaquetada al vacío como si se tratase de ántrax, a pesar de que el Papa expresó con claridad que todo sacerdote de la Iglesia Occidental tiene derecho a recurrir al Misal de 1962 sin necesidad de permiso episcopal. Y las jerarquías nacionales de Italia y Alemania han rehusado corregir sus defectuosas traducciones vernáculas de la Misa nueva.
La carta del Papa al presidente de  la Conferencia Episcopal Alemana, el arzobispo Robert Zollitsch, con respecto al tema del pro multis, es un ejemplo paradigmático de la impotencia papal frente a la Iglesia legislativa. El Papa dice a Zollitsch que “la Santa Sede ha decidido que, en la nueva traducción del Misal, la expresión «pro multis» deba ser traducida tal y como es, y no al mismo tiempo ya interpretada”. El Papa presenta como una mera “decisión” —una decisión de la Iglesia legislativa— lo que debería ser un regreso a la correcta traducción de las palabras de Nuestro Señor en la primera Misa, rectificando un error que ni siquiera se encuentra en las versiones protestantes de la Biblia.
El Papa expresa también su preocupación sobre “se corre el riesgo de que… algunos sectores del ámbito lingüístico alemán deseen mantener la traducción «por todos», aún cuando la Conferencia Episcopal Alemana acordase escribir «por muchos», tal como ha sido indicado por la Santa Sede”. No existe la menor sugerencia de que el Papa implique su autoridad para ordenar la corrección del error, como es requerido por fidelidad al Evangelio y como su propia obligación como Vicario de Cristo. Por el contrario, esto parece materia de negociación y acuerdo entre dos oficinas de la Iglesia legislativa: la Santa Sede por un lado y la Conferencia Episcopal Alemana por el otro. En ningún lugar de la carta el Papa expresa su voluntad como Romano Pontífice, sino que se refiere a lo que la Iglesia legislativa decidió y negoció.
La profundidad de la actual crisis eclesial se ve reflejada por el siguiente comentario del Papa al defender la “decisión” de traducir las palabras de Nuestro Señor en forma correcta: “Si bien esta decisión, como espero, es absolutamente comprensible a la luz de la correlación fundamental entre traducción e interpretación, soy consciente sin embargo de que representa un reto enorme para todos aquellos que tienen el cometido de exponer la Palabra de Dios en la Iglesia. En efecto, para quienes participan habitualmente en la Santa Misa, esto parece casi inevitablemente como una ruptura precisamente en el corazón de lo sagrado. Ellos se dirán: Pero Cristo, ¿no ha muerto por todos? ¿Ha modificado la Iglesia su doctrina? ¿Puede y está autorizada para hacerlo? ¿Se está produciendo aquí una reacción que quiere destruir la herencia del Concilio?”
Notemos cómo el Papa, escribiendo en tono casi apologético, implícitamente acepta la premisa de que la “herencia” del Concilio Vaticano II es de alguna manera un cambio respecto a la teología “tridentina” bimilenaria de la Misa como sacrificio que aprovecha sólo a los elegidos, y no a todos, para la salvación —que es por lo cual Nuestro Señor dijo “por muchos” y no “por todos”—. Y quita el aliento ver al Papa seriamente preguntarse si un regreso a la traducción fiel de las palabras de Nuestro Señor no reflejan la influencia de “fuerzas reaccionarias” que buscan “destruir la herencia del Concilio” —fuerzas que buscarían cambiar lo que la Iglesia legislativa ha enunciado como actualizaciones de su enseñanza para seguir desde cerca el aggiornamento conciliar tan importante—. El Papa parece atenerse a la idea de que el Concilio es exactamente lo opuesto de lo que dijo como cardenal Ratzinger cuando rechazó que el Concilio fuese caracterizado como “el fin de la Tradición, un nuevo comienzo desde cero” (Discurso a los Obispos Chilenos de 1988).
Pero es más desalentadora la siguiente pregunta retórica del Papa: “Pero surge inmediatamente la pregunta: Si Jesús ha muerto por todos, ¿por qué en las palabras de la Ultima Cena él dijo «por muchos»? Y, ¿por qué nosotros ahora nos atenemos a estas palabras de la institución de Jesús?”
¿Por qué nos quedamos con las palabras de Jesús? La Iglesia “se queda” con ellas, por supuesto, porque son Sus palabras y ella tiene el mandato divino de no modificarlas. El Papa sigue diciendo que la Iglesia emplea la frase “por muchos” por “por respeto a la palabra de Jesús, por permanecer fiel a él incluso en las palabras. El respeto reverencial por la palabra misma de Jesús es la razón de la fórmula de la Plegaria Eucarística”. Pero con seguridad esto no es cuestión de simple “deferencia” o “respeto” hacia Jesús. La Iglesia tiene una obligación sagrada de obedecer a Dios al proclamar su Evangelio sin alteraciones. “Deferencia” y “respeto” connotan discreción para no ser condescendiente ni estar en falta. Es justamente esta discreción que la Iglesia legislativa ha reclamado como propia y por la que —ironía de ironías— Benedicto ahora busca por cortesía la aceptación de la “decisión” de la Santa Sede de regresar a lo que Nuestro Señor realmente dijo versus lo que la Iglesia legislativa hubiese preferido que Él hubiese dicho.
El Papa continúa con una observación cuya ironía no puede ser más exquisita; y que uno se pregunta cómo esta ironía pudo haber pasado inadvertida por el Papa: “Por la experiencia de los últimos 50 años, todos sabemos cuán profundamente impactan en el ánimo de las personas los cambios de formas y textos litúrgicos; lo mucho que puede inquietar una modificación del texto en un punto tan importante. Por este motivo, en el momento en que, en virtud de la distinción entre traducción e interpretación, se optó por la traducción «por muchos», se decidió al mismo tiempo que esta traducción fuera precedida en cada área lingüística de una esmerada catequesis, por medio de la cual los obispos deberían hacer comprender concretamente a sus sacerdotes y, a través de ellos, a todos los fieles por qué se hace. Hacer preceder la catequesis es la condición esencial para la entrada en vigor de la nueva traducción.”
¿Pero dónde estuvo esta preocupación por los efectos de los cambios litúrgicos en las almas de los fieles durante los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II, cuando todo el rito romano fue dramáticamente alterado con resultados patentemente desastrosos sin el menor atisbo de “una catequesis cuidadosa… para preparar el camino”? Y notemos aquí de nuevo que el Papa reduce la obligación de transmitir fielmente las palabras del mismo Dios en la primera Misa a una mera “decisión para optar por la traducción ‘muchos’” —otra reverencia hacia las prerrogativas de la Iglesia legislativa frente a la Iglesia de la Sagrada Tradición—.
Concluiré notando otra arista del problema de la Iglesia legislativa. Un elemento clave en la burocratización de la Curia Romana durante el pontificado de Pablo VI fue la elevación de la Secretaría de Estado vaticana al status de quasi primer ministro de la Iglesia —esto es, primer ministro de la Iglesia legislativa, ya que el cargo de Secretario de Estado no forma parte de la constitución divina de la Iglesia fundada por Nuestro Señor en cabeza de Pedro—.
En 1967-68, bajo la autoridad de la constitución apostólica Regimini Ecclesiae Universae, la Curia fue reestructurada en forma dramática, restructuración diseñada e implementada por el cardenal Jean-Marie Villot, secretario de Estado vaticano, también sospechoso de masón. El objetivo era eliminar, tanto cuanto fuese posible, lo que ahora se llama viejo “modelo monárquico” de la Iglesia a favor de un nuevo “modelo” de colegialidad. Antes del Concilio, la Curia estaba sí estructurada sobre un molde monárquico. El Papa era el Prefecto del Santo Oficio, al cual se subordinaban los demás dicasterios vaticanos, mientras que el cardenal a cargo de los asuntos diarios del Santo Oficio era el Pro Prefecto, que reportaba directamente al Papa y sólo a él. El Papa, como Vicario de Cristo en la tierra, estaba así en el tope de una cadena de mando sobre la que imponía su autoridad directamente o a través del Santo Oficio.
Bajo la “reforma” pergeñada y llevada a cargo por Villot, sin embargo, el Santo Oficio fue rebautizado como Congregación para la Doctrina de la Fe —siendo que el nombre “Santo Oficio” estaba demasiado pasado de moda con respecto a la “nueva orientación” de la Iglesia tras el Concilio—. El cardenal secretario de Estado fue puesto por sobre todos los dicasterios vaticanos, incluyendo esta congregación. Peor aún, el Papa ya no fue el Prefecto del Santo Oficio, puesto que la nueva congregación tendría un Prefecto Cardenal que, desde el punto de vista de la organización, estaría subordinado al Secretario de Estado. En breve, Pablo VI “incrementó los poderes del Secretario [de Estado], poniéndolo por sobre todos los departamentos de la Curia Romana”, como dice Wikipedia.
Desde el Concilio, el Secretario de Estado se ha convertido en una suerte de vicario del Vicario de Cristo, lo que resultó en una separación funcional de la nueva Iglesia legislativa apartándola del control directo del Papa. Este desarrollo desfavorable se vio exacerbado por la constitución apostólica de Juan Pablo II Pastor Bonus, que declaraba que “la  Secretaría de Estado ayuda de cerca al Sumo Pontífice en el ejercicio de su misión suprema”. En la Sección Primera, al Secretario de Estado se le da un enorme poder, incluyendo autoridad para:
         elaborar y expedir las Constituciones Apostólicas, las Cartas Decretales, las Cartas Apostólicas, las Cartas y otros documentos que el Sumo Pontífice le confía;
         preparar todos los documentos referentes a los nombramientos que en la Curia Romana y en los otros organismos dependientes de 1a Santa Sede ha de hacer o aprobar el Sumo Pontífice;
         ocuparse de la publicación de las actas y documentos públicos de la Santa Sede en el boletín titulado Acta Apostolicae Sedis;
         publicar, a través de la oficina especial dependiente de ella, llamada Sala de Prensa, las informaciones oficiales referentes a los documentos del Sumo Pontífice y a la actividad de la Santa Sede;
         vigilar… el periódico llamado L’Osservatore Romano, la Radio Vaticano y el Centro Televisivo Vaticano;
         recoger, ordenar y publicar los datos, elaborados según las normas estadísticas, que se refieren a la vida de la Iglesia universal en todo el orbe.
De ese modo, el Secretario de Estado, como Primer Ministro de la Iglesia legislativo, ha sido investido con el control total sobre la legislación y la información que emana del Vaticano, incluyendo los actos propios del Papas. “¡Sí, Primer Ministro!” es el nuevo orden de cosas en la Iglesia postconciliar. De hecho, como John Vennari ha notado, cada episodio de esta hilarante serie cómica británica se asemeja notablemente al estado actual de la Iglesia, en donde la política tiene preferencia por sobre la realidad. Incluso hemos visto al Secretario de Estado tomar el control de la publicación del Tercer Secreto de Fátima, arrogándose —en un ulterior desarrollo surrealista— la autoridad de “interpretar” la visión del “obispo vestido de blanco” como una mera descripción de eventos del siglo XX que culminarían con el fallido intento de asesinato de Juan Pablo II en 1981. En el folleto vaticano oficial que acompañaba la publicación del 26 de junio de 2000 de la visión, el ex cardenal Ratzinger hace referencia repetidas veces a la “interpretación” de la visión que hizo el ex Secretario de Estado, el cardenal Angelo Sodano:
         “interpretación, cuyas líneas esenciales se pueden encontrar en la comunicación que el Cardenal Sodano pronunció”;
         “El Cardenal Sodano dice al respecto: «… no se describen en sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros, sino que sintetizan y condensan sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión y con una duración no precisadas»”;
         “la interpretación que el Cardenal Sodano ha dado en su texto del 13 de mayo, había sido presentada anteriormente a Sor Lucia en persona”;
         “Ante todo, debemos afirmar con el Cardenal Sodano: «…los acontecimientos a los que se refiere la tercera parte del ‘secreto’ de Fátima, parecen pertenecer ya al pasado».”
¿Debemos afirmar con el cardenal Sodano? ¿Qué autoridad tiene el cardenal Sodano sobre el Mensaje de Fátima? Ninguna más que la que la Iglesia legislativa pretenda darle, que en realidad no es ninguna autoridad, dado que la Iglesia legislativa no es la Iglesia fundada por Nuestro Señor, sino un conjunto de feudos burocráticos que de ninguna manera participan de los carismas de indefectibilidad e infalibilidad de la Iglesia en materia de fe y moral.
Sin embargo, Sodano fue investido absurdamente con el status de oráculo de Fátima—y esto al mismo tiempo que estaba facilitando el encubrimiento del Padre Maciel, como lo vino haciendo durante todos los ’90—. (Ver el reporte “Alegatos contra el cardenal Sodano”, Catholic World Report, del 4 de mayo de 2001.) Para la Iglesia legislativa y su Primer Ministro, el evento de Fátima es un problema de relaciones públicas que debe ser administrado, no una profecía y advertencia celestial para la Iglesia y la humanidad. Y el sucesor de Sodano, el cardenal Bertone, continúa la línea del partido de la Secretaría de Estado acerca de Fátima sin ponerla en duda: que el Mensaje de Fátima en general y el Tercer Secreto en particular “pertenecen al pasado”. Nuestra Señora de Fátima, nos asegura la Secretaría de Estado, no tiene nada que decirnos acerca del desastre eclesial de la última mitad de siglo.
El predominio de la Secretaría de Estado sobre los asuntos de la Iglesia legislativa ha sido revelado para todo el mundo en el escándalo al que hoy estamos asistiendo cuando sale a la luz el contenido de la correspondencia privada del Papa filtrada por el mayordomo pontificio, Paolo Gabriele. Entre los asuntos filtrados existe una carta muy reveladora al cardenal Bertone de parte del cardenal Leo Raymond Burke, que es jefe de la Signatura Apostólica (el mayor tribunal de la Iglesia) y también es miembro de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
En un artículo del 3 de junio de 2012, el diario italiano La Repubblica citó frases de la carta de Burke, en las cuales protesta (enero de 2012) por la aprobación que hizo el Pontificio Consejo de los Laicos —otro de los órganos proliferantes de la Iglesia legislativa— de “aquellas celebraciones contenidas en el Directorio Catequético del Camino Neocatecumental que no parecen por su naturaleza estar ya regulados por los libros litúrgicos de la Iglesia”. Lo que esta ambigua aprobación precisamente cubre ha sido objeto de controversia desde entonces —el típico resultado de los típicos pronunciamientos postconciliares de los departamentos vaticanos—. Apoyándose en esta ambigüedad, los dos fundadores de “el Camino” —ese famoso par de excéntricos neocatólicos, “Kiko” Argüello y Carmen Hernández— andan diciendo que lo aprobado ha sido la misma liturgia neocatecumental.
Un hecho muy sugestivo es que la Congregación para el Culto Divino, que es el dicasterio que tiene jurisdicción sobre la liturgia, no fue parte de esta “aprobación”. De ahí que la carta del cardenal Burke al secretario de Estado Bertone objeta una invitación que Burke recibió en su oficina, invitándolo a una ceremonia en “ocasión de la aprobación de la liturgia del Camino Neocatecumental”. Escribió Burke: “No puedo, como Cardenal y miembro de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, no expresar a Su Eminencia la extrañeza que la invitación me ha causado. No recuerdo haber oído de una consulta acerca de la aprobación de una liturgia propia de este movimiento eclesial. He recibido en los últimos días, de varias personas, incluso de un estimado Obispo estadounidense, expresiones de preocupación acerca de una tal aprobación papal, de la cual ya se había sabido. Esta noticia era para mí un simple rumor o especulación. Ahora he descubierto que tenían razón.” Como dice La Repubblica, esta carta finaliza con una declaración del cardenal Burke de que “como fiel conocedor de la enseñanza del Santo Padre sobre la reforma litúrgica, que es fundamental para la nueva evangelización, creo que la aprobación de tales innovaciones litúrgicas, incluso después de la corrección de las mismas por parte del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, no parece coherente con el magisterio litúrgico del Papa.”
En una revelación posterior, John Allen, del National Catholic Register, informa que el Papa leyó y luego adjuntó una nota manuscrita a la carta de Burke, pidiendo “Regresar al Card. Bertone, invitando al Card. Burke para que transfiera estas observaciones muy justas a la Congregación del Culto Divino.” Aún así estas “muy justas” observaciones del cardenal Burke respecto a la enseñanza litúrgica del Papa no impiden que se siguen anunciando la “aprobación vaticana” de la extraña liturgia del Camino Neocatecumenal, que incluye bailar alrdedor del altar, consagrar hostias del tamaño y consistencia de una pizza que se quiebra dejando numerosas partículas en el suelo, la predicación por parte de laicos bajo la forma de “moniciones”, pararse durante la Plegaria Eucarística acompañada con música de guitarra y la recepción de la Santa Comunión desde los bancos.
¿Cómo es posible que el Vicario de Cristo se vea limitado a sugerir que las “muy justas observaciones” del cardenal Burke respecto a los abusos la “liturgia” neocatecumenal sean transmitidas a la Congregación para el Culto Divino? ¿Por qué es que el mismo Papa no interviene directamente para frenar las atrocidades litúrgicas de “el Camino” de Kiko y Camen? Es más, ¿por qué el Papa simplemente no gobierna la Iglesia en forma directa, restaurando el buen orden, conforme al Poder de las Llaves de Pedro que son suyas, sólo suyas?
La respuesta fue revelada por un incidente del que fui bien informado durante un reciente retiro ignaciano en la casa de retiros de la Sociedad de San Pío X en Ridgefield (Connecticut). Durante una audiencia con el Papa, el obispo Fellay se encontró con el Papa a solas por un momento. Su Excelencia aprovechó la oportunidad para recordar al Papa de que él es el Vicario de Cristo, que posee la autoridad para tomar medidas inmediatas que pongan fin a la crisis de la Iglesia en todos los frentes. El Papa respondió: “Mi autoridad llega hasta la puerta”.
Parece hoy que el Vicario de Cristo está cautivo de la democratización de la Iglesia de acuerdo con el modelo de “colegialidad” que buscar reemplazar la monarquía que en realidad es el papado establecido por Cristo Rey. Parece que el Papa se ve a sí mismo como un engranaje, aunque sea el engranaje más grande e importante, de una vasta maquinaria de relojería que es la Iglesia legislativa, cuyas “decisiones” , en línea con los mecanismo colegiados y democráticos del nuevo modelo, necesitan ser consensuadas para poder ponerse en operación. Sin considerarse un monarca, con las prerrogativas y la autoridad perentoria de un monarca, el Papa de la Iglesia legislativa se siente restringido a confiar en su capacidad de persuasión y a apelar al debido proceso con la esperanza de que se haga lo que él desea.
“Lo han destronado”, fue la famosa observación del arzobispo Lefebvre acerca de la festividad de Cristo Rey. Y, del mismo modo, han destronado a Su Vicario. Un Vicario de Cristo sin corona se encuentra en el turbulento centro del caos reinante en la Iglesia. Sólo cuando la corona papal sea restaurada volverá con ella el buen orden de la Iglesia. Recemos, entonces, porque el Papa tenga el coraje de volver a usar la corona que el mismo Cristo le dio para que use.

Traducción al español de InfoCaótica.

 


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