| 07 noviembre, 2011
Un lector de nuestra bitácora nos ha enviado unas páginas de un magnífico libro del P. Leonardo Castellani que reproducimos a continuación.
«…el Protestantismo se llevó consigo una gran verdad cautiva. No era un puro error. ¿Cómo iba a permitir Dios que la mitad mejor de la Cristiandad cayera en un puro extravío, y eso por culpa de un monarca sifilítico y un monje burdo y bestial— como pintan a Henry Tudor y a Luther las «Historias de la Contrarreforma «? Poco honor hacen a Dios los que conciben esa enormidad. Si media Europa acabó por seguir y acoger la rebelión religiosa es porque toda Europa estaba sumida en la mayor crisis religiosa de la historia del mundo —en la penúltima: El fariseísmo estaba por ahogar la religión. La exterioridad devoraba la fe…
Otro índice de lo dicho son las famosas «Reglas para sentir con la Iglesia » que están en los «Ejercicios Espirituales» de San Ignacio de Loyola. Esas «reglas» están dirigidas contra el espíritu del tiempo, contra el Protestantismo, y todas ellas se dirigen a defender la exterioridad religiosa, loablemente por cierto, puesto que lo exterior es también necesario no siendo el hombre espíritu puro. Loablemente para aquel tiempo por lo menos.
San Ignacio fue el campeón de la Contrarreforma. Su alma de místico, después de su conversión en Manresa, se posesionó en París de la máxima entonces necesidad de la Iglesia y comenzó allí la fundación de su Compañía: Allí escribió esas «reglas» que apendizó a su librito: «Alabar candelas encendidas —alabar ceremonias y ritos, largas oraciones en las iglesias, vida conventual, los doctores escolásticos— la obediencia de fe a la Iglesia Jerárquica , de modo que si yo veo blanco decir negra cuando la Iglesia Jerárquica dice negro» —exclama el vasco con una fórmula enteramente vasca, no exenta de peligro. En suma, hacer y decir lo «oppósitum per diámetrum» (como dice él) de lo que hacían los «reformadores»: fórmula muy buena en táctica pero también peligrosa en teología —por demasiado simple. Si Cristo hubiese hecho todo lo contrario de lo que el diablo le sugirió en sus tres tentaciones, el diablo hubiera quedado contento.
«Alabar imágenes, ceremonias y candelas encendidas en las Iglesias, largas oraciones vocales, vigilias y ayunos, filosofía escolástica, colectas, congresos, acción católica, enseñanza religiosa, etc.» fue una buena orden del día para aquellos días, sobre todo en España, pues al español le gusta la «contra». Un español le dijo un día a otro: «¡Hola, Manolo, al fin te veo, qué cambiado estás, hombre, pareces otro, la verdá es que ya no pareces Manolo! —»Disculpe señor yo no soy Manolo… —¿Qué no eres Manolo? ¡Pues más a mi favor!» —dijo el otro.
Habría que ver si «alabar candelas» es una buena «orden del día» para nuestros días. Poner una candela encendida en un altar o seis imágenes de yeso (el Concilio Bonaerense de 1953 prohibió poner más de 7 imágenes en un solo altar) es un mínimum de religiosidad: es un acto exterior que sustituye e invita a algo interior que es la oración —y que desde luego, si no invita mas sólo sustituye, vale más que no se haga. Pero ese mínimum de religiosidad no es tanto de alabar (se alaban sólo las cosas máximas) cuanto de tolerar o permitir a lo más. Ninguna alabanza de las candelas hay en el Evangelio y es de creer que Jesucristo en su vida no encendió una sola; oraba a la luz de las estrellas y reprendió a los que oraban muy vistosamente: de hecho maridó nos escondiéramos para orar. De manera que «alabar candelas encendidas» puede ser una buena españolada; pero el que no las alaba, no peca.
Pero en fin, dejando este asunto de candelero, lo que notábamos era solamente que el campeón de la Contrarreforma puso el punto de la lucha religiosa de su tiempo en donde mismo lo puso el campeón de la Pseudorreforma , en el rechazo o acepto total de la exterioridad.
A mayor abundamiento se puede leer toda la vida del tempestuoso monje sajón y se verá que antes de su conversión o reversión estuvo sumergido en la exterioridad religiosa hasta que pendularmente se volvió con violencia hacia la interioridad, desde el rayo que mató a su compañero y lo hizo meterse fraile hasta las indulgencias que lo desfrailaron. En su tiempo anduvo de Provisor o Subprior de siete conventos de su Orden a la vez sobrecargado de negocios temporales con apariencias de sacros hasta no tener tiempo de rezar el breviario —del cual fue dispensado, puesto que al fin y al cabo «se condenaba por el bien de la Comunidad «, como el risueño monje alambista de Alfonso Daudet. Él mismo lo notó en su peculiar estilo: «Si la frailería pudiese salvar al fraile, ninguno ha practicado más frailería que yo; y no me salvó nada.» Cuando arrojó por la borda toda la «frailería» y dijo «la fe sola, la fe salva y no las obras (exteriores), la fe interna revestida de los méritos de Cristo como una hopalanda», no se dio cuenta que arrojaba la corteza y el esqueleto de lo religioso y hasta la carne, desencarnando la fe y arrojándola despellejada y molusca a las tormentas de la imaginación o a la armadura férrea del fariseísmo.
Y no se dio cuenta de eso porque era ocamista —o corno diríamos hoy, cartesiano. No entendía la distinción sutil de materia y forma, el hilemorfismo. Pensó que podían existir en lo humano formas puras. Y en ninguna parte, ni en lo religioso, pueden existir formas sin materia.
Tomado de: Castellani, L. Cristo y Los Fariseos. Pp. 1-3