Jean de la Varende, en su libro «Man d’Arc», relata caso altamente conmovedor que transcribe Calderón Bouchet. He aquí el texto:
El padre Bardeau era uno de esos sacerdotes que seguían a las tropas de los chuanes, tropas que, cuando llegaron las columnas infernales [revolucionarios, conocidos como los azules], fueron poblaciones enteras en éxodo que escapaban a las matanzas, pues la orden de París era terminante: matar a todos.Una mañana celebraba la misa del alba en una construcción medio granja, medio galpón, para una cincuentena de hombres, mujeres y niños quienes, seguros de estar bien protegidos, escuchaban el oficio del domingo. Todos se habían propuesto comulgar y había un buen número de hostias consagradas. Apenas comenzaba la comunión cuando empezó la sorpresa. Por las altas ventanas los azules acechaban rodilla en tierra. Habían sorprendido a los centinelas entumecidos con el frío matinal, y rodearon la granja, aprovechando, para avanzar, los cánticos, que cubrían el ruido exterior. Tirarían durante la comunión, cuando todos tuvieran las cabezas gachas o entre las manos.El sacerdote escuchó un ruido que le hizo levantar los ojos: frente a él, y por encima de la puerta, el pasto con que se había tapado un tragaluz redondo, se movía, caía, y un largo fusil de cañón todo negro […]. No tuvo tiempo de gritar ¡A las armas! La matanza comenzó.Fue una de las más espantosas y completas matanzas de las que podían alabarse las columnas. No se escapó ninguno, con excepción del sacerdote, y veremos cómo: después de haber tirado al montón hasta que el humo impidió ver, los azules hicieron salir a los sobrevivientes uno a uno para ejecutarlos al arma blanca. El sacerdote, presa reservada, apareció al final. Trató de consumir las hostias, pero dos hombres lo tenían. Uno de ellos tomó el hostiario, y, sonriendo, lo vació en el chiquero de los cerdos, que estaba junto al edificio, sobre un mátete de suero, barro y bosta. «Puesto que quieres comer tus buenos dioses, ve a buscarlos». De rodillas delante de la sentina, el padre tendió la diestra; un sablazo le cortó dos dedos contra la tabla del cerco […]. Avanzó la otra mano; el sable le cortó las falanges. Los soldados se reían a carcajadas. Por detrás de la espalda se apretó ambas manos, por las que corrían dos chorros de sangre y, con la boca, removió el lodo, para atrapar con los labios las blancas obleas que flotaban. Era demasiado y todos cayeron sobre el santo. Unos lo golpearon con la culata del fusil, otros con los gruesos zapatos militares, y le hundían la cabeza en el barro.«Me hice el muerto -confesaba después, un poco avergonzado de esta mentira-. Me dejaron […]». Una vez solo, metió los muñones en el fondo podrido de la charca, para guardar su sangre y sus fuerzas. Los vendeanos lo encontraron una hora después lamiendo el mátete para recoger las hostias y luchando a cabezadas con los puercos.