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La insoportable levedad de Monseñor Mariano Fazio

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Monseñor Mariano Fazio Fernández, Vicario del Opus Dei en la Argentina, ha publicado un artículo en el diario Clarín, que glosamos a continuación.

El Papa nos dice que la vía es Jesús
20 de agosto de 2011
Clarín // Mons. Mariano Fazio
Todos los tiempos de la historia plantean un desafío a nuestra fe. Para nosotros, los cristianos del siglo XXI, radica en la apertura y la autenticidad. En reconocer y valorar la diversidad de dones y de formas de vivir la unión con Dios, y con sencillez dar testimonio de nuestro encuentro con Él, el testimonio vivencial de que Dios llena el alma de felicidad y redunda en bien de los que tenemos al lado. Una vida que incluye, que abre las puertas e invita a entrar; una Iglesia que refleje a Cristo que perdona y abre los brazos para recibir a todos: esa Iglesia debemos ser cada uno.
¿Por qué los desafíos son la apertura y la autenticidad y no otros? No sabemos las razones de esta reducción. Lo que sí nos parece claro es que apertura y autenticidad tienen suficiente vaguedad para no salir de las coordenadas de la corrección política.
La diversidad de formas de vivir la unión con Dios es un hecho verificable. Además de reconocerlo, nos gustaría conocer la valoración del autor. A nosotros, la Tradición nos ha enseñado que hay una religión verdadera y que las demás son falsas. Que el ideal contenido en la voluntad divina es que todos los hombres, y todas las sociedades, profesen la fe católica, única verdadera. Todo lo que se aleja de este ideal, no puede ser sino un mal objetivo, una carencia de verdad y de bien.
Quizá en otro tiempo, la luz de Dios resplandecía en las catedrales, las mitras, las cátedras, las leyes: hoy debe relucir en los cristianos comunes y corrientes. Juan Pablo II, siguiendo a Pablo VI, ha dicho que nuestra época necesita testigos antes que maestros, más poner el hombro que dar sermones. Para recuperar la luz de la fe, los demás deberían poder ver a Dios cuando miran a los ojos de los cristianos. Deberían encontrar paz, compresión, ánimo, ilusión, humildad, generosidad, alegría. 
Llama la atención que el autor deje para el pasado las realizaciones sociales de la impregnación del orden temporal contraponiéndolas al testimonio personal. Curioso porque ha sido el Vaticano II el que ha llamado a los laicos a la consecratio mundi, de todas las realidades terrenas. Jesucristo no es facultativo para las sociedades; la vocación de los cristianos al apostolado no debe confinarse a la esfera privada.
Toda potestad terrena se debe ordenar al bien temporal de modo que no sólo no dificulte sino que facilite la consecución del fin eterno y sobrenatural merecido por Cristo para todos los hombres. Esta es una verdad que no caduca nunca en la esfera de los principios; aunque por la malicia humana, que es la causa del pluralismo religioso, no se pueda actualizar fuera de las sociedades con unidad religiosa católica.
Vivimos días de búsqueda, en los que palabras como indignación, revuelta, manifestación, insatisfacción, poseen una especial resonancia. La sociedad de consumo no logra saciar al hombre, y los jóvenes lo denuncian. Ese es nuestro eclipse. Sin embargo, los hombres y las mujeres de hoy no renunciamos a los ideales grandes, queremos gritar con fuerza lo mismo que hace tantos años “¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!”. No queremos ceder al cinismo o al conformismo.
Que un sacerdote de Jesucristo hable de «grandes ideales» en alusión a la revolución de 1789 —bañada en la sangre del genocidio de La Vendée— nos causa perplejidad e indignación. En primer lugar, porque vemos que «la Revolución ha conseguido hacerse amar por aquellos mismos de los cuales es su enemiga mortal», como lo diagnosticara oportunamente Joseph de Maistre. Y en segundo, porque nos parece muy triste leer a un sacerdote del Opus Dei renovando «volterianismos de peluca empolvada, o liberalismos desacreditados del XIX» (Camino, 849).
Benedicto XVI nos dice que Jesús es el camino para llenar estas expectativas: la vida cristiana es encuentro personal con Cristo. No es una ideología, una doctrina, un programa ético. Es diálogo, confianza, amor. “El hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el infinito. Cualquier otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía razón: nuestro corazón está inquieto, hasta que no descansa en Ti”. En medios de estas tinieblas, los cristianos debemos ser luz: este es el mensaje del Papa. Luz que haga brillar a los demás, con sus talentos y sus aportes.
Aquí el discurso piadoso silencia una premisa importantísima: Cristo es Dios. Lo demás, se sigue como consecuencia.
San Josemaría dejó escrito: “Estas crisis mundiales son crisis de santos”. ¡Qué distintos sería el mundo si más cristianos fuéramos santos! Si hubiera más Madres Teresas, más Juan Pablos II, más Ceferinos, más Juanes Bosco… personas como nosotros que reflejaron en su vida la vida de Jesús y fueron fuentes inagotables de paz y esperanza, dejando a su paso un sendero luminoso y alegre.
Sin dudas los santos son necesarios pero de hecho son poco numerosos. Siempre han sido una pequeña minoría. Distinto sería el orden temporal si los católicos, santos y pecadores, clérigos y laicos, no desistieran de la Realeza Social de Nuestro Señor Jesucristo para entrar en colusión con el mundo. Si no olvidaran el tradicional canto: «A Dios queremos en la enseñanza, en la familia, en la costumbres, Dios en el pueblo, Dios en la ley».
La juventud no es solo una cuestión de edad, es una cualidad del alma. El alma que tiene proyectos, que piensa que los sueños se pueden lograr, que se ilusiona con que un mundo mejor es posible. Benedicto XVI nos desafía a todos y nos muestra su juventud: un mundo distinto es posible, que tu vida no sea una vida estéril, que sea algo grande, depende de vos: si dejás entrar a Dios en ella, puede ser como la vida de Dios.
Pensábamos que el autor tenía la suficiente lucidez para no ingresar en los tópicos de la «juvenilización de la Iglesia », de acuerdo con la descripción de Romano Amerio. Parece que nos equivocamos… En realidad, la juventud es un proyecto de no-juventud y la edad madura no debe modelarse sobre ella, sino sobre la sabiduría de la madurez. Ninguna edad de la vida tiene como modelo su propio devenir hacia otra edad de la vida, propia o ajena. En realidad el modelo para cada una viene dado por la esencia deontológica del hombre, que debe ser buscada y vivida, y es idéntica para todas las edades de la vida. La conducta de la Iglesia hacia la juventud no puede prescindir de la oposición entre los siguientes elementos correlativos: quien es imperfecto ante quien es perfecto (relativamente, se entiende) y quien no sabe y por tanto aprende, ante quien sabe (relativamente, se entiende). Siendo la juventud una vida incipiente, es necesario que comprenda y le sea explicado el todo de la vida, es decir: el fin en el cual la virtualidad del incipiente debe realizarse, y la forma en la cual la potencia debe desplegarse. La vida es difícil, o si se quiere, seria.
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